Nicolas Sarkozy: «Han pasado 10 años que no han borrado el recuerdo de aquellos destinos rotos y todos los franceses recuerdan lo que estaban haciendo aquel 11 de septiembre, tanta fue su conmoción ante lo que ustedes estaban viviendo. Y en la tarde del 11 de septiembre, en el fondo, nosotros los franceses nos sentíamos más americanos que nunca. (…) La mejor respuesta a aquellos asesinatos masivos y a aquellos asesinos es la liberación de los pueblos árabes, basada en valores que Estados Unidos y Francia siempre han representado, en la democracia.»
©Elysée.

Resulta extraño observar como celebra la prensa occidental el décimo aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Aunque se trata de un tema que pudiera abordarse desde muy diversos ángulos, se ha impuesto -¿o ha sido impuesta?– una misma consigna. Los medios de prensa rivalizan en la publicación de testimonios sobre una misma pregunta: «¿Qué estaba haciendo usted en aquel momento?»

Ese enfoque demuestra una voluntad colectiva de negarse a ver los hechos con otra mirada, de negarse a analizar aquel acontecimiento y sus consecuencias, de circunscribirse así a la reacción ante la emoción del momento, en otras palabras de no hacer trabajo periodístico sino un show mediático.

La conmemoración se acompaña de dictados orwelianos. Por ejemplo: «¿Cómo se puede dudar de la versión oficial ante el dolor de las víctimas?» o «¡Los que ponen en duda la versión oficial son negacionistas enemigos de la la democracia!»

Es precisamente el respeto a las víctimas –no sólo a las víctimas que encontraron la muerte aquel día en Estados Unidos, sino también a todas las víctimas que han muerto después en las guerras desatadas contra Afganistán, Irak, Libia y en otros países– lo que nos convoca a seguir buscando la verdad en vez de contentarnos con mentiras truculentas.

¿Cómo podemos además mantener viva la democracia sin cuestionar las verdades oficiales y, peor aún, si se recurre a la injuria ante el debate argumentado?

En una serie de artículos publicados en los días posteriores a la realización de los atentados, así como en libros publicados y en conferencias impartidas en los siguientes meses, yo cuestioné la versión bushiana de los hechos y acusé a una facción del complejo militar e industrial estadounidense dominada por los discípulos de Leo Strauss de haberlos gestado. Aunque al principio me sometieron al más total aislamiento y fui vilipendiado por la prensa atlantista, poco a poco logré movilizar la opinión pública internacional, incluso en los propios Estados Unidos, y mis cuestionamientos llegaron, el año pasado, a la tribuna de la Asamblea General de la ONU.

A medida que trataban de contradecir mis argumentos, las autoridades de Estados Unidos iban cayendo en nuevas y mayores contradicciones y la duda ha ido creciendo cada vez más. Hoy en día, los incrédulos son mayoría.
Como siempre sucede cuando cambia el viento, los oportunistas tratan de proteger su propio futuro y van distanciándose de la versión que durante tanto tiempo defendieron y que ahora se ve al borde del naufragio.

Así sucedió ayer, cuando los señores Kean y Hamilton, los copresidentes de la Comisión Presidencial sobre los atentados, renegaron de su propio informe. Lo mismo sucede hoy, cuando el señor Clarke, el consejero en antiterrorismo de los señores Clinton y Bush, acusa a sus colegas de esconder la verdad. En 10 años, las autoridades estadounidenses y británicas han sido incapaces de presentar las pruebas que habían prometido ante la Asamblea General de la ONU para justificar su acto de «legítima defensa» contra Afganistán. Lo que sí han demostrado, por el contrario, es que tenían un gran secreto que esconder y han mentido constantemente para mantenerlo oculto.

¿Quién se atrevería a afirmar aún, como lo hiciera Colin Powell ante el Consejo de Seguridad de la ONU, que Sadam Husein fue cómplice de los atentados del 11 de septiembre o, como sostuvo Tony Blair, que Osama ben Laden fue el gestor de los atentados de Londres?

A lo largo de estos 10 años, un creciente número de expertos han venido demostrando las incoherencias de la versión de la administración Bush, defendida por otros expertos. Si los argumentos de estos últimos fuesen convincentes, la polémica se habría extinguido. Pero se trata de un debate que tiene tan poco de científico que la frontera que divide a los expertos es de carácter exclusivamente político. Los expertos que aprueban la invasión de Afganistán y la Patriot Act afirman que las estructuras metálicas de las Torres Gemelas no resistieron el calor de los incendios, que el Edificio 7 [del World Trade Center] era demasiado frágil y que un avión se desintegró dentro del Pentágono.

Por el contrario, los que se horrorizan ante la expansión militar imperial y la legitimación de la tortura consideran imposible que las Torres Gemelas pudieran ser los únicos edificios del planeta en derrumbarse por las causas que supuestamente provocaron su caída, que es imposible que el Edificio 7 se cayera por simple mimetismo y que un enorme Boeing de pasajeros se volatizara dentro del Pentágono…

La versión bushiana del 11 de septiembre de 2001 se ha convertido en dogma central del imperialismo. Se nos exige que lo veamos como una verdad absoluta. Y si no lo hacemos estamos poniendo en tela de juicio el Nuevo Orden Mundial y somos condenados como herejes y cómplices intelectuales del terrorismo.

La frontera puede definirse, en resumen, de la siguiente manera. De un lado se encuentran las élites occidentales o globalizadas que se aferran a la versión oficial mientras que, del otro lado, la mayoría de los pueblos occidentales y el Tercer Mundo denuncian la mentira.

El debate de fondo no es llegar a determinar cómo es posible que un grupo de individuos que no aparecen en las listas de pasajeros que subieron en un avión lograran secuestrar ese avión en pleno vuelo, ni tampoco en determinar cómo es posible que un Boeing 757 plegara sus alas para caber por una pequeña puerta y volatizarse dentro del Pentágono, sino saber si Occidente ha sido blanco a partir de aquel día de un complot islámico mundial o si una facción estadounidense organizó aquellos hechos para lanzar impunemente a la conquista del mundo.

En París se erigió una réplica de las Torres Gemelas en la explanada del Trocadero, ante la torre Eiffel, en homenaje a las 3 000 víctimas del 11 de septiembre. El embajador de Estados Unidos, el alcalde de la capital francesa y el ministro francés del Interior participarán en la inauguración. No hay nada previsto para conmemorar la memoria del millón de víctimas de las guerras desatadas contra Afganistán, Irak y Libia.

Los filósofos que estudian la historia de las ciencias aseguran que los errores científicos no siempre desaparecen después de ser revelados. A veces hay que esperar hasta el fin de la generación que cometía esos errores. Ello permite que la verdad acabe imponiéndose al error. O sea, con el paso del tiempo la verdad conserva un poder explicativo mientras que el error lo pierde.

Ya en 2001, terminaba yo mi análisis advirtiendo sobre una inminente generalización de las leyes liberticidas. Rechazaba la presentación de Al-Qaeda como una organización terrorista antioccidental y señalaba, por el contrario, que se trataba de un medio de mercenarios árabes utilizados por la CIA en diferentes conflictos –contra los soviéticos en Afganistán, contra los serbios en Bosnia Herzegovina y Kosovo y contra los rusos en Chechenia– conforme a la estrategia trazada por Zbignew Brzezinski. Y finalmente anunciaba la inminente invasión contra Irak y el rediseño del Medio Oriente al que aspiraban los neoconservadores, ya por entonces aliados de Kissinger.
En aquel momento, la prensa de referencia ridiculizó mis análisis en cuatro aspectos esenciales.

 El principal diario francés Le Monde explicaba que Estados Unidos nunca atacaría nuevamente Irak porque ya había zanjado el problema con la operación «Tormenta del Desierto» y que sólo mi rabioso antiamericanismo podía llevarme a creer lo contrario.
 Le Monde Diplomatique explicaba en tono doctoral que yo no sabía absolutamente nada de política estadounidense porque me imaginaba que existía una alianza entre los neoconservadores y Kissinger.
 El diario estadounidense Washington Post nos alimentaba con infinitos detalles sobre el omnipresente complot islamista mundial que yo me negaba a tomar en cuenta porque me cegaba la presencia árabe en Francia.
 Y el New York Times elogiaba la Patriot Act y la creación del Departamento de Seguridad de la Patria, a las que sólo podía oponerse un pacifista europeo heredero del espíritu del pacto de Munich.

Sin embargo, 10 años después, cualquiera puede comprobar que, sobre cada uno de los 4 puntos de mi análisis político que fueron impugnados, era yo quien tenía la razón y que mis detractores estaban equivocados. Ahora tratan de dar marcha atrás reconociendo que la administración Bush «utilizó»el 11 de septiembre para imponer su propia agenda.

Y con el tiempo acabarán reconociendo que no soy un adivino que predijo por casualidad un futuro que ellos no fueron capaces de prever, sino que un riguroso análisis político permitía comprender desde aquel entonces que los gestores del 11 de septiembre tenían intenciones de aplicar aquella agenda.

Ahora que la OTAN acaba de poner a los compañeros de armas de Ben Laden en el poder en Trípoli, la comprensión del 11 de septiembre resulta más indispensable que nunca para identificar los verdaderos peligros que se ciernen sobre la paz mundial y ser capaces de enfrentarlos.

¿Cómo es posible no ver que las personalidades que hoy ponen tanto énfasis en la conmemoración de este aniversario respaldarán mañana nuevas guerras en el Medio Oriente y en el norte de África?