Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua española, la palabra “insultar” significa ofender a uno con palabras o acciones.

Insulto es la acción o efecto de insultar, acometimiento o asalto repentino y violento.

He querido hacer una aproximación teórica del insulto, a propósito de lo que ocurre actualmente en el Ecuador en las cadenas sabatinas del Presidente de la República, Rafael Correa.

¿Qué me autoriza en este intento?, el ser al mismo tiempo mandante y demandante, por lo que me alejaré lo más que pueda del insulto como hecho político en sí mismo, para desbrozar los desfiladeros del inconsciente del insultador.

Desde el punto de vista psicoanalítico, el discurso del insultador es similar al discurso de la histérica. La histérica, intenta anular al amante convertido en opositor por lo que busca llamar su atención, aun si para aquello ha de descalificarlo e insultarlo. Con ello, por un lado desconoce a quien le proveyó goce sexual, y por otro, reafirma su egocentrismo.

Políticamente el escándalo y el insulto son recursos mediáticos efectivos y eficaces. El insulto no es nuevo en el concierto de la política mundial, pues suele ser utilizado por los políticos que pueden tener muchas ideas pero pocos argumentos para realizarlas.

En el caso del personaje que nos ocupa, es como si inconscientemente dijera: “Bienvenido el mandante siempre y cuando no me refute nada”. Ese y no otro es el lugar del académico tradicional, el lugar del sabelotodo, pero, ¿quién puede saberlo todo? En su caso, el insulto se entrampa entre lo pseudoacadémico y lo políticamente correcto.

El insulto resulta ser una triada que provoca placer a quien lo profiere, hilaridad a quienes se identifican con tal o cual insulto, y enojo al blanco al cual va dirigido, produciéndose una suerte de espejismo de la palabra. El insulto puede revertirse contra quien lo emite, en una suerte de borramiento, pero como dice el dicho popular: “Palabras sacan palabras”, la reacción ante un insulto, aunque tardía, es la réplica.

Nadie que yo sepa puede hacer oídos sordos a un insulto, he ahí uno de los orígenes de la violencia verbal. Solo así se explica la incontinencia verbal indiscriminada, la verborrea y el academicismo virulento del gobernante en mención.

“Que se hable no quiere decir que pueda decirse todo, y menos que pueda decirse toda la verdad”, es allí donde el insulto y el insultador falsean, y al hacerlo suman seguidores y detractores. “No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, reza también el dicho popular. El insulto celebrado por el insultador, puede convertirse en su incisión, pues el insulto es la posada que alberga la cólera. Parafraseando a Marcel Proust: “En verdad cada insultador, cuando insulta, es el insultador de sí mismo”.

¿Cómo entender que el Presidente Rafael Correa luego de su colección de epítetos e insultos, inclusive de corte racista y de resentido social, llame al diálogo a quienes en su momento apoyaron su proyecto político de izquierdas como la UNE y la CONAIE?

El verdadero diálogo no consiste en entender lo que el otro dice, sino en atender la demanda de los mandantes. En el verdadero diálogo no importa ya lo que las palabras expresan sino lo que movilizan.

Ante el monólogo del Rafael Correa, los pueblos y nacionalidades, los movimientos sociales de obreros, estudiantes y campesinos, al constatar insultadas sus demandas, su respuesta ha sido la organización y la movilización.

Finalmente, “El insulto es un halago disfrazado”. Este enunciado, lacanianamente hablando, podría reasumirse así: “Lo que se diga queda olvidado, tras lo que se dice en lo que se escucha”.

Mucho me temo que tras un insultador profesional como Rafael Correa, haya un autócrata con ínfulas de tirano.