Cuando escuché en la radio la noticia de su fallecimiento, enjugué una lágrima añorando la amada juventud. Uno puede llorar de tristeza, de alegría pero también de agradecimiento. Roberto Sánchez se llamaba. Como El Gitano o Sandro de América lo conocimos los amantes de la balada romántica.

Recuerdo al argentino Sandro en un concierto a finales de los 80 realizado en una discoteca de la capital ecuatoriana. Por entonces, yo acababa de cumplir 18 años y con un grupo de amigos de la Facultad de Psicología de la Universidad Católica de Quito, nos fuimos a festejar aquel acontecimiento. Después de una buen bailache de música disco, fiebre de sábado por la noche y la Isla Bonita de Madonna, empezó el show de medianoche Casteways Discoteque.

El escenario con el piso de luces negras, psicodélicas y cenitales, una enorme esfera de espejos girando lentamente y cámaras de humo, recibieron a un monstruo de la canción cantando micrófono en mano, la gruesa cadena colgándole sobre el pecho desnudo, la camisa estilo hippie, el cinturón grueso con hebilla dorada, sus pantalones acampanados que medían 40 cms de basta, los zapatos de plataforma, las patillas gruesas a lo Elvis Presley.

Sus movimientos de cadera se reflejaban en los espejos que iban de pared a pared y hacían delirar desde las más jovencitas hasta las más cuchas. En medio de los gritos histéricos de las nenas como él siempre llamó a sus fans cantaba: “Así, como una rosa desecha por el viento/así como una rosa reseca por el sol/ así como se arroja de costado un papel viejo/ así mi alma tu imagen arrojó”. Luego prosiguió con El Maniquí: “Dime porqué me abandonaste/ o acaso no lograste las cosas que soñabas/ no viste con que ganas que yo trabajaba luchando sin descanso para darte mi abrigo/ o acaso no entendiste que te amaba/ como quiere una amante, como quiere un amigo…”

Centenares de flores, docenas de sostenes y calzonarios (todavía no se denominaban brassieres o tangas) fueron arrojados desde los cuatro puntos cardinales. Su voz sensual y nicotínica con un dejo de tristeza, heredera del arrabal y los tangueros argentinos eran letales puñaladas en el alma y el corazón al interpretar: Porque yo te amo: “Por ese palpitar, que tiene tu mirar/ yo puedo presentir que tú debes sufrir/ igual que sufro yo por esta situación/ que nubla la razón/ sin permitir pensar…” o en Penumbras: “Tu boca, sensual peligrosa/ tus manos la dulzura son/ tu aliento fatal fuego lento/ que quema mis ansias y mi corazón.”

Aquella noche, la diva de las mareas como bauticé a una dama a quien amaba en secreto, partía a estudiar en la Universidad de Motpellier en Francia. Aún conservo una fotografía que cada cierto tiempo la saco del baúl de los recuerdos para contemplarla mientras escucho Trigal: “Trigo maduro hay en tu pelo/ rubor quizás la luz del sol/ yo soy el dueño de tu fruto/ soy el molino de tu amor...”

Sandro tuvo excelentes dotes de declamador como lo demuestra en el poema El amante: “Pues si hoy en adelante/ te llevo a vivir conmigo/ será peor el castigo que la gente nos depare / pues mujer que se separe del legítimo marido / por otro que ha elegido para darle sus amores / será causas de viles rumores / de calumnias humillantes / aunque siempre por delante / la tratarán de señora.”

La canción dirigida a la madre particularmente me conmueve por su capacidad histriónica que raya en el tormento: “Pobre mi madre querida / cuantos disgustos le he dado.. / Hijos que madre tenéis/ oye esta voz que retumba/ quererla mucho debéis/ y si muerta la tenéis/ lloradla sobre la tumba”.

La canción que el gitano solía cantar para demostrar la alegría de vivir era: Una muchacha y una guitarra. “No quiero que me lloren/ cuando me vaya a la eternidad/quiero que me recuerden como a la misma felicidad/ pues yo estaré entre las piedras y en el palmar/ estaré entre la arena/ y sobre el viento que agita al mar”.

¿Adiós a una muchacha y a una guitarra? Ambas, junto a Sandro permanecerán imborrables mientras no queden las ganas de amar.