10-10-2002

Salvo uno que otro paro o alguna hora llamada punta, las antiguas aglomeraciones en el transporte público son parte ya del pasado. Sin embargo de esa saludable circunstancia advino otra tara que resulta casi en una tortura para los que que casi siempre usamos el servicio de microbuses. Me refiero a la musicalidad que nos regalan, sin que lo pidamos, los choferes de estas unidades.

Se trata de un asunto harto conocido pero poco analizado. Los conductores escogen su radioemisora, su música, el volumen de la misma y el cliente tiene que soportar o sufrir los arpegios chicheros de algún conjunto desafinado o las fugas en ritmo de huayno o la estridencia cumbiambera de irreproducible baile o lógica.

Los microbuseros no preguntan si los usuarios quieren escuchar la bulla que propalan sus radios, ni siquiera si acaso hay que moderar el volumen porque alguien recibe o desea hacer llamadas por el celular. Como van los tiempos, esta herramienta ayuda no poco en la resolución de problemas u orientación de negocios por hacer o conquistar. En el Perú todos somos (o una mayoría impresionante que podría elegir a un presidente) desempleados, por tanto, requerimos impulsar convenios fuera del status quo de las minorías empleadas. En consecuencia, hablar por celular es imprescindible. Pero ¡oh sorpresa! es tal la cuchipanda radioemisora que eso torna virtualmente en una proeza.

¿Con qué derecho se impone al usuario de microbuses una música que no ha pedido, que no desea escuchar o que simplemente no es de su gusto? Las más de las veces el cobrador cumple su tarea parafraseando o cantando al son de la tonada. Casi nunca se muestra prolijo ni en su olor y menos en su vestimenta. Por lo general sus camisas hieden, sus uñas muestran siglos de suciedad y el andar barbados y sucios no les inquieta en lo más mínimo.
¿Cómo se pretende que la gente pague contenta un “servicio” de esa naturaleza con música incluida?

El tema de los cinturones de seguridad debe haber sido un buen negocio de alguien relacionado con quien dio la norma porque los choferes sólo se colocan el adminículo en cruceros donde saben que hay policías de tránsito o porque hay que aparentar el cumplimiento: a veces estos cinturones no sirven para nada y en caso de accidente el chofer es candidato seguro al panteón.

¿Cómo así es que despreciamos la muerte de manera tan descarada? Es que hemos vivido con ella durante larguísimos y tremebundos años. La violencia terrorista equiparaba a veces a la del Estado y sus matanzas selectivas. La televisión, esa maldita caja boba, se encargó de imbecilizar a millones y hoy para variar, en democracia, sigue siendo la misma y hasta peor. De ese modo, que alguien muera triturado por las ruedas de una combi o que un cobrador sea lanzado por la colisión ya no levanta sino las consabidas congojas y lamentos. Pero al día siguiente los noticieros de crónica roja pueden mostrar cerebros salidos de sus bóvedas o cuerpos ensangrentados entre vehículos.

Este es un asunto de educación. Nadie tiene la opción de invadir la privacidad a que el usuario de microbuses tiene derecho. Ni música estridente o bulla desenfrenada de cobradores que le gritan a uno en plena oreja ¡ni qué decir de alientos apestosos u olores de zorrillo! El servicio es servicio y sólo es bueno cuando quien lo brinda entiende que el reconocimiento del usuario premia su corrección. Hoy eso no sucede.

Mientras tanto, exijamos no escuchar fiestas ajenas y tampoco recibir malos tratos de nadie. Cuando uno sube a un microbús paga y por tanto tiene deberes y obligaciones. Los choferes y cobradores tienen que aprender a respetar al usuario y viceversa.

Rompamos el pacto infame y tácito de hablar a media voz.

titre documents joints


La musicalidad microbusera
(JPEG - 40.6 kio)