9. junio, 2013 Guillermo Fabela Quiñones * Opinión

Mientras en otras naciones una leve sospecha de corrupción es motivo de vergüenza para el involucrado, que conlleva la renuncia como un acto de autocastigo, aquí es motivo de orgullo en vez de serlo de escarnio, como sucede actualmente con el caso del exmandatario de Tabasco, Andrés Granier, quien ha emprendido una cínica campaña defensiva de su actuación, en vez de mostrar signos de arrepentimiento por los delitos y múltiples abusos cometidos al amparo del poder. Pareciera que el cinismo es una cualidad para el grupo en el poder.

Debido a ello, muy pocos en el Congreso se opusieron a que Felipe Calderón recibiera el más importante reconocimiento que hace el gobierno español a los extranjeros que hacen importantes servicios a España, como así lo hizo, sin tapujos ni discreción alguna, el exmandatario, pero en grave perjuicio para el pueblo de México: con su actuación, que se puede conceptuar como de traición a la patria, Calderón favoreció a la oligarquía española en vez de preocuparse por el bienestar y progreso de los mexicanos. Tal vez, en su descargo, podría decirse que lo mismo han hecho, en una u otra medida, sus antecesores en Los Pinos, principalmente Carlos Salinas de Gortari.

Se han trastocado a tal grado los valores en el país, que personajes tan impresentables como Granier son vistos como ejemplo a seguir y no se les escatiman elogios y apoyos, mientras que mexicanos intachables son escarnecidos y humillados, se les cierran las puertas y se les obliga a vivir exiliados en su propia nación. Tal fue el caso de Francisco Huerta, el periodista que más defendió el derecho a la libertad de expresión en una etapa en la que ese derecho elemental era visto como un acto contrario a las reglas del sistema político, cuando no existían las redes sociales y los adelantos técnicos que ahora dificultan ocultar información; aunque sigue siendo tarea fácil para el grupo en el poder desinformar y enajenar a la opinión pública.

En el México contemporáneo, es un estorbo ser honesto y congruente, porque eso permite conceptualizar mejor las actitudes contrarias. Allí están los intelectuales orgánicos, quienes viven muy satisfechos y contentos al amparo del poder, a cambio de sus loas y ditirambos, aunque a veces se caiga en lo grotesco, como cuando Salinas contó con los aplausos de afamados escritores y artistas. De ahí que sea más valioso el ejemplo de verdaderos intelectuales, como José María Pérez Gay, quien pudo haber disfrutado de enormes privilegios de haberse dedicado a elogiar al mandatario en turno. En vez de eso, actuó con un gran sentido ético y prefirió apoyar a quien consideró, al igual que la mayoría del pueblo, como el político que mejor representa en este momento la defensa de la democracia y la soberanía nacional: Andrés Manuel López Obrador.

Dada la ocasión, no puedo dejar de rememorar un episodio que marcó mi vida, y no dudo que también la de Chema Pérez Gay. Podría decirse que indirectamente fui el causante de que se dedicara más al estudio, pues yo gané el puesto por el que competíamos, hace ya medio siglo, en la Dirección de Relaciones Públicas de la empresa Ingenieros Civiles Asociados. Quien tomó la decisión fue un valiosísimo personaje de la izquierda, que por las noches hacía vida clandestina en una célula del Partido Comunista, Martín Reyes Vayssade. Aún recuerdo, como si la escena acabara de ocurrir, el día en que Chema se despidió de mí, muy apesadumbrado. No sabía que así iniciaba una vida plena de intelectual comprometido con el progreso.

*Periodista

Fuente: Contralínea 338 / junio 2013