Pero ésta es, por el momento, una variable secundaria que no explica las históricamente difíciles relaciones de Colombia y Venezuela, pues ambos países comparten graves problemas fronterizos: 2 millones de refugiados colombianos en Venezuela, diferencias por el tráfico de drogas y por una fuerte guerrilla colombiana que nació cuando Chávez y Uribe aún eran niños. Sus líderes también comparten un uso político electoral de las rivalidades que les sirven para unificar a la nación y les permiten, en tiempos de guerra o amenazas bélicas, el decidido apoyo de sus nacionales para elevar el rating político de los mandatarios, si sus bonos están debilitándose o buscan una reelección, exactamente como sucede ahora con Hugo Chávez y Álvaro Uribe, según encuestas recientemente publicadas.

Esta segunda variable explicativa pesa, de momento, más que el despliegue estratégico de Washington con su IV Flota, el Plan Colombia y su corolario: las bases militares que ocupará en ese país y que corresponden a una estrategia de mediano plazo (quizá de tres a seis años), para recuperar, si es necesario por la fuerza, la influencia, los recursos económicos y la alineación política en esta región que ellos consideran su último bastión geopolítico.

Así, la amenaza de Washington sobre Caracas tiene su propia lógica, que si bien no corresponde al interés del pueblo colombiano (y menos del venezolano), sí tiene el apoyo del gobierno de Bogotá para seguir recibiendo y especulando, con fondos de los contribuyentes estadunidenses para combatir a una guerrilla y a unos narcotraficantes que no ha logrado vencer ni vencerá a corto plazo, aunque Uribe presuma que los tiene dominados, pues si eso fuera verdad, entonces no se justifica la desproporción de permitir al Pentágono instalarse en siete bases militares, aun contra la preocupación del resto de los países suramericanos, especialmente de Brasil, que independientemente de la rivalidad que por imagen mantiene Chávez con Lula, este último no podría tolerar una hipotética guerra entre vecinos que internacionalizara el conflicto en toda la región Andina y propiciara la entrada militar directa del Pentágono en las puertas blandas de la Amazonia (rico, estratégico y desprotegido territorio fronterizo brasileño). Este escenario es una pesadilla que ni histórica ni contemporáneamente Brasil permitió ni permitirá, pues conoce los numerosos planes que se han elaborado en Estados Unidos para tener un pie puesto en la Amazonia.

Puede afirmarse así que al alertar a Chávez verbalmente y a Uribe diplomáticamente, el fantasma de una guerra con el vecino sólo quedará de momento en eso, pues un conflicto armado no está en el interés de los pueblos de esa región y sus costos nacionales e internacionales serían catastróficos respecto de sus beneficios, sin que ello descarte que un gobierno militarista como el de Uribe –como lo perciben los gobiernos latinoamericanos– pudiera en un momento coyuntural, que aún no ha llegado, desatar un conflicto, luego de una escaramuza fronteriza por la guerra de baja intensidad que se libra contra Venezuela.

Y en este tenor, la todavía reciente invasión colombiano-estadunidense a Ecuador, para asesinar a Raúl Reyes y a varios mexicanos aún no reivindicados, ilustra el caso, pues inmediatamente la imagen de Uribe y del presidente Correa se revalorizaron internamente, no porque los pueblos quisieran la guerra, sino porque en estos extremos la población tiende al apoyo de quien cree capaz de protegerlo; pero la relación económica entre los dos países (y luego con Venezuela) recibió un golpe casi mortal. El intercambio entre los tres vecinos se redujo a la mitad; y si Colombia no recibió petróleo, Venezuela no recibió alimentos y otros insumos, vitales para ambos en momentos en que el combustible estaba a la baja por el inicio de la última crisis financiera internacional.

Así, en estos momentos de dificultades económicas y sociales para Chávez (electricidad, agua, precios petroleros, embestida mediática, etcétera), aumentar el gasto militar (ahora el cuarto lugar regional) tendría un costo político interno muy elevado. Por eso parece que el mensaje de Chávez para prepararse a una guerra para la cual no está sólidamente pertrechado, considerando la envergadura de la amenaza, va dirigido a sensibilizar a todos sobre lo que eso puede significar; pero también va dirigido a Estados Unidos, que en este momento tampoco estaría en aptitud de envolverse en una guerra contra Caracas por varias razones. En principio, a Washington le preocupan más sus intereses que su imagen, en contraposición al mensaje que Obama ha querido hacer llegar a la región, luego de la debacle provocada por Bush en su lejana relación con el área. Pero la reciente intervención de Washington para derribar a Zelaya indica que, como inauguración de su supuestamente renovada presencia en la región, Barack Obama quedó reprobado. Pero de ahí a apoyar abiertamente a Colombia en una guerra contra Chávez es algo más grave que una simple disputa diplomática o una escaramuza política con un payaso como Micheletti, amén de que acabaría por destrozar la deteriorada imagen de Estados Unidos y, sin duda, la de su presidente, porque lo envolvería en una guerra no convencional e incontrolable en los Andes, que por necesidad Chávez se encargaría de internacionalizar aún más; y todo esto, en un escenario regional que, por el momento, no le es favorable a la Casa Blanca, aunque Barack Obama, como persona, aún sea visto con simpatía en Latinoamérica.

Por eso, la estrategia contra Chávez es a mediano plazo, en espera de que Washington acabe de reforzar las bases militares que le facilita Colombia, y de que las circunstancias políticas regionales le sean más favorables, situación en la que parece coincidir involuntariamente con Fidel Castro, quien recientemente escribió que espera la aparición de algunos gobiernos derechistas en la región para los próximos años.

En esta tesitura de hipotética guerra regional que complicaría profundamente el escenario internacional de un Estados Unidos enfrentado en Irak, Afganistán y Pakistán, y con la severa crisis económica interna, el Pentágono no podría resolver una ecuación tan compleja y de una forma necesariamente rápida, a riesgo de un empantanamiento costoso o de que, para solucionarlo, tuviera que tomar directamente Caracas; lo que evidenciaría que Chávez tenía razón al propagandizar las verdaderas intenciones de Washington.

El costo en imagen para Estados Unidos podría ser determinante para la suerte de una aventura militar junto a Colombia, y sin que esto asegurara que Chávez fuera derrotado.

Por otra parte, se conoce que Brasilia tiene una buena relación diplomática con Washington, pero no suficiente para aguantar su unilateralismo, como lo evidenció al no apoyar sus aventuras en Irak y Afganistán; también al adversar el Plan Colombia; al condenar el golpe de Estado contra Chávez en 2001; al proponer y apoyar la creación del Consejo Sudamericano de Defensa; al cuestionar las bases que el Pentágono utilizará próximamente en Colombia; al oponerse al Área de Libre Comercio de las Américas, apoyando indirectamente a Chávez y a Kirchner en 2005. Y, para colmo, los países andinos son también sus importantes socios comerciales. En síntesis, una gran alarma que obligaría a los socios suramericanos de Brasil, especialmente Argentina, sumados los países de la Alba, a la activación urgente de los mecanismos diplomáticos, políticos y también militares que fueran necesarios, empezando por el Grupo de Río, pues la intervención de la Organización de los Estado Americanos (OEA) no generaría consenso, máxime cuando fue ridiculizada y borrada de un plumazo por el Departamento de Estado en el mencionado golpe de Estado contra Zelaya.

Por lo pronto, Brasilia ha ofrecido sus buenos oficios como mediador ante Chávez y Uribe, aunque no se conoce la respuesta de ambos. Sin embargo, esto traduce que Itamaraty no se quedará con los brazos cruzados, como no lo hizo con la reciente crisis entre Colombia y Ecuador en Honduras, que está más lejos de sus fronteras. Por eso sería imposible una ausencia de Brasil en el conflicto entre Colombia y Venezuela. Con ello, Brasil tendría, merecidamente, el boleto que necesita para ingresar al Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Y México por su parte, que ya no es un jugador de peso en la región, se encontraría en severas dificultades para mediar en este asunto, aunque quisiera, así se trate sólo de una mera disputa diplomática, porque sus compromisos con Washington y Bogotá son evidentes, aunque se vería obligado a una actuación multilateral con el Grupo de Río y la OEA, donde quizás ya hace consultas para no verse directamente involucrado en un problema que requeriría, por lo menos, alineaciones diplomáticas muy definidas.

En síntesis, puede afirmarse que en el corto plazo no se contempla una guerra Colombia-Venezuela, y tan lo sabe el presidente Correa que acaba de intercambiar encargados de negocios con Colombia. Y de su parte, Bogotá no iniciará una guerra si no tiene el permiso –dije permiso– de Washington; además de que Álvaro Uribe no olvida que fue criticado por Obama durante su campaña presidencial por sus relaciones con el paramilitarismo, por los derechos humanos violados y otras cuestiones, como para que alegremente el presidente estadunidense arriesgara su todavía buen prestigio personal en la región por un socio con credenciales tan desprestigiadas a nivel latinoamericano como Uribe.

De cualquier manera, es de preverse que en la frontera de Colombia con Venezuela continuarán las escaramuzas mientras Uribe no tenga interés en mejorar las relaciones con sus vecinos (como acusan sus críticos colombianos), jugando con un fuego que puede incendiar fácilmente la pradera. Asimismo, debe comentarse que la visión interesada de los sectores conservadores estadunidenses y sus aliados en los medios de comunicación, especialmente colombianos y venezolanos, continuarán ocultando, haya o no conflicto militar, que Colombia es el segundo comprador regional de armas (y el primero a nivel de Producto Interno Bruto) y que su demostradamente agresivo ejército es más numeroso que el de Venezuela y Ecuador juntos. Esto no lo reflejará la alharaca que Álvaro Uribe hace ahora en la OEA y la ONU para aparecer como ‘pacifista’, ayudado por su cara de inocente pastor puritano. Chávez sólo hace ruido, pero Uribe puede mandar asesinar, también, fuera de su país. Ecuatorianos y mexicanos, lo sabemos muy bien.