Máximo Gómez Báez (1836-1905)

Poco menos de dos meses antes del deceso había partido Gómez de la capital hacia la parte oriental de la Isla, donde vivía uno de sus hijos para allí descansar por algún tiempo. Paralelamente a su quehacer político en tiempos agitados, intentaba el viejo general salvar su pedacito de vida privada, algo difícil dado sus numerosos compromisos.

La guerra le había arrancado a uno de sus hijos amados: Panchito Gómez Toro; cuatro, murieron a causa de la precariedad y miseria que la familia debió afrontar fuera de Cuba, a varios de ellos no los pudo ver crecer y espigarse haciéndose hombres y mujeres. Por eso, una vez terminada la contienda bélica, resultaba prioridad para él compartir el mayor tiempo posible con su familia.

Resulta difícil discernir si el viaje del general Gómez tenía también algún otro propósito, pero lo cierto es que asediado a cada momento por sus adeptos y seguidores, el viaje se convirtió en suerte de paseo político, donde intentó por todos los medios echar por tierra las presiones ejercidas por el gobierno de Estrada Palma para garantizar su permanencia en el poder.

La despedida en la terminal, ubicada en el lugar que actualmente ocupa el Capitolio, fue un acontecimiento en la ciudad, la mayoría acudió para despedir al Generalísimo.

A cada estación de tránsito donde llegaba Gómez, el pueblo lo vitoreaba, agolpado en los alrededores, esperando ver la legendaria figura del hombre de tantos combates y audacia desmedida; los viejos compañeros de armas iban a recibirlo y lo escoltaban respetuosamente hasta la nueva partida.

Pero el espíritu eufórico se trocó en preocupación al conocerse que Máximo Gómez se encontraba enfermo y su estado físico era grave. Aparentemente todo comenzó por la lesión en una mano, por donde penetró la infección que se extendió por todo el cuerpo agotado por los años y el desgaste de las penalidades sufridas en las guerras.

A Santiago de Cuba acudieron a examinarlo varios doctores acompañados de sus más íntimos amigos, indicándose, de manera casi inmediata, su traslado a la capital, a donde llegó el día ocho de junio. En el trayecto hacia La Habana le fueron practicadas dos cirugías.

La noticia se esparció como pólvora por todo el país. Los principales diarios se hacían eco de ella, los periodistas acudían cada día a las redacciones con variados artículos cargados de dramatismo; la población, preocupada también, se acercaba a las editoriales indagando sobre el estado del Generalísimo.

Con el paso de los días el estado físico de Gómez se agravaba y para la segunda decena de junio era previsible el próximo y fatal desenlace. Sus fuerzas menguaban a ojos vista. Definitivamente, había caído para no levantarse ya.

En los corredores y las calles cercanas a la casa la muchedumbre se agolpaba para inquirir por su estado de salud. Al conocerse su muerte, el suceso corrió de boca en boca, se adueñó de los hogares y llenó de luto y duelo los corazones de cuantos veían en el viejo guerrero la encarnación del valor y las virtudes cívicas.

Desaparecía así uno de los pilares de la Patria que no fue tronco inútil en la paz, porque continuó esparciendo la luz de su alma, la fuerza de su brazo, y la claridad de su mente mientras la salud se lo permitió.

Agencia Cubana de Noticias