Ciertamente, el gran muro de la historia de México distingue a los traidores, a los desleales: “la verdadera lealtad siempre es perpetua, absoluta y total”. Es por eso que los altos mandos no deben olvidar el juramento ante la patria y la tropa formada. No pueden alegar la servil “lealtad a las instituciones” corruptas, impunes al saqueo de las arcas públicas, narcoludidas, deshonestas, inmorales, cínicas y discriminadoras sin tener que confesar ineptitud o complicidad. Los altos mandos tendrán que explicar a la nación de qué poderoso ardid se valió el comandante supremo para que no se percataran de los propósitos aviesos de los pactos por México y las reformas estructurales, que llevaron a México a la encrucijada en que se encuentra, al Ejército Mexicano bajo el mando de los políticos y, peor aún, sujeto a los planes del imperio estadunidense contra la soberanía y la seguridad nacional.

Es un error pensar que los soldados mexicanos, del raso al general, no son capaces de tomar conciencia del interés de los mandos de llevarlos contra su propia gente, su familia, sus parientes, a cambio de apoyar a las clases económicamente poderosas. Vale recordar a la tropa del Ejército federal de Porfirio Díaz, que desertaba en la primera oportunidad para engrosar las filas revolucionarias; el Ejército es la tropa, el pueblo, no los generales.

La maldad, la corrupción, son privilegios de los poderosos; caen de arriba sobre las clases inermes, desprotegidas a merced de los funcionarios que creen ser la ley. Tlatlaya y Ayotzinapa son pruebas irrefutables. Los altos mandos han demostrado y expresado en su oportunidad que están con los poderosos, cumplirán la amenaza de defender a las putrefactas instituciones, pero no olviden que la tropa se levanta; dos veces venció al Ejército federal de los tiranos, primero a Porfirio Díaz y luego a Victoriano Huerta. La patria es primero.

Fuente
Contralínea (México)