En los juegos florales del tartufismo, un cortesano se ha destacado en la promoción de las impresentables contrarreformas. Manlio Fabio Beltrones, el tribuno sin pueblo –no fue elegido por los votantes, sino por el plurinominal dedo divino de Enrique Peña como pago a la declinación de sus ambiciones presidenciales a su favor, permitiéndole continuar ejerciendo alegremente sus versátiles habilidades de saltamontes en ambas cámaras del Congreso de la Unión, sin necesidad de la reelección–, no ha dudado en recurrir ardorosamente a su hiperbólica oratoria adolescente-juvenil. Sin ruborizarse por los saltos de carnero que se ve obligado a dar y con meliflua entonación, no ha mezquinado en florituras. Con ampulosa verbosidad, que quizá ni los mismos priístas soportan, manosea las palabras trilladas para exaltar cada uno los compromisos enumerados en el catecismo peñista (el Pacto por México), tratar de mostrar sus virtudes y convencer a sus pares del Congreso para que los aprueben y conviertan en ley, en los casos que sea necesario. Siempre repite las mismas fórmulas, indistinta y chocantemente, sin preocuparle cuál sea el tema en cuestión: “pluralidad”, “consenso”, “prisa”, “las reformas que requiere México”, “urgencia de crecer en forma sostenida”, “crear empleos bien remunerados”, “beneficio social”, “fortalecer el mercado interno”, “eficiencia”, “competencia”, “productividad”…

Más allá del estruendo, nada importa si esos cambios son los que realmente necesita un país heterogéneo, de intereses y necesidades disímbolas y a menudo contrastantes. Si se cumplirán o no los beneficios sociales ambiguamente enunciados y que, por principio, se contraponen a los económicos: eficiencia, competencia, productividad, vocablos que delinean el contenido neoliberal, antisocial y excluyente del programa peñista. Al cabo es el país de sus maravillas. Controlan los poderes del Estado para imponer su programa sin necesidad de aparentar el consenso. “El tema es quién es el que maneja las palabras… Nada más”. “Cuando uso una palabra –dijo Humpty Dumpty, con un tono bastante soberbio– esa palabra significa exactamente lo que yo quiero que signifique… Ni más ni menos”.

A la reforma en telecomunicaciones se le prodigan toda clase de dudosas virtudes: 1) que recuperará la rectoría del Estado en el sector al fortalecerse la Comisión Federal de Competencia, al darse la autonomía de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (¿con desvergonzados Mony de Swaan al frente de ambas comisiones?), al crearse tribunales especializados en la materia o con los cambios a la Ley de Amparo que los oligopolios manipulaban impunemente para eludir las resoluciones de los reguladores; 2) que tres nuevas cadenas televisivas, dos privadas, en cuya licitación no podrán participar los dueños de las existentes, y una estatal, restaurarán la competencia en el ramo, afectarán la concentración de Televisa y Tv Azteca, estimularán la innovación tecnológica, elevarán la calidad y la oferta de los servicios; 3) que la apertura en la telefonía fija y móvil y en los servicios de datos tendrá los mismos efectos esperados en la televisión y la radio; 4) que Emilio Azcárraga Jean, Ricardo Salinas Pliego y Carlos Slim bufarán de rabia e impotencia por el eclipsamiento de sus oligopolios y fortunas (los ricos también lloran y se empobrecen) y los usuarios se beneficiarán porque se les garantizará el derecho al acceso equitativo a las comunicaciones (por ejemplo, a la banda ancha en sitios públicos bajo el esquema de una red pública del Estado), no serán discriminados y recibirán mejores servicios con tarifas primermundistas (los pobres también llorarán de felicidad). La revolución neoliberal les hará justicia.

México será el paraíso del “mercado libre” en las telecomunicaciones.

¿Qué garantiza que las reformas cumplirán con tan nobles propósitos?, nada.

¿La reforma democratizará a dichos servicios? No.

1. Relación política gobierno-oligarquía industrial-financiera. Algunos analistas han señalado que la reforma de Enrique Peña Nieto busca restaurar el poder político del Estado sometido y degradado ante el poder económico-político-oligárquico, en especial ante Azcárraga y Salinas, que con los panistas llegó a un grado escandaloso, y distanciarse de esos grupos de dominación que jugaron un papel relevante en su hediondo ascenso a la Presidencia de la República, y de otros como el de Carlos Slim. Esto con el objeto de ampliar su margen de autonomía ante los intereses de esos y otros grupos de poder, que le garantice un mayor margen de gobernabilidad para la instrumentación de sus proyectos; establecer alianzas con otros grupos empresariales (del Estado de México, del centro y otras regiones) y acuerdos con los otros partidos y otras organizaciones seleccionados, controlados desde la Presidencia, que le sirvan de contrapeso frente a aquéllos; labrar la credibilidad que no pudo obtener legítimamente a través de las urnas; afianzar las bases que aseguren la permanencia de los priístas en el poder con los políticos que llegaron con él a Los Pinos.

Esos razonamientos no son desdeñables. Pero existen otros matices nada despreciables y, sin duda, más relevantes.

Los efectos que suscitarán las reformas no socavarán el poder económico ni el político de esos grupos oligárquicos ni el de otras fracciones, ni alterarán su relación con el gobierno. No implicará un viraje estratégico entre el poder político y el económico que produzca a una ruptura e incite a la reacción pavloviana de los hombres de presa en defensa de sus intereses. No los llevarán a que desempolven el viejo expediente del enfrentamiento, la conspiración, la desestabilización, las tentaciones golpistas que emplearon ante los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo, que llevó a este último a la nacionalización bancaria y al control del mercado cambiario como forma de restaurar el poder del Estado, al margen de que se esté o no de acuerdo con esas medidas. No soltarán a la jauría en contra de Peña Nieto ni instrumentarán una rabiosa estrategia de linchamiento, como lo hicieron contra Cuauhtémoc Cárdenas o Andrés Manuel López Obrador.

Enrique Peña, Manlio Fabio Beltrones, priístas y panistas han guardado silencio ante un hecho relevante que provocó el descontento del movimiento Yo Soy 132 en contra de Televisa, Tv Azteca y sus gacetilleros. Que en Venezuela llevó al fallido golpe de Estado en 2002 contra Hugo Chávez, en el cual participó Gustavo Cisneros, dueño de Venevisión, el Azcárraga de Televisa de ese país. Que en Ecuador los medios asedian a Rafael Correa, quien dijo en abril de 2012: “Si me muerde un perro, al día siguiente entrevistan al perro, y si lo pateo, me denuncian”; sus “verdades a medias son doble mentira y dicen que debemos tolerar la mentira en nombre de la libertad de expresión”; “la libertad de prensa no es otra cosa que la voluntad del dueño de la empresa”; que se caracterizan por su “falta de objetividad y el sesgo en la información”; “si calumnian a un gobierno es libertad de expresión, y si un presidente osa contestarles es un atentado a la libertad”; “cualquier regulación es satanizada como un atentado a la libertad de expresión, cuando lo que proveen es un bien indispensable y un derecho que nadie te puede quitar y que no puede estar sujeto a la lógica de mercado”; “muchas veces los negocios de la comunicación se encuentran vinculados íntimamente con otros intereses empresariales, distintos a los de la comunicación”; “los medios están en manos de [unas cuantas] familias”; “los medios de América Latina estuvieron siempre en contra de los procesos de cambio populares”; “no somos intolerantes, somos intolerantes con la mentira, la corrupción, la mediocridad, la mala fe”; “el desafío es liberar a la libertad de expresión de la dictadura del capitalismo, democratizar la propiedad de los medios de comunicación e independizarlos del capital, que sean medios públicos sin fines de lucro y exigir una información plural, veraz, chequeada y sin censura previa”. Que en Argentina detonó el enfrentamiento entre el gobierno de Cristina Fernández con el mayor conglomerado mediático, Grupo Clarín y llevó a la emisión de la ley que, bajo el principio de que los servicios de comunicación audiovisual son “de interés público”, que se contrapone a la de “servicio público”, dividió a la industria en tres tercios, el privado, el público y el social, y que obligó a desmantelar los oligopolios, su poder económico y político.

La reforma de Peña Nieto y demás dejó de lado el elemento fundamental, que los oligopolios de los medios son autoritarios. Son enemigos de la libertad de expresión, de la democracia. Usan los bienes públicos para manipular, falsear la información, chantajear, atacar, difamar, acumular fortunas de dudoso origen. El gobierno no pretende la democratización de las telecomunicaciones ni la libertad de expresión ni mejorar la calidad de los contenidos ni abrir espacios a otros sectores sociales.

La relativa tranquilidad con que Azcárraga, Salinas, Slim y demás depredadores de las telecomunicaciones han recibido las reformas lleva a afirmar que los cambios serán intrascendentes y no afectarán su poder económico-político.

Los intereses involucrados en ambos lados del bloque hegemónico y los acuerdos palaciegos existentes entre ellos, poco pulcros legalmente, impiden cambios de mayor trascendencia. Enrique Peña no es un radical. Su gobierno es débil. Está subordinado a la oligarquía y no desea desecharla como su interlocutor. Sólo aspira a replantear algunos acuerdos. Sabe que el compromiso con los partidos es frágil y temporal. No busca apoyarse en la sociedad por los riesgos que implica un trato con ésta.

2. La razón de Estado y mercado. Peña Nieto es un convicto y confeso neoliberal, proyecto que ha beneficiado a la oligarquía. Sus contrarreformas son, para ellos y otros nuevos, invitaciones al banquete depredador. Ellos son los garantes de su mandato y él es su administrador. La compleja extensión del poder de la oligarquía desborda a las telecomunicaciones y si deseara afectarlos tendría que modificar otras relaciones con el Estado.

Cualquiera que tenga nociones elementales de economía sabe que el ingreso de más oligopolios en el mercado no implica la libre competencia, ni redunda en una mayor calidad y cobertura ni en la innovación ni en la reducción de precios ni elimina los acuerdos mafiosos entre ellos. El sistema financiero se abrió a otros grupos y sigue controlado por tres de ellos. Sus servicios son infames y el cobro por ellos es voraz, ante la impotencia de los usuarios y la pasividad estatal. ¿Qué puede decirse de la Comisión Federal de Electricidad que no se sepa?

Lo más que esperarían Azcárraga, Salinas, Slim y demás es verse obligados a compartir un pedazo de la torta del mercado. Telmex tendrá que ceder un poco del 80 por ciento del control que ejerce en la telefonía fija y Telcel, del 70 por ciento, en la móvil. Televisa, algo del 70 por ciento de la televisión abierta y de la mitad de la de paga. Televisa y Tv Azteca, algo del 90 por ciento del mercado en la televisión abierta que dominan. También parte de la publicidad, de la cual Televisa capta el 71 por ciento y Tv Azteca, el 28 por ciento. Lo mismo ocurrirá con los 13 grupos que controlan el 86 por ciento de las estaciones de radio.

De la televisión estatal no se puede esperar gran cosa y un nuevo canal en nada alterará la dinámica de la industria. Además en 2013, Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray castigarán presupuestalmente a los medios públicos.

¿Y la sociedad? Seguirá rumiando su exclusión con los cambios que no cambiarán nada.

¿Quiénes serán los nuevos empresarios de los medios que serán beneficiados con la oronda reforma neoliberal festejada por la izquierda rosa oficial? Serán unos ingratos si no agradecen el regalo del nuevo príncipe.

Fuente
Contralínea (México)