Santiago el Pinar, Chiapas. A primera vista, no parece un municipio pobre: camino pavimentado; orilla de la banqueta perfectamente pintada de amarillo; calle limpia y concurrida por pocos vehículos.

Entre las tonalidades verdes de los montes de los Altos de Chiapas resalta un colorido conjunto de casas. El trazo arquitectónico es similar al de las unidades habitacionales de la capital del país. Conforme se avanza, los colores verdes, azules, rosas y anaranjados dominan el paisaje. Se trata de la nueva “ciudad rural sustentable”.

Detrás de las puertas, la sorpresa: las nuevas casas –impecablemente pintadas– mantienen hacinados a los indígenas tzotziles que las habitan. No miden más de 40 metros cuadrados. Las paredes están hechas con adoblock: “se rompen hasta con un golpe y en tiempos de lluvia el agua se filtra”, explica Úrsula, vecina de la comunidad.

Úrsula dejó su antigua vivienda para alojarse en su nueva casa. Vive con su marido –hermano del alcalde– y su pequeño hijo. A pesar de ser sólo tres en la casa, no caben.

Avergonzada, la indígena tzotzil muestra el interior de su domicilio. Su cocina mide 2 metros de largo por 1 de ancho. Ahí tiene un fregadero mal colocado, no cuenta con estufa, porque no tiene gas ni quiere tenerlo. “Ahora nos van a obligar a pagar el gas”, exclama, preocupada.

Las indígenas de la región cocinan en fogón; pero en las “nuevas ciudades” no es tan fácil: no existe una chimenea o escape para el humo y se pueden intoxicar.

En la pequeña sala, Úrsula sólo tiene una mesa de madera en la que amontona hojas, discos, plumones y productos de cuidado personal; no cabe un sillón, ni siquiera tiene una silla: le quitaría espacio.

En la habitación apenas cabe una cama matrimonial, que es movida constantemente por las goteras que produce la filtración de agua. Arriba de la cama cuelga un mecate delgado que sirve como tendedero: calcetines se secan ahí.

Ataviada con un modesto vestido negro y un rebozo gris amarrado en su hombro izquierdo, la joven madre abre la puerta del baño: cuenta con excusado, lavabo y regadera, pero no los usa.

—No podemos usar nada porque no hay agua, sólo la pusieron cuando vino el gobernador –comenta, indignada.

—¿Cuando la instalen va poder usar esos servicios?

—No. Tampoco tenemos drenaje.

Infografía estática

El maquillaje gubernamental

A finales de marzo de 2011, la administración estatal, encabezada por el entonces gobernador Juan Sabines, inauguró –de la mano del expresidente Felipe Calderón– la Ciudad Rural Sustentable de Santiago el Pinar.

El objetivo del proyecto es “adecuar la distribución territorial de la población a las potencialidades del desarrollo regional de Chiapas, en un marco de mayor prosperidad social y económica y de sustentabilidad en el uso de los recursos”, señala el gobierno estatal.

Además, se espera que las “ciudades” brinden a sus habitantes viviendas dignas con servicios públicos de calidad y alternativas productivas con empleos dignos y bien remunerados, en un ambiente de sustentabilidad en el uso de los recursos naturales.

El 24 de mayo de 2010, el gobierno de Sabines anunció que se ubicarían a cuatro comunidades del municipio en la nueva “ciudad rural”, ubicada en la cabecera municipal.

“Las 468 familias que habitarán la nueva ciudad contarán con todos los servicios, desde agua potable, drenaje, escuelas, seguridad, espacios religiosos, vigilancia, industrias alimentarias, esparcimiento, entre otros. Las casas están construidas de madera con paredes y techo de concreto, adaptadas para resistir los cambios climáticos y soportar vientos de hasta 120 kilómetros por hora y contarán con sala, comedor, cocineta, dos recámaras y baño principal.”

También, explicaba el gobierno, “tendrán tres patios, en donde realizarán actividades de autoconsumo mediante un huerto familiar, hortalizas, gallinas, conejos y codornices que ayudarán a combatir la pobreza alimentaria”.

Nada más alejado de la realidad. Úrsula no cuenta con un espacio para tener a sus animales; el piso de su casa no es de concreto, es de madera, y el techo que cubre las habitaciones es de lámina.

Alejandro Gamboa López, quien fuera secretario de Desarrollo y Participación social del estado hasta el 7 de diciembre de 2012, explica a Contralínea que debido al proyecto de la ciudad rural en Santiago el Pinar, el municipio pasó del lugar 19, en 2005, al 307 en 2010 en cuanto a su rezago social; es decir, mejoró 288 lugares, pese a empeorar en el sexenio anterior.

Además, de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), el municipio chiapaneco disminuyó su rezago de 2.6 a 1.2 en 5 años.

“En el plano comparativo, para dar cuenta del impacto con esta ciudad rural se puede mencionar que en el año 2000, 84 de cada 100 viviendas contaban con luz eléctrica; en 2010, 95 de cada 100, y en 2012 es del ciento por ciento.
“Con estos resultados, más de 460 familias dejaron de formar parte de las estadísticas de pobreza extrema del estado y del país”, explica Gamboa.

No obstante, este semanario documentó la falta de agua potable, drenaje y luz eléctrica en las casas.

Para el asesoramiento, evaluación y apoyo financiero del proyecto se creó un Consejo Consultivo Ciudadano, presidido por Esteban Moctezuma Barragán, presidente de Fundación Azteca.

Algunos de sus integrantes son reconocidos empresarios en el ámbito nacional. Por ejemplo, Raúl Cerón Domínguez, representante de Fundación Telmex; Gustavo Lara Alcántara, presidente de Fundación BBVA-Bancomer; Fernando Peón Escalante, director general de Fomento Social Banamex; y Carlos Martín Coutiño Rodríguez, presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana en Chiapas.

A casi 2 años de la inauguración de la ciudad, cuyo costo fue de 394 millones de pesos, la obra está inconclusa. Para conseguir agua, los pobladores caminan más de 6 horas en el monte. Llevan ánforas y suben cada tercer día las laderas rumbo al manantial que los provee. En cada traslado llevan los pocos litros que su cuerpo puede cargar durante las 3 horas que invierten en el camino de regreso, con ellos deben de subsistir hasta que emprendan de nuevo el accidentado y cansado viaje.

Un tubo de PVC se asoma debajo de la vivienda de Úrsula, es el drenaje que no ha sido conectado a la red. Al lado está ubicado un tinaco Rotoplas vacío a ras de piso. “No sabemos cómo va a subir el agua si el tinaco está en el suelo; dijeron que necesitamos una bomba pero no la pusieron y no tenemos dinero para comprar una”, comenta la joven.

“La gente se está regresando a sus casas: no nos gusta vivir aquí. No se puede vivir aquí”, dice Úrsula, mientras alza los brazos y mira con rencor su nueva vivienda.

Muchos hogares ya están vacíos. La indígena explica que de las 468 casas construidas, menos de 25 siguen habitadas. La mayoría prefirió regresarse, sobre todo por el espacio donde tienen a sus animales. Aunque tampoco tienen servicios básicos, al menos su milpa está más cerca y no les llegan excesivos cobros por supuestos consumos de energía eléctrica.

El exterminio

Víctor Hugo López, director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, AC, explica a Contralínea que la construcción de las ciudades rurales para erradicar la pobreza es una lógica equivocada del gobierno estatal, ya que planean concentrar en pequeños espacios a muchos habitantes.

“Se invierte una cantidad impresionante de dinero para obligar a la gente a habitar casas inhabitables que, además, no son sustentables puesto que cuentan con una serie de servicios que necesitan mantenimiento.

“Por ejemplo, tienen invernaderos que no cuentan con redes de comercialización; se construyó una ferretería, pero por obvias razones nadie va ir a comprar ahí. La Comisión Federal de Electricidad (CFE) les cobra recibos que son impagables para la mayoría de sus habitantes, y si no pagan les cortan la luz.”

El defensor de derechos humanos explica que el trasfondo de estos proyectos urbanos es el aniquilamiento de las poblaciones originarias, debido a que rompen con su contexto cultural. En realidad no se resuelve el problema: no se garantiza la vivienda con la participación de la comunidad de acuerdo con su contexto.

“No hay voluntad por parte del Estado para que los chiapanecos tengan una vivienda digna”, indica Víctor Hugo López.

En la ciudad rural del municipio no sólo se edificaron viviendas, también se erigió una escuela primaria, un depósito de café, un mercado, una clínica y una ensambladora de triciclos comprados por el gobierno estatal.

En la ensambladora trabaja el esposo de Úrsula. Dejó su milpa para engrasarse las manos con los materiales. Percibe un salario diario de 70 pesos. Es el único sustento de la familia, pues ella no fue aceptada en el Programa Oportunidades, del gobierno federal.

Cuando fue a recibir el programa la respuesta que le dieron fue que su nombre “no había pasado”. Se tiene que conformar con 1 mil 400 pesos mensuales que percibe su esposo en la fábrica.

Son las 14:00 horas y las dos naves del nuevo mercado lucen vacías. Todos los locales están cerrados. Nadie vende o compra nada. No hay una sola persona. Aunque el silencio a veces es interrumpido por el canto de las aves, parece no haber vida. Aquí es el corazón de la ciudad rural, el pueblo fantasma.

La desolación supone un abandonado recién ocurrido. Las casas nuevas y sus coloridas paredes, testigos mudos de la huida y del fracaso gubernamental.

La marginación

De acuerdo con cifras del Coneval, Santiago el Pinar ocupa el octavo lugar en pobreza a nivel nacional. Y es el quinto a nivel estatal, con un porcentaje de 96.5. Se encuentra debajo de Aldama (97.3), San Juan Cancuc (con el mismo porcentaje), Chalchihuitán (96.8) y San Andrés Duraznal (96.5).

En Santiago el Pinar habitan 3 mil 245 personas; la mayoría, indígenas tzotziles. En ese sentido, las cifras del Consejo Nacional de Población muestran que casi el 40 por ciento de los mayores de 15 años en el municipio no sabe leer ni escribir, y el 50.37 por ciento no concluyó la primaria. Si se incluye la secundaria, se obtiene que el 77.80 por ciento de la población mayor de 15 años no ha concluido la educación básica.

Al menos 330 habitantes no cuentan con servicios de salud y más de 400 viven en casas con pisos de tierra.

Más de 560 no cuentan con red de agua potable y casi 200 no tienen excusado en su hogar. El drenaje es un servicio negado para 997 personas, más del 30 por ciento de la población del municipio.

Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en Santiago el Pinar, de las 686 viviendas habitadas, sólo 12 cuentan con refrigerador, 175 con televisión, tres con computadora y una con lavadora.

En el municipio existen ocho escuelas de preescolar, nueve primarias –entre éstas una indígena– y tres secundarias. En las primarias laboran 29 maestros y en las secundarias, 14.

Además, la Secretaría de Desarrollo Social ubicó en 2005 al municipio en el lugar 19 de marginación nacional; pero en 2010, ya con las ciudades rurales, bajó hasta el 268.

Sin embargo, las cifras oficiales son engañosas porque se asevera que todas las casas de la ciudad rural cuentan con energía eléctrica, agua potable, drenaje y excusado.

Enfermedades “curables”

Parece un viejo. Habla con dificultad. Su mirada es triste, cansada. Sus movimientos, lentos y torpes. En su encorvada espalda parece cargar el peso del sufrimiento que provoca vivir tantos años en la pobreza. Pero Miguel sólo tiene 18 años. Es el hermano menor del presidente municipal de Santiago el Pinar.

Lleva semanas con una fuerte infección en la garganta. Estuvo internado 4 días en el hospital debido a la fiebre. No sanó pero lo dieron de alta. Ahora, en su casa, espera que con el paso de los días se le quite la enfermedad.

A pesar de no ser un antibiótico, lo único que le recetaron para su malestar fue paracetamol: no sirvió de nada. El intenso calor y la humedad de la zona han acrecentado su padecimiento.

La nueva clínica está a 15 minutos de su casa, pero a veces no le alcanza para el pasaje: 60 pesos viaje redondo.

A Miguel le gusta asistir a la escuela. Cursa el cuarto semestre de bachillerato y anhela estudiar la licenciatura en derecho. Si corre con suerte, tendrá que ir hasta San Cristóbal de las Casas todos los días o rentar allá un cuarto por 800 pesos mensuales; hace la suma mental y se desanima un poco.

Su hermano Francisco Pérez, alcalde de Santiago el Pinar no le ayuda con los gastos escolares ni médicos; hace 2 meses que nadie en la comunidad lo ve. Algunos pobladores presumen un fraude.

Además de su hermano, el alcalde tiene un sobrino enfermo de pulmonía desde hace 8 meses. El niño está así desde que nació, lo dieron de alta en el hospital, pero no deja de toser durante todo el día. Su madre está desesperada: no soporta ver que el recién nacido sufra sin que reciba atención médica de calidad en la nueva clínica.

Juan José de Jesús López Hernández es el director del hospital recién inaugurado en el municipio. No permite fotografías si no se cuenta con un oficio del gobierno estatal, pero acepta la entrevista.

Explica que las enfermedades más comunes en la localidad son las respiratorias, las estomacales, la anemia y las derivadas del embarazo: infección en las vías urinarias, entre otras.

Además, comenta, “la desnutrición es grave aunque ha disminuido en nuestras comunidades de influencia: Choyo, Chiquinch’en los Tulipanes, Santiago el Relicario, San Antonio Buenavista y Xchuch. Ni la consulta ni el medicamento se cobra.

“El Programa Oportunidades nos permite trabajar con estas comunidades; eso garantiza un buen servicio porque, al menos en desnutrición, el Programa es un pilar en la atención de menores de 5 años. Si la nutrióloga coloca a los niños en desnutrición grave, los vemos cada semana; si es moderada, cada 15 días; y si es leve, cada mes. Tenemos un control en ellos, cuesta mucho para que sean niños normales pero tenemos poco laborando”, explica el médico.

En la clínica cuentan con los servicios de consulta externa, medicina preventiva, odontología, nutrición, sicología, laboratorio, farmacia y urgencias, donde se atienden complicaciones que comprometen la vida: partos y heridas.

—Hemos documentado que en algunas comunidades no hay suficientes medicamentos –se le cuestiona con referencia al caso de Miguel.

—Tenemos un responsable de farmacia. Siempre se preocupa por tener las claves mínimas, es decir, tenemos un cuadro básico de medicamentos, manejamos hasta 200 en promedio; contamos con medicamentos para las enfermedades más frecuentes, afortunadamente no padecemos los cuadros básicos –justifica.

—¿Brigadas médicas visitan las comunidades?

—No. Los habitantes ya saben el día que les toca la cita; ellos vienen, pero también tenemos actividades de campo: se dan talleres comunitarios, atención nutricional, sicológica y odontológica.

A pesar de ser un hospital que presta servicio médicos del tercer nivel (más limpio y mejor equipado que muchas clínicas del Distrito Federal), debido a la falta de personal médico no atienden a los pacientes en el horario vespertino, únicamente en las mañanas y los fines de semana.

Ninguna persona espera su turno en alguna de las 24 sillas de la sala de espera; las pantallas planas están apagadas; las enfermeras sólo platican.
Casi la mitad del hospital carece de energía eléctrica, mientras que las áreas de maternidad y urgencias presentan fallas en el voltaje.

El médico señala que no reciben apoyo del gobierno municipal para dotar de combustible a las ambulancias.

—¿Qué hace falta para mejorar la salud del municipio?

—Falta que el gobierno [municipal] concientice a su gente para que se exista una cultura de la prevención. Nuestro trabajo es preventivo más que curativo.
A 20 minutos de la clínica, en la comunidad de Chiquinch’en de los Tulipanes, Mateo Hernández contradice el discurso del médico.

“Cuando la gente se enferma de calentura [como le dicen a la fiebre], diarrea y tos, a veces no hay medicamentos en el hospital y nos mandan a comprar a la farmacia. Uno tiene que pagar con su dinero la cura, pero en la farmacia sale cara.

“Cuando no podemos llegar a la cita, el doctor nos pone falta y nos quitan nuestros apoyos; ya no podemos cobrarlos”, señala el indígena tzotzil.

Mateo tiene casi 50 años y seis hijos. Es campesino. Siembra café y plátano, pero lo que vende no es suficiente para subsistir. Su esposa recibe 810 pesos bimestrales del Programa Oportunidades: la mayor parte lo gasta en el pago de la energía eléctrica. En su casa sólo tiene tres focos, por los que la CFE le cobra bimestralmente 400 pesos en promedio.

En la casa viven cuatro de sus hijos. Su esposa habla con dificultad el español. “Hoy cociné repollo con frijolitos, pero regularmente comemos verduras, tomate; carne de res o pollo, sólo cada 8 días”, explica, entre el ruido ensordecedor de sus animales.

El humo de la cocina irrita los ojos. Los habitantes ya están acostumbrados, sólo la más pequeña de la familia, una niña de 3 años, con ropa raída, descalza, se los talla de vez en cuando, pero no se aleja del fogón.

—¿No les hace daño el humo, don Mateo?

—Sí. A veces nos sale pus en los ojos, nos rascamos por la comezón y sale más; pasamos 2 o 3 días enfermos. Hasta a los bebés les sale.

—¿Van al doctor para atenderse cuando sucede eso?

—¿Para qué vamos hasta allá? Nada más nos dan gotas. Mejor nos curamos con lirio, hasta que vuelva a salir la pus.

Fuente
Contralínea (México)