Sospecho que, al final, nunca se deja de tener ocasión, directa o indirecta, de asistir a los procesos de ascenso y declive de hombres y mujeres en el poder. De hecho, visto el asunto de forma especial, es de convenir que la historia de la política no es sino la historia de subidas y bajadas de ciertos hombres –como de sus acciones–, lo que revela su condición de contingentes en el universo. Pero, más allá de la narración épica e histórica de estos procesos, lo cierto es que cada vez que ellos se dan, la vida real da cuenta de la dureza de su implicancia para los “afectados”. Veamos por qué.

Cuando uno llega al poder, y sobre todo al poder de alto nivel, llega entre palmas y vítores, entre hurras y con algarabío. En el momento del arribo a la cúspide, espacio que se reserva sólo para unos cuantos escogidos, se bebe y se danza en una orgía de felicidad que inunda y baña a los tocados con la gloria. Esta es regla general. Pero, en buena cuenta, parece que, en las condiciones actuales de vida, quienes celebran más, siempre son los que rodean, los “colaboradores”, los que, en menor o mayor grado, “hacen posible” que el ascenso aplaudido sea una realidad. Esto se debe a una situación eminentemente práctica: cuando el elegido asciende en la esfera pública del poder, el interés personal que hay de por medio entre los allegados –el que se materializa a través del otorgamiento de puestos de trabajo en la administración, o por medio de la cesión de cuotas mayores y menores de poder que permiten desarrollar grandes y pequeños feudos donde alguien reina sobre otros, o simplemente porque se otorgan concesiones de privilegios especiales, cortesanos, que diferencian con línea divisoria a las personas: el grupo de los que tienen poder (por realidad o por asolapamiento) y el grupo de los que sienten la fuerza de ese poder–, es el fin supremo de todo lo existente, la suma de todo lo esperado, el élan vital que motiva la existencia del partidario.

De ahí que, llegado el período del ascenso, el elegido, en la mayoría de los casos, es tratado como si fuera Dios. Es más, él mismo se siente como tal, porque la tribuna portátil y personal diviniza su figura de “hombre (o mujer, da lo mismo) de éxito” en paraclítico grado superlativo. Así, para adelante, la historia del empoderado sólo dependerá del modo y la forma como éste haya aprendido a controlar sus instintos eróticos y tanáticos, y de cómo es que sea tratado por sus adláteres.

Y mientras esto sucede, en el caso de los seguidores (para no decir, sobones), lo usual es encontrar que se convertirán en los más férreos defensores de todo lo que sea necesario defender a favor de su señor –y no precisamente en un sentido dialéctico-hegeliano, sino en la más amoral dirección pragmática de la defensa–; si antes del ascenso al poder, los ahora conformantes de la nueva grey fueron, en un principio, detractores y acusadores vehementes, y hasta “principistas”, de la nueva deidad, después no se hacen problemas (obviamente porque de por medio ya brillan favores que habrán de recibir), se desdicen con soltura bestial y trocan su antigua diatriba por un discurso colmado de loas para rematar, como plus de gracia y justificante, que “el pasado corresponde a otro espacio y tiempo histórico, y ahora es momento de unidad y de reconciliación”. De esta manera, esta nueva comunidad de fervorosos creyentes, para despecho del humanismo, comprobarán que un ser humano, sin dejar de serlo (al menos biológicamente), también puede convertirse en un felpudo viviente que siente y padece, que goza y que sufre, dependiendo de si lo pisan o de si no; es esta feligresía la que verificará, con no envidiable inmolación personal, y sólo para contradecir con humillación a los principios axiológicos que lamentablemente ya no rigen la vida de los peruanos, aún estando con ellos, que el principio de simultaneidad propuesto por Einstein, Podolsky y Rosen, no sólo es una realidad del mundo físico-cuántico, sino también del mundo que el escogido y sus “hijos” han creado, porque si aquél ríe o llora, éstos también lo hacen (sepan o no por qué deben hacerlo), si el uno enferma, los otros se enferman, y si les cabe alguna duda al respecto, preguntan con suma ingenuidad si ellos también deben enfermarse. Éstos actúan así porque, a no dudarlo, son agradecidos hijos de Dios; o, en todo caso, de su Dios. Por eso, la relación del uno con los otros es inconcebible en solitario. Individualmente, no se puede sostener. Ambos sujetos se necesitan, ambos se complementan, así como el actor necesita de un público que lo aclame (o que lo reproche), y el público requiere de un actor al cual aplaudir (o castigar). Su trabazón es necesaria. Pero, ¿qué pasa con sus hijos cuando el todopoderoso deja de serlo? La respuesta se intuye.

Por lo general, salvo que el elegido cuente con el concurso decidido de mastines bien amaestrados que responden obedientemente a sutiles variaciones de silbidos, por lo común, suele presentarse un efecto dominó negativo en ellos: se acaba el poder, se acaba el trabajo, resurge la necesidad del seguidor, el otrora poderoso no la cubre y, por tanto, el seguidor se aleja de su estrella en busca de otra que le dé luz y calor, a cualquier costo. ¿Y la dignidad humana del prosélito? Una coprolálica respuesta aguarda por dejarse sentir: ¡a la mierda con ella!

En tiempos de la Roma imperial, cuando el César –verdadero todopoderoso– salía del palacio en actos públicos, o cuando debía pasar inevitablemente por las vías regias del imperio, il popolo lo aclamaba al ver en él la encarnación de divinidad. Esto lo convertía, incluso para él mismo, en un ser omnipotente e ilimitado. Por eso era necesario, para evitar que el hinchado de poder se infle hasta la explosión ataráxica, que detrás de él se ubicara un servidor que le susurrase permanentemente al oído “acuérdate que sólo eres un hombre”, lo que buscaba bajarlo del Olimpo ideal, a la realidad terrenal. Sin embargo, tal efecto sólo sucedía –si sucedía– si el ungido de poder, a consciencia diferenciadora, no se permitía embriagar por el poder (Marco Aurelio es un gran ejemplo de esta fortaleza). Pero mientras esto pasaba con el emperador, ¿qué pasaba con el generoso seguidor?

La semana pasada he sido testigo especial –aunque esta vez por el cambio del gabinete ministerial de AGP–, como otros tantos más, de la repetición cuasi-sempiterna de este proceso de ascenso y descenso de poderosos, y con ellos, del ascenso y descenso de sus acólitos. En efecto, de entre los casi quinientos asistentes al acto público en el Salón Dorado del Palacio de Gobierno, muchos evidenciaban, en el llano, sus rostros plenos de emoción, de ansiosa impaciencia por ejercer ya lo que se alcanzaba en ese momento (si no se tocaba al Santo, al menos sí su manto, y eso ya era bastante) y lo que ello significaba para su futuro; pero así como éstos, también eran varias las caras que dejaban notar cierta congoja entremezclada con nostalgia por lo que se iba, y saltaba a la vista la notoria preocupación por el destino que les seguía a continuación: muchos dejarían sus puestos de trabajo y la estabilidad socio-económica relativa que dichos puestos les facilitaban. Cómo seguirán sufriendo aún hoy estos nuevos desempleados y desfavorecidos cófrades. Lo perdieron todo, incluso su dignidad. Si antes eran felices porque como felpudos servían para sentir la suela de los zapatos del poderoso y de sus amigos, y ese sólo hecho los hacía muy felices, ahora ni siquiera serán taconeados porque ya hay alguien más para asumir tan noble labor. En una palabra, no sirven para nada porque no son nada. Su existencia está vacía. Son dueños de un alma baldía.

Por eso me parece que, en tiempos actuales, debería ubicarse tras de cada poderoso terrenal (ministro, congresista, alcalde, etc.) al cuarto de guerra que les recuerde permanentemente que tal vez es cierto que pueden llegar a ser Dios, pero que tal privilegio es sólo temporal. Al fin y al cabo, son sólo seres humanos, y, por lo mismo, criaturas mortales. Pero insisto en proponer que si esto sucede con los poderosos, me parece que mucho más necesario es que suceda también con el feligrés: un cuarto de guerra debería ubicarse detrás de cada fiel, pues es él el adorador de dioses temporales, el que omnubilado olvida que sus dioses también son mortales, y que, por ello mismo, mejor sería evitar caer en situación de una adulación tal que, por hambre (de alimento, de poder, de lo que fuere), termina por convertir su cerebro (y con él, su dignidad) en extensión del tubo digestivo, lo que lo vuelve hombre indigno que sólo merece morir.

Este tipo de espectáculos, que se ven desde tiempos inmemoriales (baste recordar bufones y svéngalys) hasta los tiempos modernos (felpudinis y similares), se proyectan a futuro, lamentablemente, ad infinitum. Tengan por seguro que, con estas elecciones a la vuelta de la esquina, la función continuará. Y se repetirá, ahora, hasta con los candidatos consuetudinariamente perdedores, en estas nuevas elecciones. Es que, a donde se vea en tienda política existente, así como no faltan osados aspirantes a divinidades, tampoco faltan –más bien sobran– palafreneros de la monra. Qué difícil es ser Dios… y qué difícil es ser su hijo, ¿no?