Con los años 60: la sociedad ecuatoriana había agotado sus posibilidades de respuesta a un mundo en plena reverberación. En el mundillo literario local, algunos representantes de la magnífica literatura realista de los años 30 habían trocado sus plumas beligerantes por los mullidos sillones de instituciones oficiales y por el cóctel y el aperitivo diplomático en ciertas embajadas.

El ambiente cultural del Quito de entonces estaba sumido en el marasmo de los elogios mutuos entre los “aristócratas personajes” de una literatura pretendidamente culta, mas “ingenuamente provinciana”, que pretendía eludir entre bocadillos y cócteles su responsabilidad política y social, difundiendo a los cuatro vientos la imagen del escritor romanticón y sensiblero, con un delicado tonito nerudiano, mal aprendido y, peor, muy mal asimilado.

Sin embargo, la Revolución Cubana ocurrida en 1959 había constituido un golpe a la conciencia latinoamericana, no solo en el nivel de las concepciones políticas y sus prácticas, sino también dentro de los procesos artísticos y culturales. Así pues, las corrientes vanguardistas de la época pretendían encomendar a la literatura que se constituyese en clave y pivote de una conciencia beligerante, y que aportase a la transformación de “la realidad social”.

A inicios de los sesenta se constituye en Quito el movimiento Tzántzico (reductor de cabezas), que surge con la intención de buscar “una voz nueva”, “un hablar verdadero” del poeta humano y del artista, y constituirse también en una vanguardia provocadora hacia nuevos derroteros de una “poética ecuatorial”. Son ellos quienes editan desde 1962 hasta 1969 la Revista Pucuna, con cubiertas negras en formato libreta y en papel periódico, distribuidas en insólitos y teatrales actos de difusión masiva en aulas universitarias y sindicatos, donde los tzántzicos parodiaban y provocaban a aquellos otros sus rivales del grupo Caminos, retratados caricaturescamente vestidos de frac, misal de curita y corbatín de académicos.

Alfonso Murriagui, al igual que otros jóvenes escritores del movimiento tzántzico, sienten que la literatura elitista en decadencia no cumple con sus expectativas, e irrumpe en la escena artística ecuatoriana haciendo parte de una joven intelectualidad quiteña, que se inquieta y se rebela frente a aquel medio conventual, pacato y provinciano; posicionando desde entonces su imagen de escritor político y polémico; asumiendo su responsabilidad generacional y desarrollando, a partir de entonces, una obra relativamente poco difundida y convenientemente oculta por el sistema y sus leales voceros del “desencanto”, pero tercamente imaginada, escrita y re-escrita y cien mil veces meditada antes de su publicación.

Así, en la punta de los dardos envenenados de Pucuna podemos rastrear ya la voluntad de Alfonso Murriagui, escribiendo sus primeros cuentos y poemas políticos y aportando con su madurez al surgimiento de nuevas voces poéticas, que en aquellas legendarias páginas conversan, interpelan e imprecan al escritor oficial y al sistema que lo engendra y mantiene. Alfonso Murriagui hace parte desde entonces, con Ulises Estrella, Euler Granda, Rafael Larrea Insuasti, Raúl Arias, Humberto Vinueza y Marco Muñoz Velasco, de la generación poética de los sesenta en Quito, e interviene como fogoso activador del movimiento tzántzico, aportando con su voz al coro de otras voces nuevas en el ensayo, como aquellas de Agustín Cueva, Bolívar Echeverría, Fernando Tinajero, José Ron, entre otros.

Para entonces, una poética revolucionaria florece en su mente, la política y la izquierda han entrado irremediablemente en su vida, es elegido Vicepresidente de la Asociación de Escritores Jóvenes del Ecuador en 1965 y con los primeros y vitales tzántzicos dice: “Mirar a nuestro pueblo, y no hacer nada por él, es reconocer que nacimos castrados y que moriremos vendidos, amén.”

Así, Alfonso Murriagui es el primer poeta tzántzico en publicar un libro personal: el “33 Abajo”, que fue editado en 1966, en la Editorial de la Universidad Central. En aquella obra ya aparece el germen de su poesía comunicante, antipoética y mordaz, sarcástica con el sistema y con quienes estaban (y aún siguen estando) en el poder y que lo defienden. Asumiendo la voz poética del “nosotros” hace parte del todo, de la masa, de “los de abajo”, no de las minorías ni de las elites; así, el libro empieza con una imprecación: “Somos hartos los que estamos HARTOS”.