La institucionalización de la medicina en el siglo XIX llevó la práctica médica a convertirse en un monopolio sobre la salud de los individuos. Desde entonces, la expropiación de la salud de las personas que han hecho los profesionales se ha visto traducida en que la medicina se presente como un modelo eficaz para prevenir y controlar enfermedades, y con ello determinar cuándo se puede hablar de ellas y cuándo no.

En un análisis crítico sobre el carácter de la medicina institucionalizada, el antropólogo Eduardo Menéndez señalaba, ya desde la década de 1980, que aquella se compone de tres submodelos: la práctica individual privada, la atención en hospitales públicos y la que se da en hospitales privados. Para este autor, estos submodelos presentan, sin distinción, características específicas que los definen per se: el biologismo (concepción teórico-evolucionista heredada del positivismo), la ahistoricidad (que no toma en cuenta el saber filosófico-empírico y opta por darle prioridad al síntoma que puede ser descubierto en la persona en el momento de su atención), la asocialidad, el individualismo y la eficacia pragmática.

Menéndez también apuntaba que, para esta visión, la salud es considerada como mercancía, además de que producía una relación asimétrica en el vínculo médico-paciente, la participación subordinada de los consumidores de medicinas, la producción de acciones que tienden a excluir al consumidor del saber médico, la legitimación jurídica y académica de las prácticas médicas, la profesionalización médica formalizada en universidades y la identificación ideológica en la racionalidad científica como criterio manifiesto de exclusión de otros modelos de atención como la medicina tradicional o la alternativa.

Asimismo, Menéndez puso de manifiesto la normatización de la dicotomía salud-enfermedad, la propensión inductora al consumo de medicinas y la predisposición al dominio de la cuantificación sobre la calidad (Eduardo Menéndez, Poder, estratificación y salud: las condiciones sociales y económicas de la enfermedad en Yucatán, México, Ediciones de la Casa Chata, número 13, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1981), cuestiones que hoy en día son aceptadas y adoptadas como prácticas comunes.

Como profesión liberal, la medicina moderna ha desarrollado un paradigma que juzga lo normal y lo patológico de acuerdo con un saber científico que busca curar a los enfermos. Con ello, esta medicina impone su poder y dominio sobre los individuos, quienes se ven relegados a un rol pasivo y de aceptación ciega de las disposiciones médicas.

Una de las críticas mejor fundamentadas que se han hecho sobre la particularidad de la medicina moderna como dominio de saber fue la realizada por Michel Foucault (1926-1984), quien en su libro Historia de la locura en la época clásica puso en tela de juicio la supuesta veracidad de la práctica médica en la experiencia que de la locura se tuvo desde el Renacimiento hasta la Modernidad, la cual pasó de ser un “mal del alma” a una enfermedad.

Historia de la locura se complementa con otro texto del mismo Foucault, el cual lleva por título El nacimiento de la clínica, cuyo objetivo fue advertir que las llamadas enfermedades son, en una época determinada y en una sociedad concreta, aquellas que se encuentran práctica o teóricamente medicalizadas. De esta forma, el pensador francés argumentó que la medicalización ocurre cuando el profesional impone al individuo su saber y su poder y éste lo acepta sin más ni más.

En El nacimiento de la clínica, Foucault señaló que el siglo XX se caracterizó por lo que podríamos llamar “normas de lo patológico”, ya que los médicos creyeron conocer, a partir de las patologías y las infecciones hasta entonces existentes, lo que en todo lugar y tiempo debía ser concebido como enfermedad. Por ello, la clínica se convirtió en el espacio idóneo e inexpugnable para curar los males y padecimientos de los individuos (Michel Foucault, El nacimiento de la clínica. Una arqueología a la mirada médica, México, Siglo XXI, 1980).

Por su parte, en Historia de la locura en la época clásica, el análisis sobre la práctica de la medicina moderna realizado por Foucault rompió con la manera en que se había concebido a disciplinas como la sicología, la siquiatría y el sicoanálisis, mismas que estaban dotadas de un halo de racionalidad y eficacia, que las ubicaba en el derrotero del progreso científico.

La pertinencia del análisis de Foucault en esta obra radica en que se desmitifica el saber médico como la culminación de un proceso de humanización de las antiguas formas de entender y tratar la locura. La noción médica institucionalizada decía que las enfermedades mentales siempre habían existido; no obstante, los prejuicios religiosos y las concepciones mágicas y precientíficas del mundo habrían impedido su tratamiento, tal como lo vino a llevar a cabo la medicina contemporánea.

En contraposición a este argumento, Foucault rastrea los orígenes del concepto locura en el ámbito material y contingente de una experiencia históricamente constituida, conformada por prácticas institucionales, procesos socioeconómicos y formas de discurso heredadas de la Ilustración que, en conjunto, dieron lugar a la conceptualización de las enfermedades mentales (Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, Tomo II, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, páginas 24-65). De acuerdo con esta lógica, fueron las instituciones creadas en la Modernidad (el Estado, la familia, el mercado, etcétera) las que determinaron que la locura fuera concebida como enfermedad.

El discurso que adoptaron dichas instituciones respecto de la locura fue decisivo para recluirla en un espacio alejado de la civilización, con la intención de que no se viera afectado el orden social. Aparentemente, la reclusión de los locos fue vista como un triunfo de la racionalidad, pues aparte de preservar la convivencia social “armónica” se dio lugar a un trato “humanitario” de los considerados enfermos.

Así, el tratamiento y la curación de la locura fue vista como la batalla entre la razón y la sinrazón, donde la primera confinó y sometió a vigilancia a la segunda bajo el amparo de las celdas, tal como lo disponía el modelo panóptico. Para Foucault, ese pretendido humanismo no era otra cosa que una serie de cadenas invisibles impuestas a un individuo no racional a un ser antisocial, no propio del mundo ilustrado, representado en la figura del loco.

Con este argumento, Foucault realizó también una crítica a la Modernidad –entendida como la “edad de la razón”–, porque entre sus componentes se encontraban los elementos de exclusión practicados en casos como el de la locura, a la cual se le sometió al encierro con el propósito de conformar una sociedad profiláctica que no se viera perturbada por individuos insanos.

Por ello, la racionalidad social de la Modernidad y uno de sus correlatos, el discurso médico, vinieron a ser los grandes dictadores de las reglas del “deber ser”, que proscribieron al individuo que no se ajustaba o violaba dichas reglas (como en el caso del considerado loco, cuyo pecado era su irracionalidad y su antimodernidad).

Justamente aquí se encuentra el punto de convergencia del loco con respecto a otros seres impugnables para el orden social. El ser sin razón vivirá la misma suerte que otros seres antisociales, como las prostitutas, los bandoleros y los “libertinos”.

Según Foucault, a “los ‘libertinos’ y todos los que profesan el error religioso (protestantes o inventores de cualquier sistema nuevo) se les coloca en el mismo régimen y se les trata de la misma manera, pues aquí y allá, el rechazo de la verdad procede del mismo abandono moral” (Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica. Tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, página 160).

Podemos señalar que esa exclusión sufrida por el loco es equiparable a la que experimentan hoy en día los niños de la calle, los seropositivos, los mendigos, los homosexuales, los indígenas que emigran a las grandes metrópolis en busca de trabajo e, incluso, quienes manifiestan algún tipo de oposición –sobre todo en su vertiente radical– al orden político existente.

El sentido de exclusión es mostrado por Foucault al advertir que la locura fue construida socialmente como objeto de conocimiento por parte del saber médico, desmintiendo así que se haya tratado de una cuestión de progreso, pues respondió a los valores creados por la racionalidad socioeconómica.

Foucault apunta que fue la capacidad del orden discursivo y simbólico de la Modernidad la que influyó de manera decisiva sobre las conciencias de los individuos a través de procesos de subjetivación, en los que la racionalidad se impuso sobre lo metafísico, razón por la cual este discurso vino a representar la pauta por medio de la cual se luchaba por adueñarse del poder e imponer ciertas verdades a la sociedad (Michel Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets Editores, 1980).

El cometido de Foucault es mostrar que el conocimiento responde a las necesidades del poder, por lo que dicho conocimiento es una acción constrictiva y de constricción del sujeto, un acto en el que el individuo se elabora en sí a través de sí, con el propósito de que él mismo sea quien siga reproduciendo el orden social.

En el caso de la locura, la elaboración del discurso de exclusión a partir de considerar a los locos como enfermos mentales sólo se explica a partir de la estrecha relación entre poder político y saber médico. Por ello, Foucault argumenta que el saber siquiátrico se generó a posteriori para respaldar y amparar una práctica de dominación previa, de manera que no se le puede considerar producto del progreso científico.

El análisis foucaultiano sobre el carácter de la práctica médica moderna representa una dura crítica a la medicina institucionalizada, pues la despoja de su pretendida validez científica y universal al colocarla en la ruta de los dominios de saber que promueven quienes ejercen el poder político.

Y de los tiempos en que escribió Foucault a la fecha, las cosas no han cambiado mucho. Sólo basta echarle un vistazo al trabajo de instituciones internacionales, como la Organización Mundial de la Salud o la Organización Panamericana de la Salud que, al ampararse en discursos científicos, tejen alianzas con los poderes políticos y económicos nacionales y trasnacionales en una relación de beneficios mutuos.

O qué decir de la proliferación de la medicina privada que, además de prejuzgar a la medicina pública, impone un discurso de eficacia científica que de facto la convierte en un metapoder. Ya para no hablar del negocio multimillonario que representa para los medios masivos de comunicación (especialmente la televisión) el anuncio de mil y un productos para curar distintos males y dolencias de nuestro tiempo (la automedicación).

Y aunque el análisis de Foucault se constituyó a partir de los referentes sólidos de la Modernidad, podríamos argumentar que su tesis de la práctica médica como domino de saber encaja a la perfección para entender, en nuestros días, los referentes líquidos de una sociedad que consume el discurso científico-médico como verdad inapelable.

Fuente
Contralínea (México)