A plena luz del día, cientos de personas son sustraídas de sus casas, lugares de trabajo, plazas públicas o en trayecto vehicular. Es la geografía del terror que abarca Coahuila, Tamaulipas, Durango, Sinaloa, Baja California, Chihuahua, Nuevo León, Guerrero y Guanajuato, por orden de incidencia.

Son levantados en zonas rurales y urbanas donde no basta con tapiar la casa. Quienes los levantan, como perros de guerra persiguen a su presa hasta debajo de las piedras. La raptan camino a la escuela, cuando hace deporte, o en su casa mientras ve el televisor. No importa si está sola o acompañada, como en los tórridos años de la Revolución Mexicana cuando a los hombres se los llevaba la leva. Éstas son sus historias.

Erick, rumbo a lo desconocido

De niño quiso ser hombre, y en ese vivirse la vida al hilo, recién había cumplido los 16 cuando supo que en unos meses sería papá. Dos bocas que alimentar y él sólo había terminado la secundaria. Su tío Javier Pérez le consiguió empleo como vendedor a cambaceo en la fábrica de pintura Atlanta Duramex, ubicada en San Pedro Xalostoc, Estado de México. En provincia, las ventas son más seguras, así que cuando anunciaron el viaje a Coahuila, Erick le suplicó al tío que lo llevara; se acercaba el nacimiento del hijo y con él crecía su necesidad de dinero.

Es Erick Fernando Pardavell Pérez, quien el 17 de marzo de 2009, junto con otros 19 vendedores y Daniel Rentería Tovar, su jefe, salieron de Xalostoc rumbo a Coahuila. Viajaban a bordo de tres camionetas con placas del Estado de México y de Chihuahua. Pernoctarían en Saltillo, su primer punto de venta para los galones de Megavin Express que ofrecían de casa en casa. Para la mayoría no era el primer viaje a esa zona del país, para Erick sí. Planeaba con ese ingreso pagar el parto.

De Saltillo salieron a Monclova, donde permanecieron hasta el día 20. A las cinco de la tarde enfilaron rumbo a Sabinas. Ahí se rompió la caravana. Daniel Rentería y seis vendedores –entre ellos Javier– se quedaron en ese punto de la región carbonífera. El resto llegó a Piedras Negras.

En la camioneta azul, la que conducía Lorenzo Campos Rodríguez, viajaba Erick, junto con José Juan Pacheco Juárez, Pedro Cortez Guzmán, Gersain Cardona Martínez y Juan Garduño Martínez. En la roja: Jaime Ramírez Leyva, Vicente Rojo Martínez, Marco Antonio Ocampo Martínez, Roberto Oropeza Villa, Víctor Abraham Nava Calzotzin y Víctor Ríos Tapia.

A las tres y media de la tarde del sábado 21, desde Piedras Negras, Lorenzo telefoneó al patrón para decirle que no localizaba a sus compañeros de la camioneta roja y que ninguno le contestaba el celular. Su jefe le ordenó que preguntara en la estación de policía. Desde ese momento se perdió también todo contacto con Lorenzo.

Los buscaron en hospitales, dependencias gubernamentales, retenes. Denunciaron su desaparición en la Procuraduría de Justicia del Estado (PGJE) y en la Comisión Estatal de Derechos Humanos. La Policía Ministerial levantó un acta circunstanciada, y fue allí cuando comenzaron los hechos que los condujeron a deducir que estaban implicados policías del estado en su desaparición.

Javier Pérez explica que después de muchas reticencias de la Policía Ministerial para levantar el acta, allí mismo se acercó una mujer para sugerirles regresar a su tierra. “Mejor váyanse para su pueblo, mi’jo porque son los mismos. Tengan cuidado y mejor váyanse ahora mismo”. Después, los obligaron a salir de Coahuila.

“Los ministeriales nos marcaban a los celulares e insistían en que les informáramos dónde estábamos, en qué camioneta íbamos, dónde nos íbamos a quedar. ¡En vez de buscar a nuestros compañeros, querían seguirnos a nosotros! Nos pusimos muy nerviosos, les dimos otra ubicación y nos regresamos”.

Complicidad Zetas-policías

La hipótesis de quienes lograron volver al Estado de México es que a sus compañeros los levantaron Los Zetas en complicidad con policías de Coahuila. “Por eso –dice Javier– no querían que presentáramos la denuncia, ni buscarlos, sino seguirnos a nosotros. Estamos seguros que también nos querían levantar”. La Procuraduría General de la República (PGR) encontró visos de delincuencia organizada, por ello inició la indagatoria PGR/SIEDO/UEIS/077/2009, en integración actualmente.

Han pasado 15 meses. Erick no lo sabe pero tiene un hijo precioso, que nació en una orfandad incierta. De sus 11 compañeros, no hay evidencia de vida, tampoco de muerte. De las camionetas, ni rastro de polvo.

En el México de Felipe Calderón, 12 personas desaparecidas (como los trabajadores de Atlanta Duramex) no son un caso extraordinario, sino más bien común en el clima de impunidad total que vive el país, donde los civiles se han convertido en el blanco tanto de los grupos de la delincuencia organizada como de policías y militares al servicio de las organizaciones a las que dicen combatir.

Coahuila, el paradigma

En sus cuatro puntos cardinales, Coahuila es una trampa para propios y extraños. De 2008 a la fecha, más de 200 hombres han sido levantados sin que haya indicios de su paradero. La cifra corresponde sólo a los casos denunciados por los familiares ante instancias estatales y federales.

Los datos se consideran conservadores ante las circunstancias en las que se efectúan las sustracciones o de quienes participan en ellas, pues “muchos familiares no denuncian por temor a represalias”, explica la abogada Blanca Isabel Martínez, directora del Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios, de Saltillo, de entre los primeros en denunciar públicamente este tipo de agravios.

Los casos ocurridos en Coahuila son un paradigma de este fenómeno no sólo por la frecuencia, sino porque en algunos se ha identificado tanto a comandos armados como a elementos del Ejército Mexicano o de policías locales.

En Torreón, ciudad que concentra al 23 por ciento de la población total y es la segunda en importancia en el estado, hay 64 casos reportados de levantones de civiles que, sumados a los asaltos, secuestros, tiroteos y ejecuciones, han convertido a esta metrópoli en una “zona de excepción”.

En la “ruta” de los levantones

Pedro Ramírez Ortiz y su sobrino Armando Salas Ramírez tomaron un día la “ruta” de los levantones.

?¿Y cómo habrían de saberlo?, si Torreón no era lo que es hoy” –dice indignada María del Carmen, hermana de Pedro y madre de Armando.

Aquel 12 de mayo de 2008, salieron de su casa a las 10 de la mañana. Dedicados al mantenimiento de máquinas de videojuegos, andaban en una vieja camioneta apenas con sus herramientas. Ese día les tocaba arreglar las de los locales del centro, pero antes irían a la Tesorería del Palacio de Gobierno a realizar unos pagos. Todavía a las 17:30 llamaron a su patrón.

Con la llegada de la noche, la familia percibió su ausencia. María del Carmen se la pasó en vela marcando insistentemente el celular de su hermano. A las 10:30 de la mañana, timbró su celular, ella contestó y sólo escuchó lamentos. Su desaparición quedó registrada en el acta circunstanciada LIRD-439/2008 que abrió la PGJE.

Durante la indagatoria, en julio siguiente, Gerardo Valdés Segura, jefe del Grupo Antisecuestros, quien tomó el caso de Pedro y Armando, fue levantado por “un grupo armado”, según confirmó la Procuraduría. En un cateo a una casa de seguridad de Los Zetas en Torreón, los militares encontraron sólo las identificaciones de Armando.

El 12 de mayo de 2008, en la colonia Ampliación, también levantaron a Edgar Alejandro Salas Burciaga, de 20 años de edad, 1.75 de estatura. Ocho días antes, de su domicilio se llevaron a José Alberto de la Cruz Martínez, de 21 años, 1.75 de estatura. El 19 de mayo, a Javier Jacobo Najar Calderón, de 43 y 1.89 de estatura. El día 26, a Arturo Molina González, Enrique Mendoza Mata y Fernando Torres González, los tres de 37 años: Arturo 1.80 de estatura; Enrique y Fernando, 1.73 metros, respectivamente.

El 26 de agosto, Víctor Manuel Chavarría Sandoval viajaba de Lerdo, Durango, a Torreón, junto con sus sobrinas Adriana y Gabriela Sosa Hernández, de 22 y 17 años de edad. En un retén que identificaron como “de corporaciones militares y policiacas”, les hicieron el alto. Mientras revisaban el vehículo, Víctor llamó a su esposa Blanca Estela. Le dijo que estaban “a punto de llegar”, que el vehículo estaba en revisión en un retén.

“¡Quítenle el teléfono a ese cabrón!”, escuchó ella. Después un golpe fuerte y luego la grabación del celular de “fuera de servicio”.

Sanjuana Sosa Sandoval recibió una llamada de su hija Adriana, quien angustiada le dijo: “Los militares nos detuvieron y la PFP (Policía Federal Preventiva), y están bajando a mi tío del carro”.

*¿Dónde están? –preguntó Sanjuana.

*En Torreón –le dijo Adriana. Cuando su madre inquirió la causa de la retención, la comunicación fue cortada. Desde ese momento, Blanca y Sanjuana perdieron todo rastro de su paradero. Tampoco se halló el vehículo en el que viajaban.

Adriana es de complexión delgada, tez morena clara, frente amplia y boca grande; la muchacha de ojos color avellana y cabello castaño vestía blusa azul claro de manga corta y jeans de mezclilla azul marino; sus 1.63 de estatura calzados en tenis blancos. Gabriela, cinco años y un centímetro menor; tiene los ojos y el cabello color azabache, de tez morena clara, cara redonda, labios delgados y frente mediana. La familia no recuerda la ropa que vestía. Responsabilizan de su desaparición al Ejército Mexicano, a la PFP y las corporaciones de la Comarca Lagunera.

Inteligencia para levantar

En diciembre de ese año, ocurrieron en Torreón otras 12 “desapariciones”, varias de éstas involucraban también a militares. Tal es el caso de Dan Jereemel Fernández Moran, ejecutivo de ING Afores (35 años de edad y 1.70 de estatura). Fue levantado en su Jetta rojo el 19 de diciembre en el camino entre su casa y la central camionera, a donde se dirigía a recoger a su mamá. De él nunca más se supo nada.

En 2009, militares de la Unidad de Inteligencia del Ejército Mexicano fueron implicados en el secuestro del empresario regiomontano Rodolfo Javier Alanis Applebaum, a quien asesinaron e incendiaron cuando negociaban el rescate, según la averiguación previa APPL1-RCH3/AC-001/2009.

La policía detuvo a Carlos Ernesto Palacios Quintero, Osvaldo Navarro Valdez y el teniente Ubaldo Gómez Fuentes, alias Uva, miembro del Escuadrón Antinarcóticos de Inteligencia Militar, mientras el teniente Ramiro Sánchez logró fugarse. Fueron identificados como desertores de Los Zetas. El vehículo en el que viajaban era el Jetta de Dan Jereemel.

Recluido en el Centro de Readaptación Social (Cereso) de Torreón, Ubaldo Gómez le confirmó a la mamá de Dan que ellos se habían llevado al muchacho. “¿Por qué?”, increpó la madre. “Por mamón”, le dijo el teniente en una respuesta seca que no abundó en el paradero. El 15 de mayo de 2009, un comando armado irrumpió en el Cereso, molió a golpes a Carlos, Osvaldo y Ubaldo; los roció con diésel, les prendió fuego y una vez que yacían inertes en el suelo, liberó a nueve reos del cártel del Golfo.

Ese año, los levantones de civiles en Torreón incluyeron a Hassan Hamdan Ibrahim, Gustavo Díaz Serrano, Gilberto Valerio Martínez, José Dorian Acosta Acosta, Rafael Morán López, Jaime Ulises Torres Chávez, Iván Guadalupe Valenzuela y Víctor Melchor Camacho Nava. Todos de estatura promedio de 1.70. Víctor, junto con su esposa, fue interceptado en la Plaza Comercial Centenario por dos sujetos que descendieron de una camioneta Ford Expedition, en la que se lo llevaron, sin que se tengan indicios de su paradero.

La ola de terror se ha desbordado en los municipios aledaños: Francisco I Madero, Parras de la Fuente, Matamoros, Piedras Negras, Ramos Arizpe y Nava, sin descontar la capital.

Ni tapiadas sus casas, las familias de Coahuila encuentran sosiego. No la tuvieron los Burciaga, asentados en Matamoros, municipio ubicado en la extensa llanura que a su cauce baña el río Nazas, justo en el punto donde se encuentran las sierras de Texas, San Lorenzo y Solís.

Costumbre provinciana, la tarde de domingo las mujeres Burciaga tomaban el fresco de otoño sobre la banqueta de la casa, en la avenida Mejía, colonia Ferrocarril. La parsimonia de la charla entre Amelia y su hija Adriana, quien ese día llegó con sus dos hijos a visitar a los abuelos, se rompió con el rechinido de las llantas del comando que se acercaba. Seis lujosas camionetas a bordo de las cuales viajaban veintitantos hombres armados, quienes a punta de culetazos y patadas bajaron a un muchacho bañado en sangre. Aún sobre el piso, continuó la lluvia de golpes. Impresionada, Amelia se levantó y corrió al interior de la casa.

 ¡Javi, Javi! ¡Allá afuera le están pegando a un muchacho. Oye no’más los golpes! –Javier Burciaga Vázquez, profesor de biología de la escuela secundaria, apartó la mirada del televisor y echó a correr hacia la azotea. Sigiloso avistó al comando, pero un halcón lo cazó primero.

 ¡Mira, allá nos están vigilando! –gritó uno. Los veintitantos hombres allanaron la casita: patadas, destrozos, amenazas.

 ¡Acaben con todo! –decía la voz de mando.

Desde su escondrijo en el baño, horrorizadas, Amelia y Adriana temblaban, intentando sostener las delgadas manos sobre la boca de los niños ahogándoles el grito, apaciguando el espanto. Escucharon cuando José Francisco, esposo de Adriana, desde el umbral de la puerta, gritaba que le dejaran sacar a sus hijos. En respuesta, Los Zetas lo subieron a la camioneta junto con su suegro, quien nunca tuvo cuentas pendientes, era sólo un viejo curioso a la luz de una tarde cómplice. Desde la mirilla de las ventanas, los vecinos los vieron partir; ellas sólo escucharon el chillido de las llantas en el asfalto. En la casa quedaron, dice Amelia, el eco de sus voces y las súplicas de Javier.

 ¿Los identificaron?

 Eran muy altos y fornidos, todos estaban armados –dice Amelia.

 Parecían caballos –contesta Adriana.

 Nos destrozaron todo. No’más porque sí, se llevaron a nuestros hombres –tercia la madre.

 Nunca pidieron rescate y no sabemos nada… nada –remata Adriana.

Diez meses después, el 19 de agosto de 2009, otro hijo de Amelia, Luis Carlos Burciaga Ramos, fue levantado a las seis de la mañana camino a su trabajo.

El 24 de enero de 2009, en Matamoros, fueron levantados Carlos Rangel Jiménez, Gilberto Morales Vázquez y Salvador Torres Hernández, y hubo otros 91 levantones en el resto de la entidad, todos varones, entre ellos Antonio Verastegui González y su hijo Antonio de Jesús Verastegui Escobedo, por un comando armado en el tramo del Naranjo a Parras de la Fuente.

También José Antonio Robledo Fernández, ingeniero de ICA Flour, de 32 años de edad, 1.70 de estatura. Pasó en Monterrey el fin de semana del 25 de enero. Después de comer con sus primos, se fue a Monclova. Se estacionó afuera de una tienda Autozone, a bordo de su Xtrail. A las 18:30 telefoneó a su novia. Mientras conversaban, lo interceptaron varios sujetos que lo bajaron a golpes.

 ¿De dónde eres?

 Trabajo para ICA…

 ¡Dame las llaves, te vas con nosotros!

Uno de los sujetos colgó el celular. Su novia escuchó toda la conversación en medio del pánico y la desesperación. El caso está bajo indagatoria de la SIEDO-UEIS/025/2009.

La mañana del 4 de julio, Daniel Durán Espinoza salió de su casa para dirigirse al mercado La Pulga de San Joaquín, donde vendería las dos cajas de 20 kilogramos de ropa que su papá le habían enviado de Reynosa. A bordo de su viejo Neón Rojo, fue levantado con todo y vehículo. Daniel es robusto, mide 1.76 metros y en noviembre cumplirá 40 años de edad.

Once días después, en Piedras Negras, Óscar Germán Herrera Rocha y Sergio Ramírez, ambos de 30 años y 1.75 de estatura, viajaban a la zona centro, donde cotizarían diversos electrodomésticos. La policía los detuvo con el argumento de que el carro tenía denuncia de robo. Óscar llamó a su esposa y le pidió anotar el número de patrulla que los detuvo, la 0962, que le parecía muy sospechosa. Alguien gritó que apagara el celular. También Sergio llamó a su esposa y le dijo que anotara el número de patrulla 8244. La comunicación fue cortada bruscamente.

Entre marzo y abril, en Torreón, “desaparecieron” Alberto García Mercado, Andrés Raúl Guardado, Arturo Sánchez Córdova, Edgar Benjamín Vázquez, Gerardo Berúmen Dávalos, Hugo Leonardo Ortega, Gustavo Flores González, Héctor de la Cerda Coronado, Jesús Manuel Díaz Rodríguez, Jorge Barrientos Bautista, Jonathan Josué Ontiveros Martínez, José Ángel Ramírez Hernández, Jesús Andrés Rodríguez Rangel, Juan Pablo Alvarado Oliveros, Marco Antonio Escobedo García, Oscar Suhni Bernal Espinoza, Raúl Berúmen Dávalos, Raúl Berúmen Dávalos y Sergio Arturo Picazo López.

El 22 de abril, en el municipio de Nava, levantaron a Agustín Alberto Núñez Magaña, Sergio Cárdenas Córdova y José Flores Rodríguez, originarios de La Barca, Jalisco. Los tres vendían joyas en la región Monclova-Piedras Negras. Llegaron a Nava el 21 de abril y durmieron en el hotel Don Alberto, salieron al centro –sin sus pertenencias? y a la mañana siguiente no se les volvió a ver.

El 15 de junio, Sergio Arredondo, Octavio Villar y Ezequiel Castro, de 33, 41 y 44 años de edad, respectivamente, viajaban de Piedras Negras a la central camionera de Torreón. Los interceptó una patrulla municipal de Francisco I Madero. Desde entonces, se desconoce su paradero. Doce días después, en Saltillo, “desaparecieron” Samuel Alberto Rodríguez Ruiz, Jesús Centeno González y Jesús Rivera Machado.

Vendedores, obreros y campesinos

Uno de los casos más dramáticos es el de la familia Acosta, originaria de Ramos Arizpe. El 29 de agosto, Esteban Acosta Rodríguez y su hijo Brandon, de nueve años de edad, se trasladaban en su camioneta hacia el aeropuerto de Monterrey a dejar a Gerardo y Gilberto Acosta, hermanos de Esteban, de 32 y 34 años de edad, quienes viajaban a Estados Unidos (su lugar de residencia, naturalizados estadunidenses) después de visitar a su madre enferma. A la altura del aeropuerto, fueron interceptados por dos camionetas con hombres armados. Se llevaron a todos.

Este año, los levantones de civiles se han intensificado en toda la Comarca Lagunera que comprenden cinco municipios de Coahuila y 11 de Durango, conectados por las autopistas Durango-Torreón y Torreón-Saltillo. Los municipios que registran mayor incidencia son Torreón, Matamoros, Francisco I Madero, en Coahuila; y Gómez Palacio, Lerdo, Mapimí y Cuencamé, en Durango.

Las víctimas: vendedores de flores, obreros, empleados y campesinos. Entre ellos, Lorenzo Martínez de la O y Juan de Dios Aragón Mireles, campesinos de 35 y 24 años de edad. El 18 de febrero, bajaron de su tractor a un baño público en la caseta Plan de Ayala, en la autopista Torreón-Saltillo. Al salir, un grupo armado les baleó las llantas. Se los llevaron con todo y máquina. Al día siguiente, el tractor apareció en Galeana, Nuevo León, con un cargamento de explosivos. De ellos no hay rastro. Lorenzo es robusto y moreno, su familia dice que usa bigote, barba de candado y patilla al estilo Vicente Fernández; Juan de Dios, delgado y pelirrojo, también usa barba y bigote.

Otro es Wilson Aguilar, de 51 años de edad. Instalado en el hotel Paloma Inn, de Saltillo, el 29 de abril salió a cenar y regresó a las 22:30. Llegaron ocho hombres vestidos de civil y dos con uniformes de la policía del estado. Le dijeron que era una revisión de Migración y la Policía Federal, lo subieron a una camioneta blanca sin insignia oficial. Adentro iban otras personas; atrás, una camioneta negra, un coche rojo y una patrulla de la policía estatal. Le indicaron a la recepcionista que en tres horas regresaría el huésped, y que no rentara su habitación, que sólo revisarían su papeleo. Nunca regresaron.

(Continuarà…)

Civiles, el blanco

En México, en los últimos años, el término levantón tomó proporciones impensables. Antaño, asociado, según la jerga policiaca, a venganzas o ajuste de cuentas entre grupos de la delincuencia organizada; en los últimos dos años, ha impactado a hombres, mujeres y adolescentes, que nada tienen que ver con el narcotráfico.

El levantón es hoy “un término coloquial para decir que una persona está siendo sustraída de un momento y un lugar determinado y que está sufriendo de privación ilegal de la libertad”, explica Sulma Campos Mata, que en la ciudad de México dirige el Centro de Apoyo de Personas Extraviadas y Ausentes (CAPEA).

Ella no aprueba el término “desaparecido”. Su explicación suena lógica: “Las personas no desaparecen o no aparecen de la nada”. Pero lo que ocurre en México contrapone la lógica: los civiles “sustraídos” o levantados desaparecen sin dejar rastro, como si su existencia fuese quimera.

Las víctimas, civiles de a pie, son invisibles a ojos de las autoridades omisas a su búsqueda, que además, pese a la incidencia de los casos, tampoco alertan que la desaparición por sustracción o levantón de civiles es un problema en ciernes en numerosas zonas del país.

Se trata de la manifestación más exacerbada de la violencia, un “tercer nivel, donde la violencia de la delincuencia organizada se centra directamente contra la población civil, dice Edgardo Buscaglia, exasesor de la Organización de las Naciones Unidas en materia de combate a la corrupción y delincuencia organizada.

“La violencia en México tiene tres niveles. El primero es entre los mismos grupos delincuenciales; el segundo, donde cada uno captura una porción del Estado, incluidas las policías, por eso se ve también a las corporaciones luchando entre sí. El tercero es perpetrado contra la población civil mediante actos de terrorismo encaminados a establecer su control.

“Se llevan a la gente para inspirar terror y demostrarle al resto que el Estado está ausente, que ha fallado y que la única autoridad son ellos. Una vez que controlan a poblaciones enteras mediante el terror, las extorsionan, les cobran impuestos, como lo están haciendo Los Zetas en determinadas partes del país.”

Las autoridades no reconocen el problema ni tampoco cuentan con cifras oficiales del número de levantados. En algunas entidades, los familiares denuncian los casos en manifestaciones públicas, reparten volantes con la foto del familiar “sustraído”, difunden sus datos en internet en un intento de los cibernautas proporcionen pistas para ubicar su paradero.

Los indicios de estos datos llevaron a Contralínea a indagar los reportes de civiles levantados. Se consultaron los registros internos de la Procuraduría General de la República en su Programa de Apoyo a Familiares de Personas Extraviadas; de la Secretaría de Seguridad Pública federal, con su Registro Nacional de Personas Extraviadas; de las procuradurías locales, el CAPEA, y numerosos testimonios de familiares.

Datos alarmantes


La revisión de los casos arroja el perfil de los levantados: la mayoría hombres entre los 18 y 40 años de edad, de estatura promedio superior a los 1.70 y de complexión robusta. De extracto socioeconómico bajo, aunque también hay ingenieros y especialistas en telecomunicaciones.

En ninguno se pidió rescate. El perfil fortalece la tesis de muchos familiares que suponen que se los llevó gente del narcotráfico para esclavizarlos. Coincide con ellos Edgardo Buscaglia, quien como director del Centro Internacional de Desarrollo Legal y Económico, con oficinas en México, Nueva York y Europa, hizo una radiografía de cómo los cárteles mexicanos diversificaron sus ilícitos: “A los hombres los usan como mano de obra laboral; a las mujeres, para el tráfico o el uso sexual de seres humanos”, alerta.

Fuente: CONTRALÍNEA 187 / 20 DE JUNIO DE 2010