11 de abril de 1975, Jerusalén, residencia del primer ministro de Israel. De izquierda a derecha aparecen Eschel Roodie, director sudafricano de Propaganda; Yitzhak Rabin, primer ministro de Israel; Henrik van den Bergh, director de los servicios secretos sudafricanos, y Shimon Peres, ministro de Defensa de Israel.

La obra de Nelson Mandela se celebra en todo el mundo, en ocasión de su deceso. Pero, ¿de qué sirve su ejemplo si aceptamos hoy que se mantenga en un Estado –Israel– la ideología racial que Mandela logró derrotar en Sudáfrica?

El sionismo no es un fruto del judaísmo, que durante mucho tiempo se opuso a esa ideología. El sionismo es un proyecto imperialista nacido de la ideología puritana británica. En el siglo XVII, Lord Cromwell derrocó la monarquía inglesa y proclamó la República. Instauró una sociedad igualitaria y quiso extender al máximo el poderío de su país. Para lograrlo esperaba establecer una alianza con la diáspora judía, que se convertiría entonces en la vanguardia del imperialismo británico. Con ese objetivo autorizó el regreso de los judíos a Inglaterra, de donde habían sido expulsados hacía 400 años, y anunció su intención de crear un Estado judío, Israel. Pero murió sin haber logrado que los judíos se unieran a su proyecto.

El Imperio británico nunca dejó desde entonces de cortejar a la diáspora judía proponiéndole la creación de un Estado judío. Así lo hizo Benjamin Disraeli, primer ministro de la reina Victoria, en ocasión de la conferencia de Berlín, en 1884. Las cosas cambiaron con el teórico del imperialismo británico, el «muy honorable» Cecil Rhodes –fundador de la De Beers Mining Company [que llegó a controlar el 90% de las ventas de diamante a nivel mundial] y de Rhodesia–, quien finalmente encontró en Theodor Herzl el cabildero que necesitaba. Cecil Rhodes y Theodor Herzl intercambiaron una abundante correspondencia, cuya publicación fue prohibida por orden de la Corona británica al cumplirse el centenario de la muerte de Rhodes. Para ellos, el mundo tenía que hallarse bajo el dominio de la «raza germánica» –o sea, también según ellos, además de los alemanes, los británicos, incluyendo a los irlandeses, los estadounidenses y canadienses, los australianos y neozelandeses y los sudafricanos– y esa raza tenía que extender su imperio conquistando nuevas tierras con ayuda de los judíos.

Theodor Herzl no sólo logró convencer a la diáspora de unirse a ese proyecto sino que invirtió la opinión de su comunidad mediante la manipulación de sus mitos bíblicos. El Estado judío no estaría en una tierra virgen, en Uganda o en Argentina, sino en Palestina y con Jerusalén como capital. De manera que el actual Estado de Israel es al mismo tiempo hijo del imperialismo y del judaísmo.

Desde el momento mismo de su proclamación unilateral, Israel se vuelve hacia Sudáfrica y Rhodesia, los dos únicos Estados que se identifican –como el propio Israel– con el colonialismo de Rhodes. Poco importa que los afrikaneers hayan sido partidarios del nazismo, lo importante es que tienen la misma visión del mundo que los sionistas. Aunque no fue hasta 1976 que el primer ministro John Vorster hizo su viaje oficial a la Palestina ocupada, ya en 1953 la Asamblea General de la ONU condenaba «la alianza entre el racismo sudafricano y el sionismo». Ambos Estados mantuvieron una estrecha colaboración, tanto en materia de manipulación de los medios de difusión occidentales como en el uso del transporte como medio de evadir los embargos, y también con vista a la obtención de la bomba atómica.

El ejemplo de Nelson Mandela demuestra que es posible liberarse de ese tipo de ideología y alcanzar la paz civil. Israel es hoy en día el único heredero mundial del imperialismo según la versión de Cecil Rhodes. Para alcanzar la paz civil, israelíes y palestinos tendrán que encontrar su propio De Klerk y también su Mandela.