Desde los derechos humanos, es claro que la criminalización obedece a una estrategia de represión de la disidencia y de la defensa de lo social, en oposición a intereses poderosos de apropiación de los recursos naturales o económicos. Hoy en día los focos rojos de represión y criminalización son muchos y continúan apareciendo.

En Guerrero, por ejemplo, comienza a reforzarse el discurso de criminalización que vincula a la población con la peor violencia, y no es que no haya tal violencia, sino que, con el pretexto de acabarla, pueden barrer con lo que sea. Ya se está diciendo que los grupos de autodefensa son brazos armados del narcotráfico; y, con el pretexto de que todo lo que no está organizado por la ley (léase quienes la establecen) es criminal, igual arremeten contra el crimen organizado como contra verdaderos grupos de policía comunitaria. El Estado (con nombre y apellido) no puede permitirse –así justifica su acción– organizaciones autónomas, y hará lo necesario para desaparecer cualquier iniciativa que le parezca que “pone en riesgo la estabilidad nacional”. Así sea una pequeña comunidad.

Hay focos rojos también en la Sierra Norte de Puebla, donde se proyecta instalar varias hidroeléctricas. Campesinos de la zona hicieron pública su denuncia contra la empresa Grupo México y las autoridades municipales ante la presión que ambos están ejerciendo (por acción u omisión) para que la gente abandone sus tierras. Ya comenzaron a darse los primeros enfrentamientos y amenazas. ¿Es posible defender la tierra sin que las autoridades no aprovechen cualquier acción como pretexto para detener, encarcelar y afectar la protesta?, porque ésa es otra típica justificación a la criminalización: “nosotros no los estamos encerrando porque protestan, lo hacemos porque están alterando el orden público…”. Bajo ese pretexto, cualquier acción de resistencia puede ser usada en contra de individuos u organizaciones.

Para ir a la raíz del problema debemos entender el término “criminalización de la protesta” en toda su amplitud. No sólo se criminaliza jurídicamente, se criminaliza socialmente. El que protesta es el que defiende sus derechos, el que disiente, el que alza la voz y dice lo que otros callan, pero también lo es el incomprendido y el “diferente”. Criminalizar es poner la etiqueta social de “enemigo” al otro, lo sea o no lo sea en realidad. La criminalización de la protesta es hacer del disidente un enemigo. Criminalizar la disidencia es un recurso defensivo de quien no soporta ser cuestionado y se encuentra en una posición de poder. Porque quien criminaliza tiene la capacidad de ejercer un poder represor sobre el criminalizado, y lo ejerce ya sea al crearle un estigma social de rechazo, apartarlo, encarcelarlo, torturarlo o en el caso más radical, eliminarlo.

Quien criminaliza no sólo se ve cuestionado en sus ideas, se siente cuestionado en todo su ser. Asume que quien disiente atenta no sólo contra él, sino contra todo el grupo del que se identifica protector, y no sólo contra el grupo, sino contra la estabilidad misma del entorno (la empresa, el salón de clases, el seno familiar). El que criminaliza asume, o se justifica asumiendo, que las reglas se hicieron para obedecerse, pero no distingue entre quienes las formulan y las ejercen, de aquellos que no fueron consultados y sólo deben obedecer. El que criminaliza se asume “voz de la ley”; no concibe su actitud como una imposición, sino como una acción de “justicia”. La defensa de la norma se transforma en acto de fe y quien la cuestione será tratado como hereje.

Característica también común de la criminalización de la disidencia es la incomprensión. Los discursos se enuncian desde distintos niveles y lógicas. Por ejemplo, el juez habla e interpreta desde el discurso jurídico, es decir, el derecho como una normativa establecida; el defensor de derechos humanos habla desde una lógica del derecho como garante de la justicia social. El juez dice al “inconforme”: “Te encierro (te despido, te expulso) porque has faltado a las reglas”. El defensor de derechos humanos expone: “tal acción es injusta porque esta persona defiende sus derechos”. Sin embargo, quien se encuentra en la mejor posición de poder es quien decide qué discurso o qué lógica es la valida, y le niega toda validez fáctica a la otra.

Pero no es el juez, por ser ejecutor de la norma, el dueño de ésta, sino que suele estar también atado a ella. Digamos que un juez le dijera al “inconforme”: “Te libero porque, independientemente de tu proceso, estoy consciente de que éste es un grave caso de injusticia y no mereces ser encarcelado”. Eso es impensable. Si un juez va a sacar a alguien de prisión deberá hacerlo encontrando fallas en la lógica del que encierra: en el proceso, en las normas, pero nunca al validar el discurso del criminalizado. Si un juez acepta un argumento ético de la defensa es porque la ley se lo permite, pero nunca por la fuerza ética del argumento. Para acceder a un mismo nivel de discusión, quien disiente se ve obligado a argumentar dentro de la lógica de discurso que se le impone, lógica de discurso que no le pertenece y, por lo tanto, no le es familiar. Ello lo pone en franca desventaja.

Esto mismo, hay que insistir, pasa en círculos más locales y cotidianos: en el trabajo, la escuela, la familia o en las organizaciones no gubernamentales… La criminalización no es siempre un acto consciente y planeado, sino que, sobre todo en estos ámbitos más cotidianos, suele aparecer como un acto reflejo de defensa ante aquello que cuestiona la palabra o las ideas de quien está en posición de criminalizar. Casos típicos: el del padre que se siente vulnerado por el hijo que quiere ser diferente a las expectativas; este padre no quiere oír las razones de su hijo y entonces lo echa de casa o lo estigmatiza entre sus familiares; o el del jefe que amenaza o corre al trabajador que cuestiona sus formas de trabajar. En fin, la criminalización es un acto constante en las relaciones sociales, en las que a todos nos puede tocar estar arriba como estar abajo. Hacerlo consciente es parte de la responsabilidad de quienes defendemos los derechos humanos.

Fuente
Contralínea (México)