El otro día recibí por email una invitación a participar en una encuesta sobre Britney Spears, de cuya voz soy adicto desde su primera canción. No es una cuestión de edad, es una actitud de vida lo que nos lleva a identificarnos con el ritmo del canto, la poesía, los colores de un cuadro. La encuesta en mención dice: ¿Crees que Britney Spears logrará pasar al 2009? Sí- No. ¿Crees que ella morirá bajo el efecto de las drogas? Sí - No. ¿Crees que se suicidará? Tiene un record de 3.690.456 participantes en menos de un mes, y creo que irá para largo.

Nuestros ídolos -como ella- no son ángeles caídos del cielo, son los frutos de nuestra degradación interna, a quienes nosotros nos empeñamos en verlos sometidos igual que el resto, guardando la cordura, cuando en realidad quisiéramos hacer explotar -como ellos- nuestros pequeños universos llenos de resentimientos, de trabas mentales. Sentimos envidia al verlos desafiar al mundo, esa cualidad de reacción que en nosotros se perdió hace mucho y que nos mueve a alegramos cuando les vemos desplomarse, a apurar las apuestas sobre cuán breve y estrepitosa será su caída. Los aceptamos siempre que se manejen de acuerdo a las exigencias del libreto, hasta pueden alterar nuestros esquemas, pero en cuanto se niegan a seguir con el show, nos sentimos ofendidos y sacamos de inmediato nuestras dagas, no porque temamos a sus dardos, sino porque rompen la cuadratura de nuestro círculo.

Son hermosos y crueles -a la vez-, pero en su belleza o rebeldía está el veneno que nos fascina y asusta. Compra y venta, ¡he ahí el supremo placer de la realización personal! Los promotores artísticos y la ingeniería del marketing creen saber lo que el público necesita cada cierto tiempo y para ello no buscan un león retozando libre en la selva, no una serpiente deslizándose sobre las rocas del desierto: buscan una caricatura apenas de estos animales. ¿Cuál es nuestra reacción ante una cobra en su hábitat? Tomar un arma e intentar destruir su belleza, porque nos causa miedo su estado salvaje, donde hay algo que nosotros hemos perdido definitivamente, y es esa capacidad de rebelarse hasta el final.

Pocos ídolos son fuertes y siguen otros pasos que no sean las palabras del representante, las imposiciones de una cadena de empresarios que se agitan tras las cortinas y mueven infinitas sumas de dinero tras cada ocurrencia del artista. La gente no va al circo para aburrirse, asiste a la función para ver monos cabalgando en corceles, elefantes bailando sobre la pista, leones que saltan aros de fuego, focas con esferas en sus hocicos, las mismas que, luego de muchos azotes, más el castigo del hambre, del cautiverio, en un instinto de sobrevivencia, saltan, brincan, sin darse cuenta el público que esa imagen desagradable y perversa del circo es justo nuestra imagen. Cuando entramos allí sabemos que bajo esa carpa cabe también nuestra vida: somos los inventores de la guerra, la bomba atómica, y también de la soledad, del silencio -que es igual a ser cómplice.

Pero no todos los animales del circo se dejan domesticar. Muchos prefieren no comer, ser azotados, en vez de recibir una zanahoria a cambio de un movimiento más que complete el show de la noche; se dejan caer simplemente y mueren, no por los golpes, o las heridas causadas por sus domadores, sino porque –al perder el horizonte- ellos son más fuertes que los demás y saben que una vida de sumisión, sin libertad y derecho a crecer, a vivir en paz, no tiene sentido en una jaula.

Mike Tyson fue grande mientras nos tuvo contentos destrozando las narices de sus rivales. No fue terrible para nosotros entonces ver a un hombre sangrando junto a las cuerdas, cansado, y luego desplomarse (en cámara lenta) sobre el ring tras recibir un sonoro golpe en su quijada. Sin remordimiento alguno, disfrutamos al verle retorciéndose de dolor en la lona, seguimos atentos la camilla -aguardando siempre lo peor, porque en ello se traduce la efectividad de los puños del rival- hasta su ingreso a una sala de emergencias; al fin de cuentas, cada cual obtiene lo que paga a cambio, y a nosotros conseguir el dinero de la entrada nos costó igual mucha obediencia y sumisión, sobre todo. Entonces se levanta la mano del vencedor. Lo cruel es emoción. La sangre, la saña con la vida y los más débiles es el mejor premio a nuestros espíritus enfermos. No en vano los periódicos de la crónica roja, cuyas hojas gotean sangre, son los más vendidos. No en vano la destrucción del mundo llega en directo a nuestros televisores. Como si fuéramos los dioses que disponen sobre su propia creación, la invasión a Irak fue transmitida en vivo para satisfacer nuestro morbo espiritual -hasta aburrirnos y cambiar después, como si nada hubiera ocurrido en nuestros corazones, a la telenovela preferida, a discovery chanel, o los musicales, donde la extravagancia de sus artistas, sus infidelidades, tienen más resonancia que las bombas cayendo sobre la ciudad.