En castellano, o si lo prefiere también “en argentino”, las siglas siempre se pronunciaron con el nombre propio que cada letra del alfabeto tiene desde su propio origen; así entonces deberían pronunciarse los ejemplos señalados como: hache-ese-be-ce, e-ese-pe-ene, eme-ge-eme, de-ve-de, ce-de, ele-ge, o de lo contrario llamar a cada uno por el nombre a que esas iniciales hacen referencia; en cualquiera de ambos casos siempre será más correcto que la corrupción idiomática que los imperiales imponen valiéndose de sus lacayos locales –propaganda mediática mediante– y los sometidos aceptan sin el menos cuestionamiento, en el mejor de los casos, ya que no son pocos los que acogen estas normativas con irresponsable contento creyendo que están hablando en buen romance.

Tiene tal magnitud este sometimiento léxico –inconscientes en unos, aceptado sin razonamiento previo en otros, bienvenido en los proyanquis recalcitrantes– que en cierta oportunidad escuché a una locutora de una emisora radial porteña de primera línea, comentar una noticia de un suceso acaecido en Flórida (tal cual, con tilde en la letra o). Y no fue error, pues no hubo rectificación alguna, ni en esa ni en otra oportunidad en que reiteró el mismo disparate. Evidentemente esta profesional del aire ignora que ese territorio fue descubierto por Hernando de Soto, conquistador español, gobernador de Cuba en 1538, y que por lo tanto su nombre proviene del mismo origen, y que si los estadounidenses pronuncian acentuando la letra o convirtiéndola levemente en esdrújula, es por la dificultad que tienen en pronunciarla como llana. ¡Si hasta el procesador de texto –el gringo Word– corregirá esta palabra automáticamente si intentáramos ponerle acento! Y a propósito de esto, no sé cómo todavía no se le ha ocurrido a ningún pichón neocolonial llamar eliem a los cigarrillos LM, o yibí al güisqui JB y así con otras cosas del mismo origen que nombramos por sus iniciales, en castellano –como es lo correcto– y no con los nombres que estas letras tienen en inglés.

Claro que peores cosas que éstas suceden con la yanquización a destajo, en la que se ufanan los idiotas útiles vernáculos –en un amplio espectro que va desde dirigentes encumbrados hasta anónimos conciudadanos– adoradores de las barras y las estrellas; pero no se trata de esto ahora, sino de abordar otra faceta del mismo problema al que algunos no consideran de tanta prioridad como para salir a tomar el toro por las astas. Creo que no es así, me parece un razonamiento, cuanto menos, pobre si no falaz, mediante el cual se pretende enterrar la verdad de que la ignorancia hace escuela con harta facilidad.

El idioma es una parte vital de nuestra identidad, y no precisamente de segunda o tercera líneas, sino que su importancia se ubica entre las primeras. No hay que olvidar que también somos lo que hablamos; las palabras con que nos expresemos estarán reflejando nuestra manera de sentir. Las palabras hacen al hombre, una lengua hace a un país.

Las nuevas generaciones renuevan su lenguaje por necesidad de creación con aportes a veces felices y otros no tanto; vocablos de uso cotidiano bien estructurados por lo imaginativos y por la agudeza de sentido, creados por el pueblo (trucho, por ejempo) habrán de perdurar seguramente por largo tiempo y pasarán al diccionario –aunque esto no sea verdaderamente importante, pues que sea aceptada por la Real Academia Española da lo mismo, por lo que dicha aceptación tiene aún de dominio cultural–; sin embargo otros no correrán la misma suerte (men, por ejemplo), tendrá corta vida ya que es un anglicismo, y la palabra hombre existe en nuestro idioma.

La tarea es ardua y será de nunca acabar mientras sigan reptando los personeros de los intereses antinacionales, empeñados en bastardear nuestro idioma con vocablos ajenos, o en lograr que hablemos sin traducir, incorrectamente por cierto, pero en inglés; ya que siempre será una manera –bien que anómala– de imponer la lengua del poder dominante; o que nombremos con palabras de ese idioma aquello para lo cual siempre las hubo en castellano.

En la Argentina, donde no escasea una nutrida fauna siempre a la expectativa de imitar cualquier cosa proveniente de los Estados Unidos, en cierto momento llegamos al colmo de esta absurda mimesis, ya que tuvimos un presidente –inequívoco sirviente del Imperio– que al parecer no satisfecho con ser padre de un hijo, pretendía serlo de un junior.

Fuente
Buenos Aires SOS (Argentina)