Imagen arriba: A la izquierda aparece José Martí, padre de la independencia cubana, su pensamiento trascendió las fronteras de su Cuba natal para adquirir un carácter universal. A la derecha Abraham Lincoln, décimo sexto presidente de los EEUU, su mandato abolió la esclavitud y atravesó la Guerra Civil Estadouninse, conocida también como la Guerra de Secesión.
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El 17 de septiembre último, los Estados Unidos celebraron el 220 aniversario de su Constitución, fruto de una Revolución independentista y democrático-burguesa. En ella son enarbolados como principios, según su propio preámbulo, «formar una Unión más perfecta, establecer la Justicia, garantizar la tranquilidad nacional, atender a la Defensa común, fomentar el Bienestar general y asegurar los beneficios de la Libertad».
Pero, ¿qué alcance y contenido supondría la perfección de esa Unión?
La agrupación federal de las Trece Colonias era solo el comienzo.

El propio nombre de la república delata los planes elaborados desde tan lejana fecha: Estados Unidos de América.
¿Por qué de América? ¿Acaso pertenecían ya a la Unión el en aquel entonces Virreinato del Perú, o el de Nueva Granada, o la Capitanía General de Cuba?
Todavía no pertenecían, pero de demostrar eso se encargaría la historia.

Luego de dos centurias, Norteamérica no ha despertado de su sueño.
Aún maniobra para controlar la realidad latinoamericana. En su política exterior sostiene como parámetro fundamental, el mantenimiento de gobiernos democráticos. Pero democráticos según su democracia; el «poder del pueblo», pero al estilo norteamericano.

Ejemplo vigente de ello resulta el llamado Plan Bush para la transición en Cuba. Un conjunto de diagnósticos y recomendaciones a la «paciente cubana» atendida por el «doctor imperialista».
Según ellos Cuba adolece por mantener un «régimen dictatorial y antidemocrático».

Entre los principales señalamientos podemos encontrar la existencia de un solo partido político (que por cierto, no se configura con fines electorales), la prolongación ilimitada del Comandante en Jefe Fidel Castro en el poder y la no realización de elecciones libre, justas y transparentes (obviando la regulación por Ley de elecciones generales populares cada cinco años y otras a medio tiempo como manifestación de la soberanía y autodeterminación del pueblo).

Qué bien se ve que el gobierno norteamericano desconoce la realidad cubana y, peor aún, su propia historia.
Si aplicamos todos esos señalamientos a los propios Estados Unidos podríamos concluir que «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», según Lincoln, se ha desarrollado, en varias ocasiones, sumido en regímenes antidemocráticos.

En primer lugar, la práctica del unipartidismo no surgió en Cuba ni con el socialismo. En los propios Estados Unidos se ha vivido bajo el unipartidismo.
En las elecciones de 1789, donde resultó electo George Washington como primer presidente de la nación, no se presentaron candidatos por partidos políticos porque estos, simplemente, no existían.

Ni siquiera la Constitución hacía mención de ellos. No es hasta 1792 que comenzaron a organizarse, en oposición a los «federalistas», los llamados «republicanos», antecesores de los «demócratas» de hoy.
Sin embargo, esta división no duraría mucho tiempo. Ya en 1816, los motivos que dividían a los americanos habían sido resueltos; así, en las elecciones de ese año, los «federalistas» no nombraron a ningún candidato para la presidencia.

El partido federal se extinguió como partido y como corporación política en los estados. Durante doce años solo hubo un gran partido, el partido republicano o, como ya comenzaban a llamarle, el partido democrático. De tal forma, Estados Unidos se desarrolló 16 años sin pluripartidismo.

¿Podría considerarse que por ello no pudo manifestarse la democracia? ¿Fueron antidemocráticas las elecciones de los presidentes G. Washington, J. Monroe y J. Q. Adams por no existir más de un partido político?

Por otro lado, la limitación de no elegir a un mismo presidente por más de dos períodos presidenciales no fue regulada en los Estados Unidos hasta el 1ro de marzo de 1951 cuando fue aprobada la XXII Enmienda a la Constitución.

Anteriormente, nada impedía a un presidente ser reelegido por más de un período. George Washington, al terminar su segundo período presidencial, rehusó a un tercero y Jefferson, cuando las legislaturas de varios estados le pidieron aceptar un tercer período, también se rehusó, y «muy seriamente aconsejó al pueblo que nunca eligiera un presidente más de dos veces consecutivas».

Este ejemplo fue seguido por todos hasta que, en 1940, fue elegido por tercera vez consecutiva el presidente Franklin Delano Roosevelt y, muy conforme al parecer el pueblo con su política, lo eligió por cuarta vez cuatro años más tarde. F. D. Roosevelt es el único presidente de los Estados Unidos que ha gobernado por más de dos períodos presidenciales y durante 12 años, hasta su muerte el 12 de abril de 1945.

¿Podemos catalogar entonces de dictador al presidente Roosevelt, el hombre que salvó a Estados Unidos de la peor crisis económica de su historia y dirigió la política norteamericana en la Segunda Guerra Mundial?
¿Acuña Estados Unidos en su moneda de diez centavos la imagen de un dictador? Es dudoso.

Con respecto a las elecciones, es muy curioso el término de justas utilizado por el gobierno norteamericano teniendo en cuenta la forma que en este Estado se realizan. El presidente de esa nación es elegido indirectamente por un cuerpo de electores especiales llamados compromisarios que son elegidos a su vez, a nivel estadual por el pueblo, una vez que estos declaran sus preferencias partidistas.

Cada estado puede elegir a tantos compromisarios como asientos representativos a los que tiene derecho en el Congreso: Senado y Cámara de Representantes. Luego, ¿qué control puede tener el electorado sobre este compromiso?
En no pocas ocasiones estos compromisarios han traicionado su declaración anterior.
¿Otorga este acontecimiento seguridad electoral al pueblo norteamericano?

Además, este sistema electoral tiene otro singular detalle, las elecciones en cada estado de la Unión las gana el partido político que más votos obtiene, acumulando para sí, no solo los votos ganados, sino la totalidad de los mismos que cada estado aporta, sin tener en cuenta las preferencias populares.

Así, por ejemplo, el estado de New York otorga 33 votos electorales; si un candidato obtiene 19 votos y con ello la mayoría relativa necesaria para ganar las elecciones en dicho estado, acumula para sí no los 19 votos obtenidos, sino los 33 votos que el estado de New York otorga.
De tal modo, el candidato que más votos electorales, y no populares, obtenga, será el presidente de los Estados Unidos.
¿Será más democrático que tengan prioridad los votos electorales?

La historia ayuda a decir la verdad: cuatro presidentes de esa nación han sido electos sin obtener mayoría de votos populares.
Por ejemplo, en 1888, el candidato republicano Benjamin Harrison obtuvo 5’444,337 votos populares y 233 votos electorales, mientras que el demócrata Grover Cleveland ganó 5’540,000 votos populares y 168 votos electorales.

Aunque Cleveland obtuvo mayor cantidad de votos populares individuales, según el sistema electoral norteamericano, fue ganador Harrison por obtener la mayoría de los votos de los compromisarios.
Esta contradictoria situación volvió a repetirse en el año 2000 cuando el candidato demócrata Al Gore, a pesar de obtener 50’996,116 votos populares perdió las elecciones contra George W. Bush quien obtuvo 50’456,169 votos populares pero 271 votos de los compromisarios frente a los 266 de Gore [y en otras veces ndlr.].
¿Podrían considerarse legítimos tales resultados electorales?

Así de inconcebible es también el hecho de que en Estados Unidos puede gobernar un presidente sin que nadie lo haya elegido.
Tal acontecimiento sucedió el 9 de agosto de 1974 cuando, tras la dimisión del presidente Richard Nixon, lo sustituyó Gerald R. Ford.
Lo peculiar de este hecho fue que Ford fue nombrado por Nixon, en virtud de la XXV Enmienda aprobada el 23 de febrero de 1967, tras la renuncia en octubre de 1973 del vicepresidente Spiro Agnew.

La propuesta presidencial, no obstante de ser confirmada por una mayoría de votos de ambas Cámaras del Congreso, lo cual podría otorgarle cierta legitimidad al nombramiento, no es resultado de elecciones populares, libres y transparentes como las que Washington exige a Cuba y al mundo.

Se requiere un poco de moral para poder dar clases de democracia con planes y recomendaciones que atentan contra la soberanía y autodeterminación de un Estado.
En Cuba existe un solo partido político, pero un partido sin fines electorales. Quien presenta a los candidatos y los elige es el propio pueblo. En Cuba el Comandante en Jefe Fidel Castro ha sido elegido Jefe de Estado y de Gobierno en seis ocasiones porque el pueblo y sus representantes eligen soberanamente a quien consideran mejor y más capaz sin que ningún límite temporal lo sujete; por muy serias que hayan sido las recomendaciones del presidente Jefferson.

En otro apartado, el mencionado Plan expone que la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) podría ofrecer expertos en temas democráticos para «llevar a cabo los cambios que desee el pueblo de Cuba, brindando como referencia la labor desarrollada en Afganistán, Irak y otros países que han contado con semejante ayuda técnica».

Hay que tener realmente poca vergüenza para ejemplificar con tales acontecimientos. ¿Impulsar la democracia, la libertad y los derechos humanos es la definición que los Estados Unidos dan a sus guerras de conquista?
Podemos tener ejemplos «muy alentadores» como la Guerra de Corea, o la de Vietnam, o la Operación Cóndor en Chile, o la invasión a Granada, o las torturas realizadas en la base naval de Guantánamo.
Definitivamente no es de nuestro agrado el modo en que Estados Unidos profesa su democracia. En Cuba se conoce, defiende y ejercita otra democracia, donde prima la voluntad popular sin temor a represiones o tiranías.

Las manipulaciones expansionistas de Estados Unidos han perdido fuerza y sentido en un continente que ahora despierta y se levanta contra las cadenas de la opresión imperialista.
El eufemismo «democrático» norteamericano no cabe en la conciencia de las naciones latinoamericanas consecuentes con su pasado y sus ideas de liberación.

Todo pueblo tiene derecho a establecer el sistema político que más le convenga sin someterse a parámetros intervencionistas y unilaterales de ninguna nación. «Cada país plasma en su Constitución, lo que cada país estime pertinente».
Cada pueblo tiene el gobierno que merece, los pueblos son los que hacen la historia.