Los delitos son siempre odiosos. Algunos nos hieren de modo particular: los que tienen que ver con agresiones a menores, ensañamiento hacia las víctimas, la sinrazón del terrorismo, escribía hace unos años Mercedes Gallizo, antigua secretaria general de Instituciones Penitenciarias, en un artículo memorable. La ley castiga a quien se desvía, le lleva a prisión durante un tiempo, pero no condiciona el final del cumplimiento de la condena a que el asesino se arrepienta, el drogadicto se cure, quien hizo un daño lo repare. Y el cumplimiento íntegro de la pena es una realidad en España desde la reforma del Código Penal de 1995. Alargar el tiempo de alguien que está en prisión es contrario al derecho español y no tenemos legitimidad para hacerlo. Tampoco es legítimo imponer nuevas penas a quienes ya cumplieron la que se les impuso.

La reeducación y el tratamiento, además de formar parte de nuestros valores, son la única alternativa real para conseguir una reinserción social futura.

Algunos sistemas políticos adoptaron medidas extremas frente a determinados delitos: cortar la mano al que roba, aplicar la pena de muerte al asesino, o dar toques eléctricos en el cerebro de un agresivo para anular su capacidad de reacción.

A quienes creemos en los derechos humanos, nos repugna éticamente vivir en un mundo que haya de funcionar así. Además, estas medidas han sido inútiles. Son más una expresión de la venganza social y de la impotencia frente a ciertas cosas que medidas eficaces para prevenir nuevos delitos, nuevas aberraciones cometidas por éstas u otras personas.

Tenemos algunos males sociales sin resolver. La atención a enfermos mentales, o con problemas sicológicos y conductuales profundos, a quienes necesitan alguna droga para realizarse, no puede ser residual, ni estar en manos de la beneficencia o del sacrificio de las familias, y tenemos que responsabilizarnos todos para construir una sociedad justa y solidaria. Dedicar medios humanos y materiales a prevenir estas conductas. Tener un sistema penitenciario volcado en su recuperación y la reinserción y establecer medidas de seguridad para controlar a quienes sean impermeables al tratamiento sicológico y a la reeducación.

Cuando se dejan los muros de una prisión, afirma Mercedes Gallizo, debe funcionar un sistema de apoyo y control social adecuado. Y una asistencia médica y siquiátrica eficiente. Pero no como un añadido a la pena que ya se cumplió ni como una justificación del fracaso de la ley, sino como una alternativa razonable, científica, proporcionada y más justa a la mera reclusión de quien tiene un problema que le daña a él mismo y que produce un daño irreparable a otros.

De ahí nuestro rechazo a la cadena perpetua, por muchos distingos que se le hagan, porque matan la esperanza que es el más firme apoyo de las personas privadas de libertad.

Fuente
Contralínea (México)