Estados Unidos estimó en 1991 que el derrumbe de su rival iba a permitirle liberar las sumas que hasta entonces había reservado a su propio presupuesto militar y dedicarlas a la prosperidad estadounidense. Después de la Operación Tormenta del Desierto, el presidente George Bush padre había empezado a reducir el formato de sus fuerzas armadas. Su sucesor, Bill Clinton, fortaleció aquella tendencia. Pero el Congreso republicano electo en 1995 cuestionó esa opción e impuso un rearme, a pesar de que no se percibía enemigo alguno en el horizonte. Los neoconservadores lanzaban así el país al asalto del mundo, con intenciones de crear el primer imperio global.

No fue hasta que se produjeron los atentados del 11 de septiembre de 2001 que el presidente George Bush Jr. decidió invadir, uno tras otro, Afganistán e Irak, Libia y Siria, y luego Somalia y Sudán para terminar con Irán, antes de volverse hacia China.

El presupuesto militar de Estados Unidos llegó a representar más del 40% del gasto militar a nivel mundial. Pero aquella extravagancia ha llegado a su fin. Ante la crisis económica, Washington se ha visto obligado a optar por el ahorro. En un solo año, el Pentágono ha licenciado una quinta parte de los efectivos de sus fuerzas terrestres, renunciando además a varios de sus programas de investigación. Ese brutal retroceso, que sólo está comenzando, ya ha desorganizado el sistema en su conjunto. Es evidente que Estados Unidos, a pesar de todo su poderío –superior al de los 20 Estados más grandes del mundo, incluyendo Rusia y China– ya no está actualmente en condiciones de librar grandes guerras clásicas.

Así que Washington renunció a atacar Siria, cuando la escuadra rusa se desplegó a lo largo de la costa mediterránea. Para utilizar sus misiles Tomahawk, el Pentágono habría tenido que dispararlos desde el Mar Rojo, sobrevolando estos Arabia Saudita y Jordania. A lo cual Siria y sus aliados no estatales habrían respondido con una guerra regional, sumiendo así a Estados Unidos en un conflicto demasiado grande para sus capacidades actuales.

En un artículo de opinión publicado en el New York Times, el presidente ruso Vladimir Putin abrió fuego al subrayar que «el excepcionalismo americano» constituye un insulto a la igualdad entre los seres humanos y no puede acarrear otra cosa que desastres. Desde la tribuna de la ONU, el presidente estadounidense Barack Obama le respondió que ninguna otra nación, ni siquiera Rusia, quería cargar con el peso que porta Estados Unidos y que si este país se dedica a estar haciendo de policía mundial es precisamente para garantizar la igualdad entre los humanos.

Esa afirmación no es nada tranquilizadora ya que Estados Unidos reafirma así que se siente superior al resto del mundo y que –a sus ojos– la igualdad entre los humanos no pasa de ser una cuestión de igualdad entre sus súbditos.

Pero el hecho es que ya se rompió el hechizo. La presidenta de Brasil, Dilma Roussef, cosechó aplausos al exigir –también desde la tribuna de la ONU– que Estados Unidos se disculpe por su espionaje contra el resto del mundo, mientras que el presidente de la Confederación Helvética denunciaba la política estadounidense de fuerza. El presidente de Bolivia, Evo Morales, habló de llevar a su homólogo estadounidense ante la justicia internacional acusándolo de crímenes contra la humanidad y el presidente serbio Tomislav Nikolic denunció la farsa de los tribunales internacionales que sólo condenan a los adversarios del Imperio, etc. Hemos pasado así de las críticas emitidas por unos cuantos Estados antiimperialistas a una rebelión internacional generalizada, a la que se suman incluso los aliados de Washington.

Nunca antes se había visto tan cuestionada la autoridad de los dueños del mundo, al menos públicamente, lo cual muestra que, después de su retroceso en Siria, ya no logran intimidar a los demás.

Fuente
Al-Watan (Siria)