Veracruz, Veracruz. Como hace 500 años, desde que en este puerto atracara la expedición del español Juan de Grijalva, se convirtió en la principal puerta marítima de México por su ubicación geográfica y capacidad para captar flujos comerciales: 11 muelles de 3 mil metros de longitud, donde anualmente descargan 18 millones de toneladas de mercancías declaradas, más los millones que pasan sin dejar rastro, lícitas e ilícitas mezcladas en miles de contenedores provenientes de todas partes del mundo, desde el perfume parisino que entra con pedimentos de importación, hasta las latas de atún rellenas de cocaína.

En la geografía de la delincuencia organizada, éste es el principal punto de embarque y desembarque de la droga y contrabando de todo tipo, que trasiegan el cártel del Golfo y Los Zetas o también llamada La Compañía, desde Centro y Suramérica, para su distribución y consumo en México, Estados Unidos y Europa, desplazada en las legendarias rutas usadas por los bergantines oriundos del Viejo Continente, asechadas por piratas y corsarios.

De acuerdo con un informe de la Procuraduría General de la República (PGR), actualmente el Puerto de Veracruz tiene presencia de las organizaciones Carrillo Fuentes o cártel de Juárez, Osiel Cárdenas o cártel del Golfo, y de Los Zetas. Las declaraciones de testigos protegidos ante la PGR, agencia antidrogas estadunidense y Oficina Federal de Investigaciones, publicadas por Contralínea, ubican el afianzamiento y diversificación de las células de dichas organizaciones criminales en los primeros años de Vicente Fox, cuando incluso algunos jefes y cerebros financieros, como Albino Quintero Meráz, alias el Beto, o Tomás Ochoa Celis, el Tommy, mando de Los Zetas, también conocido como el Zar de Costa Esmeralda, se asentaron a vivir en municipios como Boca del Río y Medellín.

Beto Marcos, el oficio en la sangre

En esta zona, donde bajo el auspicio oficial la delincuencia organizada tiene un control absoluto y consensos que pocas veces dan lugar a enfrentamientos, donde el trasiego a gran escala se hace vía buques transoceánicos por cuenta del cártel del Golfo y la distribución se reparte con Los Zetas, donde todos en la aduana saben qué contenedores no pasan revisión y en las calles negocios como la piratería, los giros negros y el narcomenudeo son exclusivos de los de la letra, pocos reporteros documentan tales asuntos; uno de ellos era Roberto Marcos García García; indagaba la implicación oficial en las tienditas cuando 12 balas asestadas a mansalva le segaron la vida.

García García, jefe de información de la revista Testimonio y corresponsal de Alarma!, fue acribillado el 21 de noviembre de 2006 en las cercanías del puerto. Su asesinato es el más violento de Veracruz en contra de un periodista. Demasiada saña, demasiado plomo; antes de acribillarlo lo atropellaron.

De eso han pasado más de tres años, pero su torso perforado y la masa amorfa en la que quedó convertido su rostro quedaron grabados en las instantáneas que aún circulan por la red y las que guardan los archivos hemerográficos como testimonio contundente de los aciagos tiempos que vive la prensa mexicana, en los cuales la censura se aplica al ritmo de plata o plomo, en la tonada del viejo adagio de la mafia.

Balbina Flores Martínez, representante en México de Reporteros Sin Fronteras, organización internacional que registra y da seguimiento a los agravios contra periodistas y trabajadores de los medios de comunicación, explica el impacto que tienen los crímenes contra periodistas: “El primer impacto es el temor en los compañeros más cercanos al reportero agredido o asesinado, lo siguiente es la autocensura. Después de un agravio, el mensaje es claro para el periodista: él estaba investigando algo o publicó algo, por eso lo mataron; tú puedes ser el siguiente. También provoca la censura institucional de los medios de comunicación en algunos temas”.

Si nos atenemos a su consideración sobre el mensaje tácito que hay en cada homicidio de un periodista, el de Roberto Marcos fue bastante explícito para sus compañeros y colegas, por eso hoy en Veracruz casi nadie inquiere sobre temas espinosos. Optaron por el silencio; evitan el plomo.

Las últimas horas

Roberto Marcos tenía por costumbre beber una taza de café negro por la mañana después del baño y antes de salir de su casa. Invariablemente a las ocho ya estaba en la calle para “checar la información del día” y no regresaba antes de las tres de la tarde, justo a la hora de la comida, para luego trasladarse a la redacción de Testimonio, en el segundo piso de una imprenta ubicada en la colonia Miguel Alemán, en la zona centro, a unas calles del recinto portuario. Pero aquel martes 21 de noviembre rompió la rutina, se levantó pasada la madrugada y rechazó la humeante taza del aromático que María Guadalupe le ofrecía.

?No mi’ja, se me hace muy tarde –musitó para luego pedirle que por favor le preparara su comida favorita: salsa de carne molida. Ella asintió, afanada en cumplir los gustos de su esposo, como cada día, durante los 27 años de matrimonio.

Antes de dos horas, Roberto ya estaba de vuelta. Escuchó sorprendida el ruido de la motocicleta Honda color gris plata que entre los dos compraron en abonos. “¿Y ahora?”, le preguntó sorprendida sin obtener respuesta. Quiso que se bañaran juntos y luego le pidió un café; se preparó para salir de nuevo.

En la calle, entre el ruido del motor encendido le hizo 1 mil recomendaciones, la tomó de las manos y le encargó a la familia, en especial a Vania, la nieta que criaron como hija.

* Lupe, perdóname! –soltó de pronto.

* Pero Beto! ¿De qué te voy a perdonar? –le contestó sonriendo un tanto divertida. El invierno estaba cerca y en el puerto arreciaba un viento frío. Roberto Marcos vestía sudadera azul con blanco y jeans de mezclilla.

* Perdóname y cuida mucho a mi nieta! –suplicó evasivo mientras giraba las muñecas haciendo rugir el motor. El tiempo se hacía corto, pasaban de las 10 de la mañana y tenía una entrevista a 19 kilómetros de distancia, en Mandinga –municipio de Alvarado– con alguien del Agrupamiento Marítimo, Fluvial y Lacustre de la Secretaría de Seguridad Pública.

La motocicleta enfiló hacia la amplia avenida. Dejó atrás la humilde casita de techo de lámina que Roberto Marcos construyó con sus propias manos en un terreno entregado en dote cuando él y Guadalupe se casaron adolescentes y procrearon a sus tres hijos: Divina, Elizanda y Azael, el hijo varón malogrado en el parto.

La casita de cuatro paredes añadidas con desechos de madera entintada en un verde chillante hacía las veces de oficina para que el periodista Beto Marcos recibiera testimonios y denuncias de los pobres sin derechos que de ninguna manera tenían voz en otros medios de comunicación: comerciantes extorsionados, trabajadores abusados, huérfanos desvalidos, vecinos agobiados por el flujo de las narcotienditas o padres de familia desesperados porque en el puerto las drogas se compran tan fácilmente como las aspirinas.

Desde el quicio de la desvencijada puerta, María Guadalupe lo despidió con la palma de la mano hasta que sus ojos lo perdieron de vista. Nunca más lo vería con vida.

La noticia

Debió sostenerse de ese mismo quicio para no caer. Las piernas se le volvieron de trapo y su mente se convirtió en un mar de confusiones al escuchar las palabras de aquel taxista que tocó a su puerta preguntando que si ésa era “la casa del periodista Beto Marcos”.

* No!, no es –respondió cortante en un primer impulso.

?¿No es? ¿No vive aquí Beto Marcos, el periodista?

* Bueno sí! ¿Para qué lo quiere? –inquirió desconfiada.

?¿Usted es su esposa?

* Ssssí!

?Vengo a avisarle que lo acaban de matar.

* No es cierto! –gritó contrariada.

?Lo acaban de decir en la radio. ¿No lo oyó?, lo mataron sobre la carretera, allá por La Matosa, en el rumbo de Antón Lizardo.

La quijada rígida, los dientes apretados. Sin sobresaltos, María sintió la orina que resbalaba entre sus piernas de trapo. “No es cierto”, musitó suplicándole con la mirada que le dijera que todo era una broma, que Roberto regresaría a la hora de la comida, como hacía dos horas se lo había prometido; pero no hubo una palabra más, el hombre en cambio desvió la mirada.

* Divinaaaa!… ¡Hijaaaa!, háblale a tu papá al celular porque este señor quién sabe qué mentiras me está diciendo –acusó asida al umbral. La noticia había sido difundida en un popular programa de la radio local, así que para esos momentos prácticamente todos en la colonia se había enterado. Los vecinos pasaban frente a su casa y agachaban el rostro, vergüenza reprimida por el dolor ajeno.

* Hijo! Ven acá –suplicó con un ademán a un sobrino que llegaba– ¿Tú sabes dónde queda eso de La Matosa?

* Sí, tía, ¿por qué?

* Es que dice, pero son mentiras… este señor dice que a tu tío lo mataron… son mentiras, yo lo sé. ¿Verdad hijo que son mentiras?

Regresaba de Alvarado sobre la carretera estatal Boca del Río-Antón Lizardo, cuando fue embestido por una camioneta PT Cruiser color gris plata, con matrícula 639-TTA del Distrito Federal. La motocicleta voló hasta estrellarse entre los matorrales; arrastrando a Roberto junto con la defensa de la camioneta que se enredó entre las llantas. Cuando yacía en el suelo, recibió los 12 impactos de una pistola calibre 9 milímetros, dos de ellos en la cara.

La motocicleta quedó hecha trizas, a unos metros, entre los pastizales, su cuerpo inerte, el rostro hinchado y la sudadera Discovery teñida de sangre. Los asesinos abandonaron la PT Crusier a unos kilómetros sobre la misma carretera; el parabrisas estrellado por el impacto. Seis meses atrás, el 31 de mayo de 2006, había sido robada en la capital del país.

Éstos son los primeros datos obtenidos por las autoridades policiacas casi inmediatamente después del crimen. Hasta hoy, los únicos oficiales. A pesar de que desde 2007 la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), de la PGR, atrajo la investigación, hasta hoy no se ha identificado a los responsables. En realidad, la indagatoria está prácticamente congelada y tanto la PGR como la SIEDO se negaron a explicar a Contralínea por qué congelaron la investigación que llevara a detener a los asesinos de Roberto Marcos.

Hay otros elementos que enturbian más el caso. Por ejemplo, Luis Daniel Tiburcio Andrade, director de Testimonio, dice que, durante 2007, policías judiciales asignados al caso le refirieron que la indagatoria estaba muy avanzada: “Me decían que ya iban a agarrar a los que mataron a Roberto, ‘dentro de muy poco vamos a tener resultados’, aseguraban, pero poco después estos mismos policías fueron muertos a balazos, uno en Cosamaloapan, otro aquí mismo en el puerto”.

Roberto Marcos fue el tercer periodista asesinado en el último año de gobierno de Vicente Fox, exactamente nueve días antes de concluir su sexenio. El caso dio la vuelta al mundo no sólo por la saña en el crimen, sino porque colocó a México en el segundo lugar en el ranking de los países más mortíferos para la prensa, sólo después de Irak, un país en plena guerra. Hoy México es el más mortífero.

La redacción de Testimonio es modesta, modestísima, aunque este medio de comunicación, fundado en 1991, dedicado básicamente a la nota roja, seguridad pública y narcotráfico, tiene influencia y corresponsales en los municipios más importantes de la entidad. La última vez que Roberto Marcos estuvo aquí, fue la víspera de su asesinato. Aquel lunes 20 de noviembre llegó a las siete de la noche, estacionó la motocicleta en la planta baja y subió a teclear la que sería su última nota: el suicidio de un niño de 11 años en una popular colonia de interés social.

Luis Daniel Tiburcio recuerda que estaba muy contento. Por esos días terminaba una investigación en la que publicaría la lista de las narcotienditas del puerto, como ya lo había hecho en otras ocasiones. Al medido día del día siguiente, recibió una llamada en su celular: “Sabes qué, Luis, acaban de matar a Roberto por la carretera de Antón Lizardo”. Hoy en la agenda de ese semanario ya no están esos temas delicados que publicaba Roberto Marcos.

Después del asesinato de Raúl Gibb Guerrero, director del periódico La Opinión de Poza Rica (ocurrido el 8 de abril de 2005), uno de los más influyentes en la entidad, el gobierno de Fidel Herrera Beltrán creó la Comisión Estatal para la Defensa de los Periodistas, que entre sus encomiendas tiene la coadyuvancia en las indagatorias judiciales. Entró en funciones el 26 de septiembre de 2006, así que el primer caso que le tocó investigar fue precisamente el de Roberto Marcos García. La Comisión tampoco ofrece indicios claros sobre el asesinato.

En entrevista, el titular, Gerardo Perdomo Cueto, asegura que son las autoridades federales las que empantanan las indagatorias de los crímenes contra periodistas. Se queja del supuesto bloqueo de información por parte de la PGR, pese a sus facultades de coadyuvancia. Recrimina la omisión e ineficacia de la Procuraduría que encabeza Arturo Chávez Chávez para investigar los homicidios de periodistas, lo cual, dice, se refleja en el perfil de los fiscales asignados a la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos cometidos contra Periodistas (FEADP).

Los datos que aporta el Comité para la Protección de los Periodistas, con sede en Nueva York, abonan al tema. Indica que el 85 por ciento de los asesinatos de periodistas ocurridos en la última década no ha dado lugar a investigaciones ni causas penales.

Complicidad por omisión

El de Roberto Marcos García es uno de los cuatro asesinatos de periodistas y comunicadores (los otros son los de Francisco Javier Ortiz Franco, Dolores Guadalupe García Escamilla y Enrique Perea Quintanilla) atraídos por la SIEDO, de los cuales ninguno se ha resuelto.

Perdomo destaca que de todos los asesinatos de periodistas en el estado de Veracruz, el de García es el que más apunta a un crimen vinculado a su ejercicio profesional, pues “en sus reportajes investigaba a las bandas de la delincuencia. Él fue un periodista valiente; decía cosas muy fuertes”. Pero la PGR a través de su FEADP desestima. En su informe de actividades correspondiente a 2007 dice que para esas fechas no conocía oficialmente de ningún homicidio de periodistas derivado de su ejercicio profesional.

Ante la negativa de las autoridades a explicar los hallazgos en este caso, los datos se reducen a la anécdota familiar. Divina García, la hija mayor del periodista, asegura que en las últimas semanas su padre recibió amenazas y, justo la mañana de su muerte, una llamada anónima.

María Guadalupe dice que a ella no le contó nada, aunque quizá fue, explica, “por mi hipertensión arterial, porque siempre que él investigaba algo delicado me ponía muy nerviosa y con taquicardias. ‘¡Ay Roberto, no te vayan a querer matar!’, le decía”. Sin embargo, las últimas actitudes de su esposo le despiertan la sospecha. En su memoria reúne a retazos pequeños detalles que la llevan a deducir que Roberto “presentía” su muerte:

“El domingo anterior fuimos al panteón a llevarle flores a nuestro hijo Azael. Yo lo veía muy nervioso. Luego fuimos al tianguis y me compró una blusa. A él no le gustaba que yo usara ropa oscura, pero ese día él me escogió la ropa y le dije: ‘¿oye, pero negra?’, dijo ‘si, y cómprate un chalequito’, y preguntó: ‘¿no hay negro?’. Le dijeron que no, hay azul marino, y dijo ‘bueno, entonces azul marino.

“Ese mismo día me dijo que pusiera el pinito de navidad, ‘¡Pero apenas es noviembre!, ¡siempre lo ponemos por el día 12 o 15 de diciembre!’; dijo: ‘¡no, ponlo ya!’, o sea, como que andaba muy acelerado, quería hacerlo todo rápido, como que se le acabañaba la vida. Esa misma tarde pusimos el arbolito y me dijo que quería que nuestra nieta lo viera y allí se sentó junto a ella. ‘¡Mira qué bonito se ve!’. ‘¡Hay Beto, tú estás bien loco!’, le respondí.”

No hay palabras para describir el dolor que María transpira por cada poro de la piel. Cuando habla de Roberto, su compañero desde que ella tenía 14 años, los ojos se le humedecen, las palabras se le ahogan. “No es lo mismo, con él se me fue la vida”, desfallece.

María pasa de la tristeza al llanto y del llanto a la rabia. Iracunda le reclama al marido ausente el faltar al pacto de unión eterna, comunión que recuerda sólo para ella, en una introspección involuntaria como en su cotidiana soledad donde la única compañía es la imagen de Roberto, enmarcada sonriente, en los cumpleaños de sus hijas: “Un día, antes de dormir, nos tomamos de la mano; yo le dije: ‘vamos a hacer un pacto, si tú te vas primero, no tardes en venir por mí, y si yo me voy primero, yo vengo por ti’… ¡Y ya pasaron más de tres años y no viene por mí! ¡Y lo único que yo le pido a dios es que me lleve!”.

El futuro de María sería aún más infausto. Justo al año en que mataron a Roberto, tuvo un accidente automovilístico en el cual sufrió fracturas múltiples de cadera y piernas; hoy depende de un bastón para poder dar algunos pasos. Ni siquiera tiene el consuelo de poder ir al panteón a dejarle flores. Al momento de su muerte, quedó en el desamparo; hoy depende por completo de la venta de cosméticos por catálogo para poder comer.

Esta historia exhibe otro agravio que enfrentan muchos trabajadores de los medios de comunicación en México: la inseguridad laboral y bajos salarios. En sus 30 y tantos años dedicados al periodismo, Roberto Marcos no pudo reunir patrimonio alguno para heredar a la familia. María cobró algunas quincenas hasta que el director de la publicación le dijo “que no me parara ya por allí”, así que ni indemnización ni finiquito.

Recién cumplidos sus 16 años, Roberto Marcos se inició como reportero en el periódico La Nación, luego estuvo en Notiver y El Dictamen, hasta que llegó a Testimonio, en donde, a pesar de tener el cargo de jefe de información y fungir también como redactor, su salario sólo alcanzó los 450 pesos semanales, monto que, por supuesto, no alcanzaba para cubrir los insumos de la casa, así que era María, con sus ventas de lo que fuera, la que sufragaba muchos gastos.

Al mismo tiempo fue corresponsal de Alarma!, la revista precursora de la nota roja en el país y, hasta la fecha, una de las de mayor tiraje y circulación en su rubro. Pero ésta no le pagaba un salario, de vez en cuando alguna “compensación”, aunque para Roberto, dice María, representaba la realización de su sueño de escribir en un medio de circulación nacional; en Alarma! también hacía ilustración, por cierto, con mucha habilidad. Al cabo de su asesinato, los directivos le enviaron a María un sobre que contenía un diploma para Roberto impreso en un lustre de baja calidad, una efigie de plástico de San Judas Tadeo, y una playera que, por cierto, era varias tallas menor a la de ella.

Así que, sin seguridad social de ningún tipo, cuando mataron a Roberto su esposa no tenía ni un quinto para enterrarlo. El director de Testimonio le ofreció “prestado” un ataúd. “¡Pres-ta-do!”, le aclaró. Algunos jefes policiacos y fuentes de información del reportero le compraron una caja color arena con los filitos dorados; el gobernador Fidel Herrera le donó un lugar en el Panteón Jardín.

Con el ataúd en hombros, hubo multitudinarias manifestaciones ante las oficinas de gobierno: exigían castigo a los culpables. Herrera Beltrán acudió al velorio para jurar justicia al gremio y prometerle a María que le arreglaría su casita. Sin embargo, ningún apoyo llegó a la viuda de García. A unos meses de que Herrera concluya su administración, María aún confía en que no se olvidará de la promesa que le hizo el día en que enterró a su esposo; sólo espera que sea antes de la temporada de lluvias porque la lámina con la ausencia está completamente destrozada.

Apoyada en el bastón, María se acerca a la pequeña mesa del comedor, también adquirido en abonos, sobre la que yacen las fotografías de Roberto, algunas publicaciones, sus ilustraciones, los diplomas. Sobre el mantelito de vinil estampado de flores, coloca la fotografía de Roberto con un rostro aún infantil, sentado frente a su primera máquina de escribir tecleando sus primeras notas. Hay otras instantáneas menos afortunadas, pero que a María le provocan un dejo de orgullo: la del sepelio, cuando cientos de personas, conocidos y extraños tomaron las calles para acompañarla a ella y sus hijas a dar el último adiós al periodista entonando un reclamo al unísono: ¡Justicia!

En las administraciones panistas en el gobierno federal, el periodismo se convirtió en el oficio más riesgoso, lo que ha vulnerado gravemente la libertad de expresión al provocar que periodistas y medios de comunicación eliminen de sus agendas informativas temas espinosos, sobre todo los que se refieren a la corrupción y la delincuencia organizada.

Hasta los periodistas más experimentados en trabajos de alto riesgo consideran que, para los comunicadores, la situación del país en materia de libertad de expresión es sencillamente insostenible. “Es increíble la cantidad de compañeros que son asesinados en México al hacer su trabajo, pero sobre todo la inmovilidad ante esto y la colusión de intereses. Ser periodista en México es temible”, concluye el periodista alemán Günter Wallraff, precursor del periodismo encubierto, en su visita a México en noviembre de 2008.

Para las organizaciones nacionales e internacionales de defensa de periodistas, como Artículo 19, Cencos y Reporteros Sin Fronteras, la inmovilidad oficial en torno a los crímenes y agresiones contra los comunicadores fomenta la impunidad y los hace imparables.

Los asesinos y agresores de periodistas no son castigados porque tampoco hay investigaciones serias ni en la Procuraduría General de la República ni en las procuradurías estatales; las indagatorias judiciales no profundizan en el trabajo profesional que desempeñaban las víctimas y las pocas detenciones y encarcelamientos en algunos homicidios apuntan más a chivos expiatorios por la presión pública para el esclarecimiento de los crímenes. De tal manera que, en homicidios ocurridos desde el sexenio pasado, aún no se tiene identificados a los responsables.

A bote pronto, dice Balbina Flores, “sólo ubico un caso en el que se ha detenido y encarcelado a los autores materiales e intelectuales de uno de estos crímenes: los asesinos del fotógrafo Gregorio Rodríguez Hernández de El Debate de Mazatlán (acribillado el 28 de noviembre de 2004 mientras cenaba en un restaurante junto a sus dos pequeños hijos); aunque también en ese caso la Comisión Nacional de Derechos Humanos detectó irregularidades en la investigación. Del resto no hay avances. Lo más grave es que conforme pasan los años y no se castiga a los culpables, el gobierno envía un mensaje letal: que en México hay licencia para matar periodistas”.

La reflexión de Darío Ramírez, director de Artículo 19 para México y Centroamérica, es categórica: “Matar al mensajero tiene un efecto nocivo para toda la sociedad. La violencia hacia nuestros comunicadores está generando un grado importante de autocensura. Ésta no debe ser una medida de protección. Los periodistas están dejando de investigar, corroborar, cuestionar y argumentar las piezas informativas porque ninguna nota vale una vida. Mientras este fenómeno continúe asentándose, la sociedad se dirige al abismo de la ignorancia y nos alejamos de la información neutral, veraz y oportuna que conmina a la reflexión sobre nuestro país, gobernantes, políticas públicas y partidos políticos, entre otros muchos temas”.

Revista Contralínea 180 / 02 de mayo de 2010