Y del foxismo al calderonismo hay entre ellos casi un centenar de periodistas asesinados que informaron, sobre todo como reporteros, de los hechos de la guerra panista-calderonista, que violenta el Artículo 29 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, para sacarle la vuelta a la aprobación del Congreso de la Unión y violar sistemática y metódicamente los derechos humanos y sus garantías.

El periodista Carlos Moncada, en su investigación titulada Oficio de muerte. Periodistas asesinados en el país de la impunidad (editorial Grijalbo, 2012), puso en blanco y negro (y rojo de sangre) la matanza de mexicanos que raya en genocidio (por odio a la prensa y sus trabajadores). Entre ellos, quienes fueron privados de la vida por cumplir con su deber constitucional de informar a la opinión pública.

Ya en plena huida, Calderón y su policía en Gobernación, para lavarse las manos, dizque impusieron la ejecución de una seudoley (publicada en el Diario Oficial de la Federación el 25 de junio de 2012) para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas.

Una vez más: todos los mexicanos exigimos seguridad. Que termine la “perturbación grave de la paz pública” y ya no se “interrumpa la observancia” de la Constitución por la rebelión de las delincuencias y el uso de la fuerza militar, marina y policiaca que sólo mata por matar, sin resolver el sangriento problema que impuso la violencia criminal por todo el territorio. No se trata de implantar “un mecanismo para protección de los defensores de los derechos y para periodistas”, cuando la indefensa población en general está padeciendo asesinatos, secuestros, torturas, desapariciones, desplazamientos y violaciones a sus domicilios, con abusos sexuales por parte de militares, policías y delincuentes.

Calderón calificó a los mexicanos víctimas de su guerra como “daños colaterales”, y hasta el último día de su maldito y mal gobierno insiste en que su estrategia era la correcta. Otorgar en el papel de una ley cuidados a los periodistas y defensores de los derechos humanos, unos para dar testimonios de tales hechos en la información y otros para hacer valer los derechos de los asesinados, es un absurdo. Además, otorgar protección de esa manera excepcional va contra la igualdad de dar seguridad máxima a todos los mexicanos sin discriminar a nadie.

Que por toda la geopolítica mexicana se implante protección a periodistas y defensores, para que ante las amenazas no cumplidas reciban cuidados, es apenas un paliativo. A este paso, cada uno de los 114 millones de mexicanos necesitará protección (los funcionarios y los ricos ya tienen guardaespaldas y automóviles blindados). Y ni con ese “mecanismo”, defensores y periodistas estarán a salvo de las delincuencias, servidores públicos y Fuerzas Armadas que también cumplen amenazas contra ellos. Lo que está en cuestión es la seguridad nacional como regla sin excepción.

Calderón y los integrantes de su pandilla fueron incapaces de restablecer la paz pública. Estamos en el filo de un desastre mayor: la guerra de todos contra todos (prevista por Thomas Hobbes en su tratado Leviatán), para que cada quien defienda su vida. Los defensores de los derechos humanos son víctimas de agresiones, de obstáculos para cumplir con sus deberes. Los periodistas también. Y no hay mecanismo para erradicar la criminalidad de los delincuentes ni de los funcionarios con o sin uniforme.

Hace falta restaurar la paz pública. Es la única forma de garantizar los derechos de todos los mexicanos, entre los que están quienes se dedican a defender los derechos humanos y a informar, criticar y analizar los hechos en los medios de comunicación. Para hacer valer la vigencia constitucional de todos los mexicanos se debe extirpar la criminalidad de los participantes en la rebelión, y de los que tratan de acabarla, hasta ahora sin éxito, en el toma y daca de privar de la vida a unos y otros.

La nación exige protección general si es que, cuando menos en la seguridad, somos iguales para vivir con paz pública, donde no impere el hacerse justicia por propia mano. Y menos con arreglo a la pena de muerte, que no tiene ningún sustento legal.

Fuente
Contralínea (México)