Oaxaca, Oaxaca. Tres fueron las amenazas para que Raúl Marcial Pérez dejara de escribir su columna periodística en El Gráfico de Oaxaca. La primera fue dejada en el portal de su casa, armada con letras de periódico. Siguió una llamada telefónica que, con gritos, le advertía que “se lo iba a cargar la chingada”. La tercera fue directa. Un funcionario del gobierno de Ulises Ruiz le dijo: “Es mejor que le bajes a tus notas”.

Eran los días en que la capital oaxaqueña se había paralizado. El movimiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) y el magisterio luchaban por conquistas sociales. La policía estatal tomaba las calles.

El otro lado de la moneda, como Marcial Pérez titulaba su columna, criticaba la “ingobernabilidad, el salvajismo y la represión” con que gobernaba Ulises Ruiz Ortiz. Cabezas como “¡Oaxaca, tierra sin ley!” encrespaban al gabinete del gobernador.

Lo citaron para desayunar en un restaurante del centro histórico, recuerda su viuda Emelia Martínez. “Nunca supe a detalle lo que se dijo con esta persona ni de quién se trató, pero fue la primera vez que vi a Raúl dudar de lo que estaba haciendo”, dice.

Días previos al encuentro con el político priista, cuenta, le dejaron un mensaje con recorte de periódico en donde le advertían que se cuidara. Raúl Marcial lo mostró a su pareja. Ella opinó: “Son personas cobardes que no dan la cara. No tengas miedo”.

Luego, una llamada telefónica inmutó por instantes al periodista, para luego soltar: “Que le baje a mis cosas porque si no me van a tronar”, relata Emelia.

Tras el hostigamiento, Marcial Pérez se convirtió en un hombre demasiado cauteloso. Situación incómoda para su familia.

A Emelia y a sus dos hijos les exigía que siempre miraran antes de salir de su casa, que estuvieran seguros de que no hubiera gente extraña cerca. “Se sentía amenazado”.

—Me molestaba y le decía: ‘¿de qué nos vamos a cuidar si no hemos hecho nada malo?’. Nunca imaginé que las amenazas trascendieran.

Amenaza cumplida

Eran como las tres de la tarde del viernes 8 de diciembre de 2006. Una llamada telefónica fue recibida en la casa de la familia Marcial Martínez. Emelia alzó el auricular. La voz de hombre, agitada y nerviosa, le pedía su traslado inmediato a Juxtlahuaca: “Su esposo tuvo un accidente”, dijo.

Alterada, Emelia llamó a su hijo Josabath.

—¿Qué le hicieron al carro?, dime. Tu padre tuvo un accidente.

—Se le arreglaron los frenos, pero estoy seguro de que quedó bien. Lo probé.

—Pues vámonos. No sé qué pasó con tu papá; me acaban de hablar que está muy mal.

Emelia hizo un par de llamadas para conseguir dinero. Pensaba que lo necesitaría para pagar el traslado al hospital o cubrir los honorarios de algún doctor. Apenas reunió 2 mil pesos que aportaron sus familiares.

A mitad del camino, una llamada al celular agudizó la angustia de la mujer. Era el hermano de Raúl, quien le exigía a gritos una explicación de lo que estaba pasando.

—¡Me acaban de avisar que mataron a Raúl!, ¿es verdad?, dime, ¿es verdad? –gritaba el hombre. Ella se desvanecía.

—No es cierto, me dijeron que sólo había sido un accidente.

Tres horas más tarde, el hombre que le había llamado para darle la noticia la esperaba en el centro médico de Juxtlahuaca. El hecho fue confirmado. Ocho tiros por la espalda acabaron con la vida del periodista Raúl Marcial Pérez.

Juxtlahuaca, el fin

El columnista solía salir todos los miércoles al distrito oaxaqueño de Juxtlahuaca. Ahí permanecía jueves y viernes para regresar los sábados por la mañana.

Tenía una pequeña oficina en la que atendía a los líderes indígenas, maestros o gente del pueblo. Hacía las gestiones correspondientes para tramitar apoyos. Llevaba y traía documentos, los sellaba, le firmaban; esperaban a que bajaran los recursos.

La primera semana de diciembre parecía que todo se había atrasado. Su carro estaba descompuesto y no estaría hasta el jueves por la mañana. Le fallaban los frenos. No podía salir así a carretera.

Josabath, su hijo, fue el encargado de llevarlo al taller mecánico. El jueves muy temprano, Raúl lo apuraba para que fuera a recoger el vehículo: “¡Anda!, se me hace tarde”.

“El carro no salió a buena hora. Raúl estaba molesto”, recuerda Emelia. “Es mejor que no vayas, ya es más de medio día; es tarde para salir”, pedía su pareja. A él le apremiaba la entrega de unos documentos.

El carro llegó hasta las dos de la tarde. “¡Sabes que me urge irme, y no te apuras!”, regañó Raúl a Josabath.

Ese mismo día, por la noche, llamó a su familia para reportar que había llegado con bien y disculparse con su hijo. Se despidió. “Nos dejó, así nada más”, dice su esposa.

A las tres de la tarde del día siguiente, mientras comía, una camioneta pasó a sus espaldas. Una ráfaga de plomo entró en su cuerpo. No alcanzó ni a levantarse de su asiento. La muerte fue instantánea. Los asesinos huyeron del lugar inmediatamente.

Emelia no podía creer lo que le platicaban. Tuvo que ir a reconocer el cuerpo, perforado con proyectiles de alto calibre.

Junto con su hijo, lo trasladó a la ciudad para su entierro y acudió a las autoridades a levantar una demanda, misma de la que no hay avances a la fecha. Tampoco ningún detenido por el crimen.

“Se levantó la demanda. Se hicieron los trámites para su traslado. Pedí justicia. Me llamaron de México (de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos), le dieron atención sicológica a mis hijos y hasta ahí quedó todo”, reclama Emelia.

El acoso

Pasaron dos años. Familiares y colaboradores eran citados a dar testimonio del asesinato, agregar datos para la investigación ante la Procuraduría de Justicia del estado.

Josabath Barush Marcial Méndez, primogénito del periodista, fue citado ante el Ministerio Público en noviembre de 2008, “para saber si había más información que aportara datos a la investigación”, dice su madre.

El joven indagó sobre los avances de la investigación. No había nada. Insistió en varias ocasiones. Nada.

Su esfuerzo quedó inconcluso, pues el 13 de enero de 2009, agentes de la Policía Estatal entraron con “lujo de violencia” a la casa que habita con su esposa, hijo, madre y hermana. Derribaron el portón, recuerda Emelia, mientras muestra las marcas y abolladuras que quedaron en paredes y herrería de su casa. “Entraron hasta su habitación. Lo golpearon y sacaron a rastras. Le reventaron el oído”, recuerda con dolor.

“Se le acusaba de estar coludido con el crimen organizado. A la fecha, nadie le ha podido comprobar nada. No hay sentencia ni amparo”, reprocha con indignación.

Emilia cree que el encarcelamiento de Josabath Barush es consecuencia de que él trataba de dar con el asesino de Raúl Marcial, su padre. “Exigía justicia y buscaron callarlo de ese modo”.

“Mi hijo no está coludido con nadie. Tiene un negocio, junto con su esposa. Venden zapatos y ropa por catálogo”, nada más.

Sin ánimos ni esperanza, lamenta: “Esto es muy triste. No a cualquiera le pasan estas cosas. ¿Qué más podemos esperar?”

El perfil

De cabello cano, apenas rebasaba los 50 años, delgado, Raúl Marcial Pérez inició el ejercicio periodístico hacía más de dos décadas. De realizar entrevistas de fondo a los funcionarios y cubrir la sección política, se interesó en los problemas sociales del estado.

También fue asesor de organizaciones indígenas y campesinas. Durante los últimos días de su vida, realizó gestiones con los gobiernos en turno para que se dotara de equipo de sonido, útiles escolares y materiales de construcción a las comunidades de la mixteca oaxaqueña.

Entre sus trabajos asistenciales, colaboró para que las comunidades dominadas por la Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui obtuvieran beneficios gubernamentales. Dejó la organización, ligada al Partido Revolucionario Institucional y señalada como grupo paramilitar, un par de años antes de su muerte.

“Mi esposo era una persona que daba todo a cambio de nada. Era un luchador social; siempre vio por la gente más humilde, por los que menos tienen; le gustaba hablar con la verdad. Y aunque él anduviera con las suelas rotas, daba lo que podía”, dice la mujer con quien procreó dos hijos.

Emelia lo recuerda sencillo, amoroso con sus hijos y con ella; deportista, inquieto. “Siempre estaba haciendo algo; salía desde las siete de la mañana a correr. Regresaba, tomaba un baño, desayunaba lo primero que encontraba y se iba. No lo veíamos de regreso hasta que llegaba la noche.

“La gente le pedía cosas para sus comunidades. Yo le decía que creían en él como en los Santos Reyes. ¿Y tú qué ganas?”, le reprochaba Emelia.

—Tengo que hacer todo lo que esté a mi alcance –respondía, tajante.

El trabajo periodístico y asistencial de Raúl no garantizaba ninguna estabilidad económica en su hogar. Vivía en las orillas de la cuidad del estado, en un predio bardeado, donde él mismo había construido cuatro habitaciones con paredes de madera y techo de lámina. Convivía con su esposa, dos hijos y su nieto de dos años.

“Afortunadamente yo trabajaba como laboratorista en la Universidad (Autónoma Benito Juárez de Oaxaca) y de ahí nos manteníamos. Luego la gente le daba algo por lo que los apoyaba, pero nada más”, dice su viuda.

El periodista

“Escribía todo el tiempo”, relata en entrevista con Contralínea la mujer de 56 años. En sus artículos de fondo criticaba el papel de la iglesia, al gobierno, a los mismos periodistas que vendían su trabajo al aparato del Estado.

Había pasado por las redacciones de varios medios locales, entre los que destacan El Informativo, El Sur y luego El Gráfico.

Así se refería en El otro lado de la moneda al gobierno de Ulises Ruiz Ortiz durante el levantamiento social de 2006: “La mayoría del pueblo de Oaxaca lucha a expensas y bajo los riesgos infames de liberarse de un hombre que en mala hora llegó al gobierno del estado y que impunemente ha enlutado hogares; otros padecen el efecto de la injusticia de tener a uno de sus integrantes en la cárcel, otros experimentan la zozobra y otros muchos con la huella de la tortura física y psicológica.

“La crisis de Oaxaca tiene nombre y apellido y se llama Ulises Ruiz Ortiz. Éste no supo dirigir al pueblo en paz, le faltó visión política, le faltó corazón, le sobran vísceras. Esta crisis que todos lamentamos refleja un escape de las virtudes fundamentales y de los valores que han dado forma a grandes naciones, pero que éstas se forjan con talento, paciencia y dirección efectiva.”

La crítica a los medios de comunicación y periodistas también era aguda, pues decía que en tiempos de crisis política y social se ponía al descubierto “la poca ética de no pocos periodistas… que en aras de la libertad de expresión manipulan y ocultan la verdad de los acontecimientos a la sociedad”.

Respecto de los principios de informar veraz y oportunamente, decía, ocurre lo contrario con el periodismo, que ahora “es negocio de mercenarios que viven engañados sobre este honroso quehacer y que es un tesoro que se debe guardar y proteger”.

Del movimiento magisterial y de la APPO, enaltecía el valor y las agallas de quienes se atrevían a cerrar las avenidas o tomar las estaciones de radio para difundir mensajes a la comunidad, exigir justicia y cambios para la sociedad.

“Hazaña de valientes mujeres”, encabezaba la plana de El Gráfico, para luego seguir: “Cuando una mujer avanza, no hay hombre que se detenga”.

Se refería a la toma del Canal 9 de televisión por mujeres de la APPO y del magisterio. Ellas habían salido a protestar con cacerolas y palas para exigir la salida de Ulises Ruiz Ortiz del poder estatal.

“La historia nos demuestra que los políticos y el machismo han tratado de aplastarla (a la mujer), pero esta hazaña que acaban de realizar es el mejor testimonio que nos pueden dar, al estarlas viendo en las pantallas de las televisoras hablando al pueblo lo que acontece en Oaxaca.

“Mi abuela diría: ‘esa mujer tiene la saya muy bien amarrada a la cintura’, y muy cierto, porque para lo que están haciendo dentro del pueblo hay que tener carácter y mucha entereza”, escribía en su editorial.

“Tal vez a eso querían que le bajara Raúl. Tal vez por eso lo mataron”, dice su esposa Emelia, a casi cuatro años del asesinato.

Él es el segundo de los cuatro periodistas asesinados a mano armada durante el sexenio de Ulises Ruiz Ortiz.

CONTRALÍNEA 186 / 13 DE JUNIO DE 2010