La última revolución del siglo XX en el hemisferio occidental, que culminó militarmente en 1979 con la participación de unos muchachos de apariencia desarrapada en Nicaragua, no sólo sirvió para expulsar a una de las más feroces dictaduras apoyadas por Washington en la región, la somocista, sino también para dar al pueblo nicaragüense la democracia que no había conocido desde su nacimiento como nación. También sirvió para que el senador estadunidense John Kerry, luego candidato a la Presidencia, evidenciara en 1989, a través de un informe, cómo los principales funcionarios del Consejo de Seguridad del presidente Ronald Reagan usaron los recursos públicos de varias agencias de inteligencia para llevar aviones llenos de armas y dinero para los “contras”, y regresarlos a Estados Unidos cargados de drogas. Estos datos ayudan a explicar cómo la desproporcionada intervención de Washington en Nicaragua ha sido capaz de torcer su historia y causarle un inenarrable sufrimiento, luego de 14 intervenciones militares y una guerra (1980-1990), que le dejó, entre otras graves pérdidas, más de 60 mil muertos, la salida de 300 mil personas, sin contar discapacitados de guerra, niños huérfanos y fuertes migraciones internas. Asimismo, Nicaragua invirtió en 1981 cerca del 50 por ciento de su Producto Interno Bruto (PIB) para sostener el esfuerzo de guerra no declarada por Estados Unidos. No por casualidad la Corte Internacional de Justicia de la Haya acusó, en 1987, a Estados Unidos por su agresión, sentenciándolo a pagar una indemnización que el gobierno sandinista calculó en cerca de 14 mil millones de dólares (MMDD). Sólo para tener una idea de esta cifra, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, en 2007, el PIB de Nicaragua era apenas de 5 mil 294 millones de dólares y exportaba, aproximadamente, 1 mil millones de dólares anuales de productos.

El próximo 19 de julio se cumplen 30 años del arribo al poder de los sandinistas y 19 años de que lo abandonaron, dando una prueba de la democracia que habían llevado a Nicaragua, pues no existía precedente ahí de un régimen que, habiendo llegado por la fuerza de las armas, se fuera por la fuerza de los votos. Pero el pueblo que votó entonces no fue el único que expulsó a los sandinistas, luego de 10 años de guerra, terrorismo, sabotajes, asesinatos múltiples, compra de líderes y corrupción, que llenó las bolsas de los líderes de la contra y de los militares hondureños y salvadoreños que se prestaron para apoyar a la Central Intelligence Agency en la “guerra de baja intensidad”, ordenada por el vaquero de la Casa Blanca, Ronald Reagan. Quien también expulsó a los sandinistas, chantajeando el voto de los sufridos nicaragüenses, fue el gobierno estadunidense, aunque aquella revolución auténtica, pero frustrada, ya no es en 2009 la que presume el nuevamente presidente Daniel Ortega y su grupúsculo oligárquico que hoy controla el poder mediante turbios acuerdos con sus “enemigos políticos” del Partido Liberal.

Así, el hecho más determinante para la suerte de la revolución que arrancó en 1961, con la fundación del Frente Sandinista de Liberación Nacional por Carlos Fonseca y otros revolucionarios, es que ocurrió en plena Guerra Fría, y básicamente por el cambio de administración, en enero de 1981, de Jimmy Carter por el actor Reagan. Como se sabe, Carter había sido razonablemente tolerante con los sandinistas, al grado de que Somoza lo acusó de que “lo había traicionado”, pues en junio de 1979 el secretario de Estado, Cyrus Vance, solicitó a la Organización de los Estados Americanos “el repudio internacional contra el régimen de Somoza”. Así, la llegada de Reagan no fue buena para los sandinistas, ya que los teóricos conservadores del Comité de Santa Fe convencieron al presidente de que el declive de su hegemonía en la región se debía a los “errores del gobierno de Carter”, por lo que era corregible y también reversible. Para restaurar la hegemonía se proponía una política de inversiones y el ejercicio de la fuerza militar. En tal virtud, la junta cívica que sucedió a Somoza y luego el gobierno de los comandantes encendieron las alarmas en la Casa Blanca. Obviamente, el “mal ejemplo” del socialismo cubano y su alineamiento a la Unión Soviética eran el primer temor de Washington y por eso, en 1983, la minúscula isla de Granada, también declarada socialista por Maurice Bishop, fue objeto de una operación militar: el mensaje era claro. Después, la feroz invasión de diciembre de 1989 para derrocar a Noriega, casi coincidió y hasta contribuyó, indirectamente, con la caída del sandinismo dos meses después. Y en El Salvador y Guatemala tampoco las fuerzas guerrilleras estaban para soportar el despojo a esos pueblos por una clase dominante sanguinaria y dependiente de Washington que, en sus peores momentos, mandó asesinar (D’Aubuisson) al arzobispo Arnulfo Romero e incendiar la embajada de España para liquidar a sus opositores ahí refugiados.

En 2006, poco antes de perder las elecciones ante Daniel Ortega, el presidente conservador Enrique Bolaños me comentó, en mi calidad de encargado de negocios de México en Nicaragua, que el país “estaba muy bien antes del invento sandinista, pues era gran productor y exportador a los mercados centroamericanos, había una baja inflación y no había hambre”. Evidentemente para él, la revolución sandinista no se debía a que la tal riqueza no salpicaba a los trabajadores, los campesinos, al pueblo en general y tampoco a la ausencia de elecciones creíbles. Pero la revolución dio a Nicaragua seguridad de su poder, dignidad, organización y capacidad para liberarse de la dictadura y, como afirma la doctora Verónica Rueda, experta en el tema nicaragüense adscrita a la Universidad Nacional Autónoma de México, les ofreció “una mejor distribución de la tierra, mejor acceso al crédito, una ejemplar campaña de alfabetización, varios premios internacionales, entre ellos, el de la excepcionalidad en materia de salud de la Organización de las Naciones Unidas por la amplia campaña de vacunación; una ley de autonomía y la inclusión de los indígenas en el discurso nacional; participación política de amplios sectores de la sociedad, el desarrollo de los movimientos gremiales y sectoriales, incluido el de las mujeres a niveles muy superiores en comparación a otros países de la región y, sin lugar a dudas, la democracia que se vive en Nicaragua, que si bien es perfectible, es un logro importante”.

Lamentablemente, a la salida de los sandinistas en 1990, siguieron 16 años de feroz neoliberalismo, que equivalieron a otra guerra de saqueo contra esa sufrida nación; y también el huracán Arnoldo Alemán, uno de los presidentes más corruptos del mundo, sentenciado a 20 años de cárcel y liberado, casi sin cumplir la pena, por su amigo Daniel Ortega, tras un vergonzoso pacto previo para dividirse las instituciones y que, entre otras cosas, permitiría que este último pudiera volver a alcanzar la presidencia con apenas un mínimo del 35 por ciento de los votos (obtuvo 38 por ciento). Pero ésa es otra historia. Lo que sí es que Ortega y su familia, junto con Alemán, están a punto de configurar un segundo somocismo con lenguaje neopopulista: esto lo reconocen el resto de los comandantes revolucionarios que ya no acompañan a Ortega, y también Sergio Ramírez y el digno poeta Ernesto Cardenal pueden confirmarlo.