Nueva Esperanza, El Salvador. Sentado a la sombra de un árbol, Francisco Sosa observa cómo su hijo prepara la tierra para la siembra y rocía la maleza con el herbicida que sale de una bomba que lleva a cuestas.

A Sosa, de 60 años, le gustaría ayudar a Saúl, su hijo de 25 años, pero lo tiene prohibido. Al igual que otros muchos agricultores de esta comunidad del Suroriente de El Salvador, sufre insuficiencia renal, una dolencia crónica que en su fase aguda es mortal.

“Los médicos me han dicho que ya no riegue veneno, porque se puede complicar más mi enfermedad”, explica Sosa a la agencia de noticias Inter Press Service (IPS), en su finca de Nueva Esperanza, una comunidad campesina de medio millar de habitantes, que surgió en la década de 1990, perteneciente a El Bajo Lempa, municipio de Jiquilisco del departamento costero-oriental de Usulután.

Los pobladores y medios de comunicación han denunciado desde hace años el incremento alarmante de casos de enfermedades vinculadas a fallos renales en
la región del Bajo Lempa, dedicada por más de un siglo al cultivo de algodón y que, en consecuencia, fue asaltada por el uso intensivo de agroquímicos.

El monocultivo algodonero se sustituyó en la década de 1970, pero herbicidas y pesticidas altamente tóxicos se siguen usando sin ninguna protección, en la producción de maíz, frijoles y de otros vegetales.

En algunas comunidades del Bajo Lempa, como Ciudad Romero, la prevalencia de las enfermedades renales crónicas alcanzó un 20.7 por ciento de la población, y uno de cada cuatro hombres padece ese tipo de dolencia.

Esas cifras son alarmantemente superiores a las de otros países, destaca el estudio Nefrolempa, una investigación iniciada en 2009, por el Ministerio de Salud, cuando llegó al poder el izquierdista moderado Mauricio Funes, apoyado por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

La investigación indica que “la prevalencia de insuficiencias renales crónicas detectada por estudios epidemiológicos similares en diferentes países fue de entre 1.4 y 6.3 por ciento”.

El informe, cuyos resultados finales se conocieron en octubre de 2011, no confirma que los agroquímicos sean los responsables por sí mismos de la epidemia, pero sí aporta elementos que refuerzan la hipótesis de los campesinos y ambientalistas de que los pesticidas y herbicidas tienen que ver.

Entre los factores de riesgo, el documento señala que 82.5 por ciento de los hombres de la zona está en contacto con agrotóxicos.

“La enfermedad tiene que ver con todos los contaminantes químicos que tiene sobre todo en la zona agrocostera”, señala a IPS María Isabel Rodríguez, ministra de Salud.

“Tenemos cifras alarmantes que no se dan en ninguna otra parte del mundo”, destaca Rodríguez, tras explicar que en los enfermos “hay un factor ocupacional, el agricultor entre los 18 y los 60 años”.

“Cuando comienza a aparecer toda esta gente con problemas de insuficiencia renal, sin duda que hay un vínculo directo entre la enfermedad y el uso extensivo de insecticidas químicos”, señala el ambientalista Mauricio Sermeño, de la organización no gubernamental Unidad Ecológica Salvadoreña.

Sermeño se refiere a la fuerte exposición a pesticidas y herbicidas que sufrieron estas tierras durante la bonanza del cultivo del algodón, en las que se utilizaron químicos como el DDT (dicloro difenil tricloroetano), un compuesto usado intensivamente como insecticida en el siglo XX, hasta que fue prohibido por sus efectos nocivos para la salud.

Pero en El Salvador se siguen comercializando otros agroquímicos muy tóxicos, como el gramoxone o el hedonal, indica el experto.

La mayoría de los pesticidas químicos han sido comercializados por compañías internacionales, como la firma trasnacional alemana Bayer, responsable en gran parte de la agrotoxicidad en el Bajo Lempa, asegura Sermeño.

Las oficinas de Bayer en El Salvador no respondieron al reiterado pedido de IPS de un comentario ante este señalamiento.

En las comunidades del Bajo Lempa prácticamente no hay nadie que no tenga algún pariente o amigo que haya muerto de insuficiencia renal, aseguran activistas y campesinos.

“Aquí cerquita estaba Chunguito, así le decíamos, también murió Isidro, Lidia Sorto, Toñón, Neftalí, Abrahán. Son un montón los que han muerto de eso”, recuerda Donato Santos, quien años atrás tuvo que ser hospitalizado tras intoxicarse con el pesticida que usaba en sus milpas (cultivos de maíz).

Rosa María Colindres, enfermera de la primera clínica pública de atención renal que el gobierno instaló en la zona, afirma a IPS que el 95 por ciento de las tumbas del cementerio de Nueva Esperanza, son de habitantes que murieron de insuficiencia renal.

La clínica ofrece tratamiento para los diversos estadios de la enfermedad, que van del uno al cinco. En la fase cinco, que tiene mayor riesgo de muerte, los pacientes deben ir a un hospital para recibir entrenamiento sobre cómo hacerse la diálisis en sus hogar.

Allí aprenden a colocarse una sonda en una cavidad previamente abierta en la zona pélvica, para que a través de ésta se expulsen los líquidos que el riñón no logra procesar.

“Si no me hiciera la diálisis, ya me hubiera muerto”, dice a IPS Wilfredo Ordoño, otro agricultor que recuerda cómo, años atrás, los pesticidas que regaba con una bomba se salían y “me bañaban” toda la espalda. “Yo creo que eso me jodió a mí”.

El Bajo Lempa es una zona costera donde desemboca, en el Océano Pacífico, el río del mismo nombre (el más largo de América Central), y que es golpeada cada año por inundaciones que destruyen las cosechas y obligan a la población a refugiarse en albergues.

Tras el fin de la guerra civil, en 1992, esas tierras, antes en manos de terratenientes que cultivaban algodón y caña de azúcar, fueron parceladas y entregadas a exguerrilleros y sus familiares para que se integrarán a la vida civil como agricultores.

La población de la zona es marcadamente de izquierda, y por ello algunos creen que los gobiernos anteriores, en manos de la derechista Alianza Republicana Nacionalista, no se interesaron en detectar y controlar la epidemia, ni en establecer los mecanismos legales para asegurar un adecuado comercio y manejo de agroquímicos.

El Acuerdo Ejecutivo Número 18, de enero de 2004, establece algunas normas para controlar el sector, pero en la práctica resultan letra muerta, aseguran especialistas y afectados.

Por ejemplo, el artículo 5 señala que será obligación de los propietarios de cultivos, el importador, el comercializador y el usuario de agroquímicos velar porque las sustancias sean aplicadas por personas previamente capacitadas y con el equipo de protección personal recomendado para cada producto.

Los agricultores del Bajo Lempa raramente son instruidos sobre cómo regar los pesticidas, y son pocos los que utilizan guantes y mascarillas para protegerse de los químicos.

De hecho, mientras IPS conversaba con Francisco Sosa, a la sombra de un árbol de su finca, su hijo Saúl rociaba el pesticida utilizando a modo de mascarilla tan sólo una pañoleta del Barcelona Fútbol Club.

Fuente: Revista Contralínea 274 / 04 marzo de 2012