Supuestos voceros de la nueva federación criminal argumentan en los comunicados distribuidos en las zonas de batalla que los cárteles acordaron un nuevo reparto territorial de las rutas del tráfico de drogas, con anuencia del gobierno. Ese arreglo, supuestamente aprobado por el propio gobierno mexicano, tendería a pacificar las regiones azotadas por la violencia y desplazar a Los Zetas de la zona fronteriza para confinarlos en Monterrey, Nuevo León, donde ahora los helicópteros de la Armada de México los enfrentan desde el aire en operaciones conjuntas con el Ejército.

Con una postura que pretende usar el lenguaje de un gobierno paralelo, la nueva alianza del narcotráfico ofrece a los ciudadanos protección y seguridad pública a cambio de respetar los toques de queda y obedecer todas las ordenanzas que emiten las organizaciones criminales. Los ciudadanos son conminados a comunicarse directamente con las bandas en caso de que tengan dudas, deseen rendir información, conseguir un trabajo en la banda o garantizar su seguridad.

Los narcotraficantes pretenden que la población siga trabajando normalmente y que los ciudadanos se cubran detrás de paredes y automóviles en caso de que lleguen a verse atrapados en medio de los tiroteos entre grupos rivales.

En la mayoría de los casos ocurridos en la frontera entre Tamaulipas y Texas y entre Tamaulipas y Nuevo León, los enfrentamientos ocurren sin la presencia de fuerzas federales. Eso ocurre en parte, se tratan de explicar los propios ciudadanos afectados, porque los choques son incidentales y ocurren cuando dos grupos rivales se encuentran de manera inesperada. Sin embargo, en general, la fuerza pública está ausente. Las calles suelen ser vigiladas por patrullas clonadas, automóviles y camionetas particulares y ciclistas que recorren las calles con celular o aparatos de radiocomunicación en mano.

El gobierno del presidente Felipe Calderón ha dispuesto no solamente al Ejército, sino también a las fuerzas especiales de la Armada de México a luchar contra el narcotráfico y busca ahora la aprobación de las iniciativas de ley que permitirían respaldar jurídicamente la intervención militar en las políticas de seguridad pública. El presidente Calderón ha insistido una y otra vez en que la única opción viable es enfrentar al crimen organizado con toda la fuerza del Estado.

Pero los ciudadanos ven que algo diferente está ocurriendo en las calles. Los enfrentamientos entre supuestas bandas rivales de narcotraficantes ocurren sin que ninguna autoridad se aparezca y trate de contener la violencia. Cuando el enfrentamiento ocurre entre las fuerzas policiales y militares contra grupos criminales, el intercambio de disparos ocurre en medio de la población que queda atrapada en el fuego cruzado. En varios casos reportados, los portavoces de los organismos militares o policiales no incluyen en sus cifras el número de transeúntes abatidos en el fuego cruzado. Las cifras reales podrían llegar a ser muy altas, pero el gobierno no parece dispuesto a informar cándidamente el monto de las llamadas bajas colaterales.

¿Qué tanta verdad hay entonces en la afirmación de los grupos criminales sobre el supuesto arreglo con el gobierno federal mexicano? Fuera de los círculos más cerrados de inteligencia civil y militar, esa pregunta es difícil de responder.

Una parte de esta respuesta seguirá oculta bajo una reserva profunda, pues más allá del decir de los propios grupos criminales, no existe aún ningún testimonio ni investigación conocida públicamente sobre la responsabilidad del gobierno federal o de los funcionarios de su gabinete de seguridad en la negligencia para contener la ola de violencia cuyo conteo supera ya las 18 mil víctimas en los últimos tres años y medio.

¿Cómo fue que llegamos a este grado de violencia? Algunas claves para entender el fenómeno pueden hallarse en el pasado reciente a lo largo de diferentes administraciones. Las primeras lecturas del fenómeno del narcotráfico en México empezaron a hacerse luego de la captura del capo Juan García Ábrego y su traslado forzado a Estados Unidos en 1995. Los estrategas del gobierno mexicano comprendieron que las ejecuciones en serie que ocurrieron en las semanas posteriores al descabezamiento del cártel del Golfo podrían ser un fenómeno característico del narcotráfico en México.

García Ábrego fue sentenciado posteriormente a pasar varias cadenas perpetuas en una prisión de máxima seguridad de Colorado. Pero para esas alturas, el capo había sido relevado en una lucha atroz entre células que luchaban por recuperar el control en la llamada frontera chica y la zona limítrofe de Tamaulipas con Nuevo León.

De las matanzas ocurridas, emergió Osiel Cárdenas Guillén, un nuevo líder más joven y audaz que supo allegarse el apoyo de desertores del Ejército y formar al grupo llamado Los Zetas, el brazo armado con mayor capacidad de violencia que haya existido alguna vez en la historia contemporánea del crimen organizado en México.

Aunque Cárdenas contaba con ese brazo armado entrenado profesionalmente para ejercer la violencia, la experiencia mostraba que en la eventualidad de que Cárdenas quedara desplazado de la cadena de mando, era probable que ocurrieran una serie de matanzas similares a las experimentadas en 1995. Con el paso de los años, esa información llegaría a ser crucial en la definición de las estrategias para combatir al crimen organizado.

Cada vez que había una ruptura en la cadena de mando criminal, ocurría una lucha encarnizada en las facciones restantes por tomar el control de la plaza e imponer sus reglas del juego. Ese fenómeno de violencia se repitió más tarde después de la muerte de Amado Carrillo en julio de 1997 y también con el asesinato y detenciones de integrantes de las familias de los hermanos Arellano Félix y Beltrán Leyva.

En algún momento, el gobierno federal decidió no investigar ninguna ejecución, así fuera atribuida al narcotráfico. Su argumento fue que esos homicidios eran del fuero común y por tanto su investigación era competencia de las autoridades estatales de procuración de justicia. En lugar de desmantelar a los brazos armados de los narcotraficantes e impedir el reclutamiento de más sicarios, los gobiernos prácticamente permitieron que los grupos del narcotráfico se mataran entre sí.

Diferentes voceros del gobierno del presidente Felipe Calderón han tratado de convencer a la población de que la violencia es una respuesta agonizante del crimen organizado ante la acción decidida de las fuerzas federales. Amplias capas de la población, por supuesto, no creyeron en esa retórica y votaron en contra de candidatos del partido en el poder en las elecciones de 2009.

Pero más allá de esa retórica, lo que hemos estado viviendo ha sido una violencia con altos niveles de planificación en contra no sólo de delincuentes y policías rivales, sino también en contra de soldados, marinos, abogados, jueces, periodistas y empresarios. Protegidos por la noción gubernamental de que ésos eran homicidios del fuero común y por la complicidad de las policías estatales, los narcotraficantes rebasaron fácilmente la capacidad de control gubernamental.

Si el gobierno actual y los anteriores pensaron que permitir que los narcotraficantes se mataran entre sí iba a ser la medida más económica y eficaz para atacar al crimen organizado, los hechos demuestran que esa política era una profunda equivocación.

Fuente: Contralínea 181 / 9 de mayo de 2010