El bombardero Mitchell B-25 volaba aquella mañana brumosa de 1945 hacia la isla de Manhattan, cuando perdió el rumbo, y se estrelló contra el piso 79 del que entonces era el mayor edificio del mundo y es considerado entre las siete maravillas de la ingeniería norteamericana.

Fue la primera de las tres tragedias provocadas en Nueva York por el impacto de aviones contra sus rascacielos. Las otras ocurrieron el 11 de octubre de 2006, en el edificio Belaire, y el fatídico 11 de septiembre de 2001, en el World Trade Center, durante el ataque terrorista contra las Torres Gemelas.

La del Belaire, fue accidental y tuvo como saldo dos muertos y 16 heridos. La más trágica resultó la perpetrada por terroristas —hace cerca de nueve años— mediante el desvío de dos naves de pasajeros que se impactaron contra las Torres Gemelas y ocasionaron más de tres mil muertos.

Desde la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos pensaban que de producirse un ataque aéreo al país entre los blancos estaría, sin dudas, el Empire State. Sin embargo, nadie imaginó que la irresponsabilidad de un multicondecorado piloto del ejército sería la causante de la tragedia contra este edificio.

El incidente ocurrió así: menos de una hora después de haber despegado a las 8:55 de aquel 28 de julio de 1945, desde Bedford, en el estado de Massachussets, rumbo al aeródromo de Newark, el teniente coronel William Franklin Smith, escuchó el premonitorio aviso del control del aeropuerto de La Guardia: “No podemos ver la torre del Edificio Empire State”.

Después de acusar recibo de la alarma, y de instruir a los tripulantes sargento Cristóbal Domitrovich y mecánico de aviación Alberto Pérez, Smith efectuó un viraje inclinado en dirección a Manhattan, para continuar rumbo al aeropuerto de Newark., confiando que su pericia, puesta a prueba en los cielos de Alemania durante el conflicto bélico que estaba a punto de terminar, lo llevarían sin contratiempo a su destino.

Esa maniobra fue el gran error, según reconoció a raíz del lamentable suceso el Departamento de Guerra de Estados Unidos, que en el informe de la investigación concluyó: “el piloto no calculó bien cuando decidió volar sobre Manhattan en tan malas condiciones ambientales” y fue incorrecto haberle permitido seguir hasta Newark”.

El aparato abrió una brecha de 5,5 metros por seis metros en la fachada de la calle 34 del gigante rascacielos. Uno de sus motores perforó siete paredes, abrió un agujero en el frontis opuesto, y al caer atravesó el techo de una casa de oficinas de 12 pisos de la calle 33. El otro motor y partes del tren de aterrizaje se precipitaron 300 metros hasta el sótano por el agujero de un ascensor.

Sin embargo, eran las 9:39 antes meridiano y el avión estaba a sólo un minuto de distancia del aeródromo de La Guardia cuando se perdió en la niebla. Al parecer, la densa bruma provocó que Smith confundiera el río del Este (a un lado de la Isla de Manhattan) con el Hudson, que está en otro, e iniciara el descenso esperando encontrar la pista del aeropuerto de Newark, en lugar de las elevadas edificaciones del corazón de Manhattan.

Aunque a destiempo para Smith, sus acompañantes y los demás que murieron, o sufrieron heridas de consideración, el dispositivo se colocó pocas semanas después de que los neoyorquinos contemplaran, con espanto, aquella enorme bola de fuego que se elevó 30 metros en el espacio, y disolvió la niebla, mucho menos densa que las que pocos días después, el 6 y 9 de agosto, cubrirían las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.

Agencia Cubana de Noticias