Tras la luminiscencia rosada —dueña del cielo— el fatídico estremecimiento de la ciudad. El aire quemante arrasaba con todo a su paso. Muchos murieron en el acto, otros se retorcían sobre el calcinado suelo… los más estaban como cocinados, pero con vida, y la piel les colgaba en jirones. En masa se lanzaron dentro del río, y perecían.

La ciudad, en varios kilómetros a la redonda –unos ocho— prácticamente había desaparecido de la faz de la tierra. Todo se volvió gris, como si los colores se esfumaran para siempre.

Han transcurrido 60 largos y traumáticos años desde que aquel seis de agosto de 1945 el avión B-29 apodado Enola Gay, piloteado por el coronel Paul Tibbets, escoltado por otras dos naves, lanzara sobre Hiroshima la primera bomba atómica de la historia.
Pocos meses atrás, involucrados en el eufemístico (por el nombre) Proyecto Manhattan, miles de científicos e ingenieros bajo la dirección de Robert Oppenheimer —y a costo superior a los dos mil millones de dólares entonces— hacía las pruebas del primer y nefasto artefacto nuclear en la zona desértica de Los Álamos, en Nuevo México. A la sazón, se fabricaron dos bombas: la de uranio y la de plutonio.

Esa noche, desde la gélida Oficina Oval y para la televisión, el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, ofrecía su explicación sobre el humano genocidio: “Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor, han sido correspondidos sobradamente. Pero este no es el final.

“Con esta bomba hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra”. Huelgan comentarios.

A las pocas horas de las cínicas palabras del mandatario estadounidense se iniciaba la campaña mediática encaminada a desvirtuar la trágica realidad. Diversos medios informativos se hicieron eco: “Damos gracias a Dios por haberle dado a América la bomba atómica, porque ¿quién sabe cómo la hubiera usado otra nación?”.

En el orden estratégico, venganza aparte, Estados Unidos perseguía con la genocida acción poner fin a la Segunda Guerra Mundial y tomarle la delantera a los alemanes, de quienes se comentaba trabajaban en secreto afanosamente en la fabricación de tan abominable artefacto bélico.

Desde otra óptica, al violar lo estatuido en la Convención de La Haya (tratados globales suscritos en 1899, 1907 y 1923 sobre las guerras y, en particular, sobre la prohibición de bombardeos a ciudades y aldeas indefensas) el gobierno yanqui sentaba las bases para sus aspiraciones hegemonizadoras de dominar al mundo.

¿Quiénes pagaron el costo? Al final resultó ser la población civil e inocente de Hiroshima.

Al instante, según cálculos conservadores, perdieron la vida 70 mil personas y cifra más o menos similar en los siguientes días, semanas, meses y hasta años de lanzada la bomba como consecuencia de la exposición a sus radiaciones. A 60 años del criminal suceso, aún existen secuelas. En el orden material desaparecieron de la faz cerca de 20 mil edificios y casas.

“Todo lo que quedó fue una gran cicatriz sobre la tierra”, describieron pilotos nipones que sobrevolaron el área horas después de lanzada la bomba.

Desde entonces hasta acá, sin el letal estigma nuclear que amenaza hoy a la humanidad por cientos de miles pueden contarse los seres humanos, militares o civiles, víctimas de las guerras.

Ante el holocausto de aquel seis de agosto, inicio para el planeta de la pavorosa era nuclear, autoridades niponas han solicitado a la Organización de Naciones Unidas, como recordación a la víctimas de Hiroshima y Nagasaki, promover el desarme nuclear en el mundo para el año 2020.

Quimérica meta si consideramos que en el presente los gastos de defensa de EE.UU. equivalen al 40,8 por ciento de lo que en el planeta se invierte en ese genocida menester. Cálculos estiman 359 mil millones de dólares, como para acabar con el hambre en la Tierra.

Detener el holocausto que se nos avecina parece difícil, pero no imposible.

Agencia Cubana de Noticias