Autor: Opinión
Sección: Opinión
31 JULIO 2011

Raúl Ramírez Baena*

Los retenes carreteros, los allanamientos y cateos ilegales, las detenciones arbitrarias, la incomunicación de los detenidos en instalaciones militares, las interferencias telefónicas y de internet, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada de personas y la tortura ejecutada por personal castrense son cosa de todos los días. Las víctimas y sus familiares saben bien de qué hablamos. Pero también los constitucionalistas, las organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales, el ombudsman y los organismos intergubernamentales (la Organización de las Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos) que han sancionado éstas y otras acciones del Estado mexicano por ser contrarias a los principios universales establecidos en el derecho constitucional y el derecho internacional en materia de derechos humanos.

Para acallar las críticas y las denuncias, “dar certeza jurídica” y vencer la ilegalidad en su actuación, pero sobre todo, para evitar ser sujetos de proceso por los excesos cometidos en el pasado, las Fuerzas Armadas han cabildeado intensamente reformas para que sus acciones queden dentro de la “legalidad”. Como si las leyes en el país no tuvieran un contexto histórico, cultural, social, político y filosófico, y se pudieran modificar con sólo levantar el dedo.

En ese marco se discute la Ley de Seguridad Nacional, promovida en sigilo entre las comisiones de Defensa Nacional, Seguridad Pública, Gobernación y Derechos Humanos de la Cámara de Diputados.

¿Qué contiene el predictamen?
El predictamen que se ha discutido establece que la Fuerza Armada Permanente (FAP) puede invadir las atribuciones de las policías civiles, omitiendo las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y del Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre la Desaparición Forzada e Involuntaria de Personas.

También, otorga a una sola persona, el presidente de la República, un amplio margen de discrecionalidad en el despliegue de elementos de la FAP y de la declaratoria de amenazas a la seguridad nacional, sin controles institucionales satisfactorios para prevenir y sancionar potenciales abusos en el uso de la fuerza, tal y como lo estableció el constituyente de 1917 en el artículo 29, colocando al Congreso de la Unión como contrapeso del Ejecutivo federal en torno a estas facultades.

Destaca la ausencia de controles democráticos sobre la actuación de la FAP, extendiendo la jurisdicción militar a la comisión de delitos que hoy constituyen violaciones de derechos humanos, y la ausencia de mecanismos de monitoreo y fiscalización por parte del Congreso, el Poder Judicial y el ombudsman.

Las labores de “inteligencia” no serán ya tareas exclusivas del Centro de Investigación y Seguridad Nacional, sino que se pretende crear un sistema nacional que incorpore a las Fuerzas Armadas, favoreciendo así las acciones encubiertas e ilegales de espionaje contra los “enemigos del Estado”.

Además, establece un sistema de excepción penal en el que los destinatarios en las definiciones de “amenazas a la seguridad nacional” se encuentran indeterminados, favoreciendo la persecución y criminalización de conductas no delictivas (como la protesta social pacífica, la defensa de los derechos humanos o el ejercicio del periodismo), cuando éstas “constituyan un desafío o amenaza”.

Incorpora los conceptos de “gradualización” y tipificación de amenazas a la seguridad pública, la seguridad interior y la seguridad nacional, sin establecer aún los criterios que se adoptarán para su identificación. No armoniza la legislación interna con las obligaciones internacionales del Estado mexicano en materia de derechos humanos, como se establece en las sentencias dictadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos de Rosendo Radilla Pacheco, Inés Fernández Ortega, Valentina Rosendo Cantú, Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera. En dichas resoluciones, que sientan jurisprudencia internacional, la Corte reiteró que bajo ninguna circunstancia el fuero militar puede ser competente para investigar o juzgar delitos cometidos por elementos de las Fuerzas Armadas en contra de civiles, pues en un Estado democrático esa jurisdicción debe tener un alcance restrictivo y excepcional.

Conforme a cifras oficiales, hay más de 60 mil elementos de las Fuerzas Armadas en las calles u otros espacios públicos, cumpliendo tareas que en un estado de normalidad democrática corresponderían exclusivamente a las autoridades civiles. Asimismo, en 17 de las 32 entidades –el 53.12 por ciento del total–, los encargados de las instituciones policiacas locales son militares.

El costo humano ha sido bastante alto. Las quejas presentadas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos por violaciones cometidas por militares se han incrementado en 1 mil por ciento entre 2006 y 2009; el 33 por ciento de las quejas durante 2010 correspondió a la Secretaría de la Defensa Nacional. De diciembre de 2006 a fines de 2010, el gobierno federal contabilizó 34 mil 612 ejecuciones en el contexto de la llamada “guerra contra la delincuencia organizada”.

Los legisladores del Partido Revolucionario Institucional y el Partido Acción Nacional pretenden aprobar una ley que ignora la tradición democrática de la nación y que las Fuerzas Armadas son parte de la soberanía nacional, no potestad presidencial. Sin exagerar, es el camino más corto hacia un Estado autoritario.

*Director ejecutivo de la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste, AC

Fuente: Contralínea 244 / 31 de julio de 2011