Hillary Clinton, que representaba el principal obstáculo para el cambio de política exterior planeado por el presidente Obama, no ha sido vista en público desde el 7 de diciembre de 2012.

El 9 de diciembre su secretariado anunció que había contraído un virus intestinal. El día 21 se anunció que, debilitada por la enfermedad, la señora Clinton había sufrido una caída –en su domicilio– que le había provocado una conmoción cerebral y un breve coma. El 30 fue ingresada en el hospital presbiteriano de Nueva York para seguir un tratamiento a base de anticoagulantes después de habérsele detectado varios coágulos de sangre en la cabeza.

Su asistente Philippe Reines declaró a la prensa que la secretaria de Estado retomaría normalmente su trabajo a principios de enero, al cabo de un mes de ausencia, y que se ocuparía de las cuestiones corrientes hasta la confirmación de su sucesor en el cargo. Desmintió además enérgicamente las alegaciones del National Enquirer, que publicó recientemente que la señora Clinton sofría un cáncer cerebral.

En Washington, los neoconservadores ponen en duda todo lo informado. El embajador John Bolton acusa a la señora Clinton de estar fingiendo una «enfermedad diplomática» para no verse obligada a responder a las preguntas del Senado sobre su incompetencia en el incidente del ataque contra el consulado estadounidense en Bengazi.

Pero en privado numerosos expertos hablan, por el contrario, de un gravísimo deterioro de las relaciones entre la secretaria de Estado saliente y el reelecto presidente Barack Obama, situación que supuestamente habría llevado a los servicios secretos a “sacar de la circulación” temporalmente a la señora Clinton.