14. julio, 2013 Centro de Colaboraciones Solidarias Opinión

Álex Grijelmo*/Centro de Colaboraciones Solidarias

Ali Zein al Abidin Berri, presunto matón del régimen de Bashar al Asad, fue fusilado hace 1 año en Alepo por los rebeldes sirios, y se leyó en los periódicos que había sufrido una “ejecución pública”.

El verbo “ejecutar” se incorporó al Diccionario de la Real Academia en 1817, y entre sus seis acepciones figuraba ésta: “quitar la vida al reo por ejecución de justicia, ajusticiarle”.

Y ese segundo verbo, “ajusticiar”, se incorporó en 1726 (Diccionario de Autoridades) con esta definición: “castigar al reo con pena de muerte”. La Academia ha ido simplificando luego la entrada, y actualmente “ejecutar” se define (en cuanto a la acepción que viene al caso) con ese sinónimo: “Ajusticiar”. Y “ajusticiar” equivale ahora a su vez a “dar muerte al reo condenado a ella”. Muy parecido a lo que explica el Diccionario Panhispánico de Dudas, también académico: “ajusticiar: aplicar la pena de muerte”.

Por tanto, se ajusticia o se ejecuta a alguien si ha sido condenado a la pena capital. Pero, ¿condenado por quién? ¿Por un tribunal legalmente constituido que respetó los derechos del acusado, por un tribunal popular sin garantías, por un grupo de terroristas?

Lamentablemente, la pena capital convive con la democracia en algunos países. Y también se aplica en otros lugares sin que medie proceso legal alguno, ni siquiera una sentencia razonada que se deba “ejecutar”.

La definición académica de “ejecutar” no parece muy exigente a la hora de distinguir entre unos casos y otros, ni con las formalidades del derecho; quizá porque las considera harina de otro costal: el costal de la ética y el léxico del periodismo, tal vez.

Nos moveremos entonces en ese terreno.

Los periódicos informaron hace meses de otro caso sucedido en Siria: “la ejecución, sin que en ese caso mediara juicio sumario alguno, del teniente coronel Mahmud Mohamed Alí”.

Si no hubo juicio, no hubo sentencia; y por tanto, tampoco condena ni ejecución del fallo. Pero tal vez sí se trató de un “ajusticiamiento”, con la etimología en la mano, pues quien decidió su muerte creía que estaba impartiendo justicia: se ajusticiaba, se daba muerte al reo condenado a ella…, aunque sin proceso alguno.

En efecto, la palabra “ajusticiar” nos remite a la raíz “justicia”, que consiste a su vez en un “principio moral”. Y por eso nos podemos preguntar en este punto: ¿justicia de quién?

La idea de justicia se relaciona con los criterios más objetivos, pero también con la mayor arbitrariedad: unos rebeldes creen administrar justicia, conforme a sus principios, cuando fusilan a un adolescente.

Las palabras llegan siempre más allá de los límites con los cuales las petrifica el Diccionario. En sus páginas las vemos congeladas, y no por ello dejan de ser palabras con toda su esencia individual y su significado certero allí establecido. Pero en cuanto uno las saca de la nevera y las pone en el microondas, toman un olor y un calor que las transforma sin contradecirlas, igual que nos huele la sopa caliente sin dejar de ser sopa cuando está fría. Cada vocablo se muta al entrar en contacto con el contexto como el papel se altera al acercarse al fuego.

El verbo “ejecutar” y el sustantivo “ejecución” salen del frigorífico de la Academia y adquieren enseguida connotaciones propias por el roce de sus partículas con las ondas electromagnéticas de alta frecuencia.

Y tantas veces se ha empleado la palabra “ejecutar” en contextos de formalidad legal (ejecutar una opción de compra, ejecutar un embargo, ejecutar una multa…), que su aplicación a casos de barbarie puede resultar incómoda para cualquier persona habituada a reconstruir cada término a partir de lo que conoce de él por la costumbre de su uso.

Quizás se pueda “ejecutar” en la calle a un adolescente, diccionario en mano. Pero, por muy culpable que pudiera parecer un reo, la palabra ejecución, tal como se usa en los diarios cuando alguien se toma la justicia por su cuenta, está silenciando otra más precisa: asesinato.

Periodista*

Fuente: Contralínea 343 / julio 2013