El presupuesto estadounidense para la Defensa ha crecido sin cesar desde 1995, año en que el Congreso impuso al presidente Clinton una campaña de rearme del país y la política tendiente a aprovechar la desaparición de la URSS para dominar el mundo. Pero este rearme se hizo rápidamente incontrolable. Desde la época de Ronald Rumsfeld y su célebre discurso del 10 de septiembre de 2001, Washington ha fracasado en sus esfuerzos por reformar el Pentágono.

Desde el comienzo de la crisis económica, el Estado Mayor ha tomado en cuenta las advertencias del secretario de Defensa Robert Gates y admitió la necesidad de realizar drásticos cortes presupuestarios. Hasta este momento, el Pentágono ha renunciado al programa del F-22 Raptor y decidió limitar los «gastos no planificados» del programa F-35 Lightning II (JSF).

Pero el esfuerzo más importante sigue pendiente y se trata del que debe poner término al despilfarro del «escudo antimisiles». El teniente general Patrick O’Reilly, director de la Agencia de Defensa Balística, anunció el 22 de marzo que no se pagarán los elementos del escudo antimisiles cuya eficacia no esté plenamente garantizada.

Algunos expertos ya expresan su inquietud en cuanto a los criterios que se aplicarán en ese sentido. El problema consiste en que son los fabricantes quienes deben probar la eficacia de las armas que producen y lo que ya demostraron en el pasado es que no escatiman en trucos cuando se trata de promocionar sus productos.

En cuanto al apoyo de Robert Gates, medio centenar de oficiales superiores en retiro enviaron a los miembros del Congreso una carta en la que los exhortan a rechazar las presiones de los cabilderos del complejo militaro-industrial y a votar a favor de las mencionadas restricciones presupuestarias, que constituyen una urgente necesidad.

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