Los resultados arrojados por el proceso electoral de julio pueden resumirse elocuentemente en la expresión que solía repetir el histriónico Germán Valdés, Tin Tan: “¡Señores, aquí hay sólo dos sopas, y la de fideo ya se acabó!”

Codo con codo, los alegres compadres aliancistas de variopinto pelaje –que previamente, por razones tácticas, arrojaron temporalmente a la basura sus irreconciliables ideologías, principios y proyectos, sus agravios y sus escrúpulos, para lograr sus “acuerdos históricos” de múltiples traiciones– festejan las mieles de sus estruendosos triunfos alcanzados en Oaxaca, Puebla y Sinaloa. Justo en tres de los baluartes emblemáticos de los históricos señores de horca y cuchillo del priismo, cuyos reinados, congelados por décadas en la era de las cavernas, parecían imbatibles, donde nada se movía sin el consentimiento de los caciques. Que eran gobernados como verdaderos feudos, con el uso turbio, indiscriminado y corrupto de los recursos públicos, el avasallamiento de las autoridades electorales y los poderes Legislativo y Judicial locales, la manipulación eficiente de las estructuras corporativas y la persecución, la represión y el asesinato de los descontentos y los opositores. Desde luego que el triunfo es trascendente, toda vez que esos cacicazgos eran importantes fuentes generadoras de cuantiosos e inapreciables votos para el Partido Revolucionario Institucional (PRI), alcanzados por medio del derroche de recursos públicos, la compra de conciencias, la manipulación e inducción clientelar de las necesidades de la población local y cualquier clase de trampas, refinadas y descaradas, que el viejo régimen había convertido en un verdadero y tropical arte para garantizar sus triunfos. En esas fortalezas antaño inexpugnables, el partido había logrado su resurgimiento en las elecciones de 2009 y en ellas depositaba una parte nada despreciable de sus expectativas para retornar a la Presidencia en 2012, ya que hacia los gobernadores se trasladó gran parte del poder de la organización, cuya creciente influencia se manifestaba en el Congreso y en sus oscuros juegos palaciegos, dejando a la dirección en una especie de guarida vacía, con una representación simbólica, testimonial.

Lo anterior explica la importancia estratégica por derrotar a los caciques. También que Calderón haya utilizado todo el aparato de Estado para asegurarla, empleando los mismos instrumentos ilegales que dispusieron aquéllos. No quiso ser el árbitro –nunca lo ha sido–, como marcan las leyes, abandonó los escrúpulos del buen político, que también carece, para sumarse como otro cruzado más anticaciques. Encabezó la guerra sucia en contra del PRI desde las catacumbas del régimen, convirtió las elecciones en un feroz campo de batalla, sin reglas, que polarizó a los partidos; enrareció el ambiente; generó desconfianza; fomentó la delincuencia electoral; acrecentó el descrédito y la debilidad de las instituciones en general y las electorales en particular; envileció la política; nutrió los recelos de que el cambio pueda darse pacíficamente por este medio; y enterró la retórica huera del gradual y tortuoso proceso de democratización del país. Evidenció que el corrompido despotismo presidencialista continúa enseñoreándose en el sistema político mexicano.

El artero asesinato del candidato priista a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, y de algunos de sus colaboradores, cuyas causas son desconocidas hasta el momento, se inserta en ese funesto escenario fabricado por el gobierno calderonista. Por esa razón, no es exagerado señalar a Calderón como corresponsable de los crímenes. Él estimuló el caos y la violencia electoral y la asociada al narcotráfico. Si ello es válido, también son cómplices el Partido Acción Nacional (PAN), el Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido del Trabajo (PT) y demás que, como aliancistas, convalidaron el desaseo. Todos los partidos, ganadores y perdedores, se bañaron en el mismo estercolero nada democrático. Ese aciago evento, que Calderón quiso capitalizar obscenamente para mejorar la imagen de su gobierno, su partido y la coalición, fundamenta la virulenta respuesta de Beatriz Paredes que no ahorró calificativos, al señalarlo como un gobierno de “liderazgo ilegítimo”, “oportunista”, “irresponsable”, “envilecido”, que usa los recursos públicos y las instituciones con fines sediciosos (La Jornada, 30 de junio de 2010). Exactamente como lo hicieron los priistas en su momento y lo hacen actualmente.

En ese sentido, la pérdida de tales gubernaturas representa un serio tropiezo para los priistas cuyo futuro se tornó resbaladizo en la ciénaga electoral. Sobre todo el de Enrique Peña, uno de sus suspirantes presidenciales, quien apostó abiertamente e hizo campaña a favor del derrotado oaxaqueño Eviel Pérez. De por sí su imagen se había empañado luego de que la nada Suprema Corte evidenció sus infamias cometidas en contra de los habitantes de Atenco, pese a que partió la justicia a la mitad, ya que señaló los desvergonzados abusos cometidos, pero dejó intocados a los responsables que siguen actuando con la misma impunidad y desprecio por las leyes. Peor aún, los aliancistas enfocarán sus baterías en contra de su atildado copete y podrían cortárselo en las elecciones mexiquenses de 2011. Pero la alianza mejoró las expectativas del PAN y no las del PRD, si bien ninguno de los dos salió indemne, porque perdieron algunos de sus feudos, Tlaxcala y Aguascalientes, y Zacatecas, respectivamente. Las expectativas del PRI, PAN y PRD son difusas. La lucha por la Presidencia en 2012, por tanto, se presagia brutal y, acaso, sangrienta.

Las murallas caciquiles de Oaxaca y Puebla no se derrumbaron antes gracias al turbio “acuerdo histórico” alcanzado entre Felipe Calderón y los priistas, aun cuando sus excesos se convirtieron en un escándalo nacional e internacional. A cambio de la protección y el solapamiento concedido por Calderón al criminal Ulises Ruiz y las tropelías cometidas por Mario Marín en contra de la periodista Lydia Cacho y sus presuntamente bestiales apetitos pederastas, los priistas legitimaron el golpismo de Calderón que lo encaramó en la Presidencia. Ese “pacto” fue una verdadera subversión del estado de derecho. Ambas tribus de la derecha cogobernaron, a menudo, por encima de las leyes, en contra las mayorías y la nación. El PRI convalidó la guerra de Calderón en contra del narco, de dudosa legalidad, con la cual quiso legitimarse socialmente. Ese estado de excepción incompatible con la democracia, que ha teñido de sangre el territorio nacional, desprestigiado aún más a los militares por sus excesos cometidos y que son encubiertos institucionalmente, que como lepra destruye los derechos ciudadanos constitucionales y devora a los opositores del gobierno reaccionario y clerical. Ambos grupos construyeron lo que Gramsci denominó como un bloque hegemónico cuyo poder se puso al servicio de los intereses oligárquicos, del capitalismo neoliberal mafioso. Asociaron el despotismo con la dictadura del mercado. Cada uno obtuvo sus beneficios. Sabían que sus intereses acabarían con la efímera alianza excluyente. Dormían en la misma cama con sus diablos dentro, en vela, en espera de la oportunidad para liberarlos. El mediocre y cínico político Henri Queille, símbolo de la ineficaz y desacreditada cuarta república francesa, decía que las promesas sólo comprometen a los que las escuchan.

Las elecciones de 2009 alteraron el sórdido amasiato y motivaron que Calderón traicionara el pacto mafioso. Los votantes, que no acaban de identificar a sus enemigos de clase, cobraron las afrentas infringidas por el calderonismo. Castigaron al PAN, que dejó de ser la mayoría para convertirse en la primera minoría de la Cámara de Diputados, pero premiaron al PRI, que pasó de la tercera a primera fuerza. Al PRD le dieron la espalda: pasó del segundo al tercer puesto, merced a su travestismo político, el denigrante espectáculo de los Chuchos que aplicaron la eutanasia a su partido, el trabajo sucio que llevan a cabo en nombre de los grupos de poder, en contra de Andrés Manuel López Obrador, y la desastrosa administración de los gobernadores de “izquierda”, cuyos mandatos en poco se diferencian de los de la derecha panista-priista. A partir de ese momento, Calderón cambió parcialmente de adversario: azuzó su jauría que atacaba al PRD en contra del PRI. Los Chuchos, el Diálogo para la Reconstrucción de México y demás se dejaron seducir por los cantos de la torva sirena. Rápida, alegre y mercenariamente, se sumaron como furgón de cola a la “santa alianza” que demolió las murallas priistas. Ya sufrirán la próxima felonía de la derecha, porque Calderón no dudó en aliarse con sus antiguos enemigos para tratar de alterar su destino: su inevitable derrota en las elecciones presidenciales de 2012.

Alborozada, Josefina Vázquez festejó el fin del mito del “carro completo” priista y dijo que, con dificultades, México avanza hacia la democracia. César Nava hace cuentas alegres y agrega que “Calderón entregará la banda presidencial a otro panista”. Jesús Ortega añade que “las alianzas ciudadanas han tenido un éxito rotundo”. Ufano, Manuel Camacho remata: “Las elecciones probaron” que la “estrategia de alianzas fue acertada y cambió el mapa político del país”; que “el PRI no es tan fuerte como se pretendía”; que ya “no es posible volver a construir una hegemonía”, porque “son altos los riesgos de que se desborde la gobernabilidad”, y que hay que disminuir la violencia, consolidar la recuperación y crear condiciones y garantías de pluralidad y equidad para una competencia efectiva en 2012”.

Pero la algarabía tiene un desagradable resabio agridulce que no logra ocultar el fondo: que de todos modos fueron arrollados por la maquinaria del PRI. Es cierto, cambió el mapa político. El PRI restó y sumó, y el balance de su presencia nacional aún es incierto. El PAN patética e irrecusablemente se desmorona en una dilatada agonía. Sólo retrasó su desplome. El PRD se redujo más a una existencia testimonial, de palafrenero de la reacción, de verdugo de la izquierda que no comparte su abdicación y su colaboracionismo complaciente que refuerza la tendencia al bipartidismo oligárquico. La merecida pérdida de Zacatecas evidencia su descomposición de una antigua militante “comunista” que convirtió al estado en un cacicazgo familiar. Emergen nuevos gobernadores gatopardistas, paridos por la misma matriz autoritaria, sin identidad y bases sociales definidas, con compromisos ambiguos, de cuestionada militancia democrática que preludian nuevos cacicazgos como el de Guerrero o Chiapas, más inclinados al panismo y a mantener el statu quo.

Pero no cambió la forma de hacer política ni la naturaleza del sistema. Sólo se vivió un ilusionismo y bisutería que vivificaron otra vez las peores prácticas electorales que se decían superadas y que remarcaron la involución política, pero que fue incapaz de ocultar una realidad socialmente trastornada por los estragos de la crisis y la inestabilidad neoliberal, la injusta justicia; de una mutante época que se descompone y se recompone sin rumbo definido, pero que las elites neoliberales se empeñan en mantener a cualquier costo para evitar su muerte anunciada.

La sociedad quedó atrapada en el infernal círculo de hierro político despótico y neoliberal autoritario que impide el cambio democrático y reduce a un coágulo político para que no cambie nada.

Camacho prefiere la gobernabilidad, una sociedad silenciosa que delega su destino a las elites y no la ingobernabilidad: el pueblo en las calles que lucha por su emancipación ante un sistema que nada le ofrece, que busca construir un contrapoder, un antipoder, su propio poder.