2-9-2013

No una, cien o más veces, multiplicadas durante largos años que tuve la suerte de conocer y tratarle, noté la devoción cariñosa que Andrés Townsend Ezcurra prodigaba a una vieja maleta cuyo contenido había sido su pasaporte de invicta lucha contra la pobreza cuando fue deportado político en Buenos Aires, Argentina. Se trata de Domitila,así la bautizó con picardía chiclayana, a su Remington de aquellos agitados años 30 y que empeñó cada vez que debió hacerlo, para tener algunos pesos mientras llegaban las ansiadas remesas desde Perú.

Escribió don Andrés:

"Durante más de diez años, viví en Argentina, en Buenos Aires, por períodos más breves en La Plata y realicé frecuentes viajes al Uruguay. Una década vivida entre los veinte y los treinta años influye sin duda, y vigorosamente, en la formación de un hombre. Por eso confieso, sin ambages, mi interés y simpatía por Argentina. Creo entender a este país, tan próximo a mi afecto. Los años allí transcurrido no fueron de genuino destierro. Por su clásica modalidad acogedora, que les viene desde Alberdi y los años que ellos llaman de la "organización nacional", es dificil que un no nacido en su territorio se sienta extraño ni hostil. Y lo dicho es todavía más válido cuando se trata de latinoamericanos. Ni la diferencia en el acento, ni el color de la piel, configuran un elemento alienígena. Cuando en la era de Perón cientos de miles de argentinos procedentes de las provincias "pobres" del norte andino, los llamados "cabecitas negras" se volcaron a la Capital, el prototipo andino y cobrizo resultó más fácil de confundirse en una masa donde antes predominaban abrumadoramente los ítalos e hispanos transplantados. El "crisol de razas" comenzó a incorporar en su mixtura los antes desdeñados -desde una perspectiva ciegamente europeísta- expresiones de América aborigen, cuya huella es notoria en el antiguo "camino del Perú", que comenzaba en Córdoba." p. 61, 50 años de aprismo, Andrés Townsend Ezcurra, Lima 1989.

No fue esa la única anécdota que me refirió don Andrés de sus años porteños. A veces se "convertía" en Isaac Finkelstein y asistía a convites de grupos judíos. Ciertamente el verdadero leit motiv que guiaba sus tiempos de soltero codiciado, era alguna damisela integrante de dicho conjunto ciudadano.

Y cada vez que las vacas eran flacas, contrasentido en un país que como la Argentina, siempre se enorgulleció de sus vacas de raza robustas y saludables, pedía perdón don Andrés a Domitila y corría hacia un boliche en la calle Sarmiento donde tenía unos buenos amigos que le apreciaban y depositaba a Domitila, su Remington, en calidad de garantía por un dinero que le permitió vivir hasta que sus clientes honraban compromisos y le pagaban las facturas atrasadas o llegaban los cheques desde Perú o ambas cosas a la vez.

En Buenos Aires y en esos años de vorágine intelectual aumentada por la masiva llegada de españoles que huían de la cruenta guerra civil, arreció el negocio editorial y la impresión de libros y no pocas veces fue don Andrés requerido para traducir obras completas del inglés al castellano y también como corrector de estilo y ortográfico, fue entonces que adquirió el portentoso dominio del idioma que produjo una pluma fina y de buido sentido literario y periodístico.

Siempre me decía: "Domitila fue una gran compañera". Y la conservó siempre.

Años después y, otra vez don Andrés en Buenos Aires y en ocasión de una Asamblea Ordinaria del Parlamento Latinoamericano de la que era su secretario general, me cupo darle una sorpresa que le alegró muchísimo: llevé al recinto del Congreso entre Rivadavia y Callao, al señor Rojo, su viejo compañero de trabajo en Naciones Unidas en Nueva York quien al enterarse que yo era peruano, me preguntó con directa expectativa: ¿no conocerá usted de repente a Andrés Townsend? Mi respuesta no sólo fue afirmativa, le referí que ATE estaba en Buenos Aires y que podía llevarlos para que se encontraran. Y así fue, recuerdo la sonrisa del encuentro y el recuerdo que hizo Rojo sobre Domitila la Remington.

Nunca entendí, más que en estas horas procelosas, las admoniciones que me hacía don Andrés acerca del valor sublime de las cosas y de aquellas por las que uno guarda pasión devota para el trabajo. Si usted amigo lector, cambia a Domitila la Remington, por Rosita la laptop (Domitila de nuestros días), podrá entender que decidí imitar, sin pronóstico bueno o malo aún, el camino tan divertido que siguió ATE. Y habida cuenta de las enormes diferencias, no está demás recordar hechos y acciones de hombres ejemplares.

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