14. julio, 2013 Marcos Chávez * Opinión

Si lo es, quizá se sienta un tanto desconcertado con la singular política económica aplicada por Peña Nieto y sus Chicago Boys. Mientras fue candidato presidencial, Peña le prometió una bonanza personal y familiar a manos llenas, en justa simetría con su anhelo de bienestar, el cual se hundió aún más durante la teocracia foxista-calderonista. Probablemente angustiado por el sombrío futuro de su nivel de vida, desesperado por un cambio, se dejó seducir por el canto de la sirena peñista y prefirió mirar de soslayo el hecho de que los priístas siempre respaldaron las medidas neoliberales y antisociales de los panistas, como éstos antes apoyaron a las de aquéllos.

Perplejo, acaso no le sea fácil digerir la manera en que Enrique Peña Nieto ha sopesado, al estilo de la continuidad neoliberal, el conflicto existente entre las ilusiones sociales y los objetivos de la política económica y las reformas estructurales. Simbólicamente, desde la antigüedad, la balanza es empleada como una metáfora de la justicia y del derecho. Por medio de ella se pondera lo que es justo para cada uno en cada caso. Pero en la de los gobernantes neoliberales no existe ese equilibrio ecuánime. Una vez encaramado en la Presidencia de la República, la balanza peñista se cargó hacia el brazo derecho, ante el peso privilegiado de la productividad, la competitividad, la rentabilidad del capital, en detrimento del izquierdo, que carga las demandas de bienestar.

Sin duda le resulta decepcionante y, por añadidura, agraviante, que con el recorte de los subsidios, bajo el argumento de que beneficia principalmente al 20 por ciento de la población favorecida por el neoliberalismo, el 80 por ciento restante tenga que pagar cada mes una tarifa mayor por el gas, las gasolinas o la electricidad, y soportar las impunes estafas y los abusos de los distribuidores privados y de las empresas públicas. Que esas alzas provoquen una inflación más alta que devora el poder de compra de los salarios, mientras que el aumento de éstos son deliberadamente fijados anualmente por debajo del nivel de los precios alcanzados para reducir el costo de las empresas, apoyar sus ganancias y transferir el ingreso disponible a los empresarios y el Estado, lo que explica la pobreza generalizada. O que su aspiración por un empleo formal estable, digno y mejor remunerado (salarios y prestaciones) haya sido sacrificado con la reforma laboral.

Pero su desazón seguramente será aún mayor cuando se apruebe la bondadosa reforma financiera, como la calificara Luis Videgaray, porque difícilmente pocos se escapan de relacionarse, a menudo desagradablemente, con alguno de los 44 bancos privados que operan en México (como ahorrador, deudor o por el uso de otro servicio), en su mayoría vinculados con los 26 grupos financieros existentes, y sus otros tentáculos: aseguradoras, fondos de pensión, afianzadoras, casas de bolsa, arrendamiento, factoraje, sin descartar sus máscaras amables: los generosos fondos de fomento cultural o sociales, creados para deducir impuestos, y detrás de los cuales se ocultan las aristocráticamente rapaces jetas usureras.

Otra reforma más en lo que respecta a la banca comercial, justificada con razones similares a las usadas en su momento por la “modernización” salinista que la reprivatizó, eliminó las regulaciones a sus operaciones activas y pasivas, y sometió impúdicamente a los usuarios y la economía a la depredación de los nuevos buitres oligárquicos locales, o la zedillista, que ante el fracaso de los casabolseros, la volvió a nacionalizar y luego entregó la propiedad y el mercado a la voracidad de los piratas foráneos, junto con el control de los sistemas financiero y de pagos: elevar el nivel del ahorro y el crédito, mejorar la competitividad, la calidad y el acceso a sus servicios a menor precio, la supervisión de sus operaciones o la defensa de los intereses de los clientes (deudores y ahorradores), entre otras.

La reforma peñista se encuadra en la misma matriz neoliberal actual: la liberalización interna y la apertura externa financiera. No cuestiona sus resultados ni que el financiamiento representa uno de los principales obstáculos al desarrollo nacional. Sólo busca mejorar su funcionamiento por medio de una amplia gama de medidas que normarán y sancionarán las prácticas bancarias, entre ellas las abusivas y delictivas –sin calificarlas de esa manera–, o administrar la capitalización y la eventual quiebra y sus efectos sistémicos. Aspira a alcanzar lo que nunca lograron las reformas anteriores: reducir las tasas de interés y las comisiones cobradas, eliminar la usura o la concentración del crédito al Estado, la industria de la construcción y el consumo. Nada importa que la desregulación financiera, impulsada desde la década de 1970, sea responsable de los espectaculares colapsos nacionales, como el de 1994, y sistémicos, como el de 2007.

No se formulan políticas explícitas o por decreto, como dicen, porque son alérgicas a ellas, que obliguen a la banca a reducir las tasas de interés cobrada a los deudores y para cerrar la exorbitante brecha existente con las pagadas a los ahorradores (el margen financiero). No se les forzará a que presten a los sectores agropecuario e industrial y a las pequeñas y medianas empresas. Como fieles creyentes del “mercado libre”, los peñistas están convencidos de que ello se logrará con la simple competencia, aunque no atacarán directamente a los oligopolios que controlan el mercado (Banamex, Bancomer y Santander), además de limitar las operaciones con bonos estatales.

Prefieren concentrarse expresamente en un hecho que suponen impide reducir el costo del crédito y su “democratización”: la llamada “cultura del no pago”. Es decir, busca acabar con la supuesta irresponsabilidad de los deudores bancarios que, como si fuera un deporte, toman préstamos por encima de su capacidad de pagos. Perversidad facilitada por los tortuosos procesos mercantiles que impiden a la banca disponer rápidamente de las garantías de las personas insolventes y recuperar sus inversiones. La sinceridad de Marcos Martínez Gavica, presidente ejecutivo del grupo financiero Santander México, es conmovedora. Dice que uno de sus aspectos más relevantes es que agilizará la ejecución de garantías crediticias, lo que duplicará el financiamiento y lo hará más accesible y más barato.

¿Qué lo garantiza? Nada, más allá de los buenos deseos.

Lo dicho por Peña Nieto, Videgaray y Martínez y otros banqueros pretende ocultar mentirosamente una inminente perversidad: la legalización de la cacería de deudores insolventes. Quizá los banqueros se ahorrarán el pago del ejército de leguleyos que disponen y que como manada de rabiosas hienas persiguen las 24 horas del día a los insolventes, y a los que no lo son, con métodos delincuenciales y la mirada complaciente del Estado.

Porque para corregir legalmente la anomalía señalada se modificará la ley de concursos mercantiles y se crean juzgados federales especializados en la materia, con el objeto de apurar los juicios, sancionar a las autoridades que los retrasen, y acelerar la ejecución de las garantías, la recuperación de bienes (viviendas, por ejemplo) y los créditos de los insolventes, al margen de las circunstancias que los llevó a esa desesperada situación. Al cabo, la banca no es una hermana de la caridad. Es usurera.

Piadosamente se agrega que se busca una solución razonable para los deudores y acreedores. Pero no se alterarán los factores que provocaron los impagos.

En ese sentido, se reafirma al “secuestro provisional de bienes” para evitar que sea dado en prenda otra vez, que oculten, dilapiden, enajenen o sean insuficientes para respaldar los créditos vencidos. A ello se agregará el “arraigo” de los deudores; es decir, ante “temor fundado de que se ausente u oculte la persona contra quien deba promoverse o se haya promovido la demanda”, se le impedirá alejarse “del lugar del juicio, sin dejar representante legítimo, suficientemente instruido y expensado, para responder” al mismo. También se aprobará la congelación de cuentas bancarias, entre otras medidas.

La urgencia por el cambio se debe a lo señalado por Gustavo Martín del Campo, de la Asociación Mexicana de Empresas de Nómina (Amden), y Gustavo Lacroix, de Círculo de Crédito: de los 250 millones de créditos otorgados por la banca y otras empresas, al menos 10 millones están vencidos.
¿Qué ofrecerán a los deudores y ahorradores víctimas de las infames tropelías de los bancos?

“Un sistema arbitral en materia financiera”. El fortalecimiento de la Comisión Nacional para la Protección y Defensa de los Usuarios de Servicios Financieros (Condusef) o la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, por ejemplo, cuya inutilidad actual ante las ilegalidades bancarias y de otros intermediarios es palmaria.

Recientemente la Condusef señaló en un reporte que de 30 millones de clientes de 29 bancos, 4.2 millones (dos de cada 10), el 17 por ciento del total, fue víctima de un abuso en 2012, de los cuales 3.1 millones (8 de cada 10) fueron considerados como procedentes. Es decir, se cometieron 11 mil 507 por día, y de ellos 8 mil 482 fueron considerados como válidos. El monto involucrado fue por 6 mil 156 millones de pesos y la banca se vio obligada a regresar 5 mil 711 millones. Los campeones fueron Bancomer, con el 22.6 por ciento; Banamex, con el 20.1 por ciento; Santander, con el 13.4 por ciento, y Banorte, con el 12.6 por ciento. Da lo mismo que la banca sea propiedad mexicana o extranjera.

Como dijeron algunos especialistas: “se establece como objetivo principal [de la reforma] la protección de los acreedores”. Su sentido social brilla por su ausencia.

Nada se dice de las causas que orillan a la contratación de crédito y la insolvencia, entre las que destacan las siguientes:

a) Los miserables salarios y prestaciones pagados que obligan a las personas a demandar préstamos en el mercado legal e ilegal para compensar sus necesidades, fenómeno observado en prácticamente todo el mundo capitalista. El crédito se convirtió en un instrumento común en la vida de las naciones. Y la usura y la especulación en la fuente de la acumulación del capital financiero-industrial. Es más práctico prestar y saquear a las personas que a las empresas que tienen la posibilidad de adentrarse en los vericuetos judiciales. Difícilmente se modificará esa práctica sin la emisión de políticas que las alteren abiertamente.

b) La precaria estabilidad del mercado de trabajo que arroja fácilmente al desempleo a la población, situación que será reforzada con la “flexibilidad” laboral.

c) Los inmoderados términos impuestos por la banca en la concesión de créditos: las tasas de interés cobradas que superan hasta en 20 veces a las pagadas a los ahorradores, a las de referencia fijadas por el banco central (véase la gráfica anexa), o las que cobran las matrices de filiales extranjeras en sus países de origen; las numerosas comisiones adicionalmente impuestas, a menudo engañando a los deudores; los plazos y los términos fijados en los pagos; las desmesuras aplicadas a quienes tienen la desgracia de caer en la insolvencia; el trato discriminatorio y oneroso impuesto a los pequeños ahorradores, en contraste con los grandes, o a los usuarios que los “favorecen”; las sistemáticas anomalías que padecen los cuentahabientes. Prácticamente nada se propone para enmendar esto.

A nadie extrañe que, con la reforma, México reproduzca un fenómeno que se ha vuelto común en España, Grecia y otras naciones: el florecimiento de la industria del embargo. En España, por ejemplo, desde 2008 se registran más de 350 mil desahucios (cada día son expulsadas 523 familias de sus casas); además de los casos de encarcelamiento y el suicidio de deudores, hechos que llevaron a los damnificados a organizarse para enfrentar la rapiña bancaria y financiera y obligar en algunas regiones a modificar el funcionamiento de la banca para limitar su voracidad.

La reforma no abatirá la cartera vencida bancaria. Sólo la atenuará a costa del sacrificio de los bienes, el dinero y el bienestar de los deudores.

*Economista

Fuente: Contralínea 343 / julio 2013