En la reunión del Consejo de Europa, el ministro francés de Relaciones Exteriores, Laurent Fabius, se regocija de su victoria durante un intercambio con su homólogo esloveno.

Fue con 3 días de retraso que el Consejo de Europa publicó el texto oficial de su decisión sobre la inclusión de la rama militar del Hezbollah en su lista de organizaciones terroristas. Contrariamente a lo acostumbrado, la noticia ya le había dado la vuelta al mundo y el Hezbollah incluso ya había dado a conocer su respuesta.

El documento oficial llegó acompañado de una declaración común en la que el Consejo de Europa y la Comisión Europea subrayan que la mencionada decisión «no impide la continuación del diálogo con el conjunto de los partidos políticos del Líbano ni afecta la entrega de asistencia a ese país», comentario que no tiene más objetivo que establecer explícitamente una diferencia entre la rama civil del Hezbollah y su rama militar, para que la Unión Europea pueda seguir conversando con la primera mientras condena la segunda.

También con ese mismo objetivo, la embajadora de la Unión Europea, Angelina Eichhoosrt, se reunió en Beirut con el responsable de Relaciones Internacionales del Hezbollah, Ammar Moussaoui, para subrayar que la decisión de Bruselas en nada modifica las relaciones entre ellos.

El problema es que la ya famosa decisión carece de todo sentido.

Ocultar la aspiración mística del Hezbollah

El Hezbollah no es, por definición, un partido político sino una red de resistencia a la invasión israelí, una red conformada por familias chiitas según el modelo de los basidjis iraníes, cuyo bandera adoptó, aunque en amarillo. Paulatinamente, la Resistencia libanesa ha incorporado a sus filas combatientes no chiitas, que forman parte de una estructura concebida para ellos, haciendo al mismo tiempo lo que no hace el Estado libanés, tanto en el plano de la ayuda a las familias de los heridos y mártires como en lo tocante a la reconstrucción del sur del Líbano, enteramente arrasado por la aviación israelí. Es en ese contexto que el Hezbollah decide presentar sus propios candidatos a las elecciones y participar en el gobierno libanés.

Su secretario general, sayyed Hassan Nasrallah, ha expresado constantemente su reticencia ante la política, que él mismo considera una actividad corruptora. El propio Nasrallah también ha reafirmado en repetidas ocasiones su ideal de morir como mártir en el campo de batalla, como su hijo mayor Muhammad Hadi, conforme al ejemplo trazado por el imam Hussein en la batalla de Kerbala.

El Hezbollah es esencialmente el resultado de una concepción mística y nada tiene que ver con la concepción europea de lo que es un partido político. Sus combatientes nada ganan con participar en una lucha en la que, sin embargo, se arriesgan a perder la vida. Van a la guerra porque su causa es justa y porque luchar con las armas en la mano es una forma de sacrificio, o sea de desarrollo humano. Ese era el sentido de la revolución para el ayatola Ruhllah Khomeini y también lo es para ellos.

A pesar de la ambigüedad basada en la traducción de su nombre –Hezbollah– como «Partido de Dios», esa red no es una formación política ni pretende serlo. Ese nombre, extraído del Corán, aparece en su bandera: «Quien escoge como aliados a Dios, a su Mensajero y a los creyentes, [logrará el éxito] ya que será el partido de Dios el que saldrá victorioso». La expresión «partido de Dios» debe entenderse en este caso como aquellos que están del lado de Dios ya que Dios acabará por imponerse ante el Mal.

Resulta extremadamente extraño ver como los europeos –que en su mayoría consideran la separación entre los poderes temporal y religioso como un logro democrático– reprochan al Hezbollah su esencia espiritual y pretenden «normalizarlo» presentándolo como un simple partido político. Según la lógica europea, los miembros de la Resistencia libanesa deberían dejar de preocuparse ante la colonización de Palestina y Siria. Simplemente, harían mejor en ocuparse de sus propias carreras políticas en vez de arriesgar la vida por un ideal.

La decisión del Consejo de Europa tendrá poco alcance práctico. Consiste sobre todo en prohibir que los miembros de la «rama militar» puedan viajar a los países de la Unión Europea y en congelar los fondos que esas personas puedan tener en bancos europeos, pero uno no puede menos que preguntarse por qué razón los combatientes clandestinos que luchan contra las potencias coloniales abrirían cuentas bancarias en esas mismas potencias.

¿A qué se debe todo esto? La inclusión del Hezbollah en la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea es una vieja exigencia de Tel Aviv, respaldada por el Imperio anglosajón. Se trata de un esfuerzo propagandístico cuyo objetivo no es otro que dejar sentado que los israelíes son los «buenos» mientras que los «malos» son aquellos que se niegan a dejarse quitar sus tierras. El presidente israelí Shimon Peres presentó esa exigencia a los gobiernos de la Unión Europea y, posteriormente, al Parlamento Europeo, el 12 de marzo de 2013. Los ministros de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, William Hague, y de Francia, Laurent Fabius, la transmitieron después al Consejo de Europa. A ellos se unieron sus homólogos de los Países Bajos y de Austria, Frans Timmermans y Michael Spindelegger, después de una fuerte movilización de los sionistas estadounidenses, como el ex gobernador de California, Arnold Schwarzeneger.

Ocultar el fracaso israelí en Argentina

Y era también algo que necesitaban con urgencia los propagandistas israelíes que desde 1994 han venido atribuyendo al Hezbollah e Irán la voladura del edificio de la mutual judía en Buenos Aires, donde murieron 85 personas. Enciclopedias y manuales escolares presentan esa versión de los hechos del llamado Caso AMIA como un hecho comprobado. Pero resulta que la justicia argentina está cuestionando esa versión desde hace años y que, en enero de 2013, Argentina e Irán crearon una comisión de juristas independientes encargada de aclarar el caso. Ya en este momento se sabe que el atentado fue orquestado por un ex ministro del Interior, el israelo-argentino Vladimir Corach.

Como el Caso AMIA se desmorona, Tel Aviv acusa ahora al Hezbollah e Irán de haber volado un autobús israelí en Bulgaria, con saldo de 7 muertos (entre los que se hallaba el kamikaze), el 18 de julio de 2012. En un primer momento, el gobierno búlgaro de centroderecha retomó la acusación, posteriormente desmentida por su sucesor de centroizquierda. ¿No se ha podido comprobar judicialmente la autoría del Hezbollah en relación con ese atentado? No importa porque el Consejo de Europa acaba de declararlo políticamente responsable de ese hecho.

En todo caso, Israel acusa al Hezbollah de haber fomentado –y a veces ejecutado– una veintena de atentados contra civiles, a lo largo de 30 años y en diferentes lugares del mundo, acusaciones que la Resistencia desmiente categóricamente.

Resulta también muy extraño ver como los europeos –que consideran la presunción de inocencia (el acusado es considerado inocente hasta tanto se pruebe lo contrario) como un gran avance en materia de democracia– ahora condenan al sospechoso antes del juicio, tratándose además de un sospechoso que ni siquiera ha sido acusado.

Ocultar el fracaso europeo en Siria

En el fondo, todo el mundo se da cuenta de que la verdadera novedad del asunto ni siquiera se menciona en el expediente presentado a la Unión Europea: la intervención del Hezbollah en el conflicto en Siria. En Bruselas parecen pensar que ya que los europeos no han cumplido la tarea de derrocar al presidente Bachar al-Assad, lo menos que pueden hacer es aportar algún apoyo a los «rebeldes» condenando al Hezbollah. Este parece haber sido el argumento decisivo en Bruselas. Lo cual demuestra, sin embargo, la incapacidad de británicos y franceses para seguir influyendo en un conflicto que ellos mismos provocaron intencionalmente para apoderarse de Siria agitando la bandera de la colonización, que es precisamente la bandera que usa el Ejército Sirio Libre.

Lo más interesante es que esta condena contribuye a definir los bandos: de un lado está la resistencia a la opresión colonial, mientras que el otro bando es el de las potencias colonizadoras.

No es sorprendente la actitud de los británicos en la medida en que el Reino Unido se vanagloria de su pasado colonial. Pero sí lo es en el caso de Francia, país cuya historia está marcada por periodos revolucionarios y etapas claramente imperiales.

Por ejemplo, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada en 1789, enuncia en su artículo 2 cuatro derechos fundamentales. Uno de ellos es precisamente el derecho a la «resistencia a la opresión». Basándose en ese derecho, el general Charles De Gaulle se pronunció, en 1940, contra el armisticio entre Francia y el Reich nazi y se puso a la cabeza de la Resistencia del pueblo francés contra la ocupación alemana.

Sin embargo, en los años 1880, Jules Ferry, encarnó la expansión francesa deseada por una parte del sector patronal, que veía en aquella expansión territorial la posibilidad de rentabilizar sus propias inversiones mucho más ventajosamente que en la Francia metropolitana ya que no eran ellos sino el contribuyente francés quien pagaba el ejército colonial. Fue en aras de favorecer el crecimiento del ejército que Jules Ferry instauró la gratuidad y la obligatoriedad de la enseñanza pública. Los maestros de escuela, llamados en aquella época los «húsares negros de la República», tenían la tarea de convencer a los jóvenes de que debían enrolarse en las tropas coloniales. Y es precisamente el legado de Jules Ferry que el actual presidente francés, Francois Hollande, invocó como referencia histórica en su discurso de investidura.

Charles De Gaulle es considerado como la referencia de la Francia moderna. Pero también podría serlo Philippe Petain, aquel mariscal «razonable» que consideró que la sumisión de Francia ante el Reich victorioso podía servir para acabar definitivamente con el legado de 1789. Es pronto aún para que las élites francesas se decidan a rehabilitar a Petain, pero condenar la Resistencia libanesa es condenar a muerte –por segunda vez– al general De Gaulle acusándolo de terrorismo.

En resumen, los ideales en los que se basó la gloria de Francia están hoy más presentes en Beirut que en París.