Es verdad que las consecuencias nefastas de los recortes sociales y las implacables políticas neoliberales han despertado muchas conciencias. Pero en la década de 1990 y primeros años del siglo XXI, antes de la crisis, mucha gente trabajadora incluso creía vivir en el mejor de los mundos. Aunque un desempleo considerable haya sido constante en décadas en España, la burbuja inmobiliaria no había estallado y el crédito al consumo se ofrecía a tipos de interés asumibles. No aumentaban los salarios, pero un trabajador podía hacer un montón de horas extraordinarias y entramparse para pagar a plazos la vivienda, la segunda residencia incluso, electrodomésticos y automóviles en asequibles cuotas mensuales.

Tiempo en el que parte de la clase trabajadora se consideraba clase media, olvidando que sólo dispone de su fuerza de trabajo para alquilar a cambio de un salario. La conciencia de clase brillaba bastante por su ausencia y el movimiento obrero se debilitaba. ¿Es casualidad que en España sólo haya habido cuatro huelgas generales desde que empezó la crisis, que devino saqueo, mientras en Grecia han sido 30 las huelgas generales sólo desde 2009? Un movimiento obrero débil, como el de España, es indicio de falta de conciencia colectiva y de fortaleza política para acometer cambios en profundidad.

Los cambios profundos llevan su tiempo. El tiempo preciso también para forjar conciencias colectivas críticas y transformadoras. En los cambios que merecen tal nombre se consigue parte de lo perseguido y parte no; aquí más y allí menos; aquí cambio notable, allí a medias o apenas… Un cambio revolucionario lleva su tiempo, porque está ligado al volumen de conciencia crítica de la clase trabajadora y de la ciudadanía, y al aumento y afianzamiento de la conciencia de clase.

Y hoy, a pesar de haber más oposición, más resistencia y más movilizaciones populares, resta aún una parte considerable de creencia colectiva en mitos y fábulas neoliberales que desmovilizan, como que el crecimiento económico exponencial es imprescindible, que la competitividad es la esencia de la economía, que la libre circulación de capitales es buena, que lo público es caro y malo y lo privado eficaz, razonable y bueno, que la protección social crea vagos, que el capital ha de obtener buenos beneficios porque arriesga y crea riqueza, que los medios informativos de los países desarrollados son la mejor muestra de la libertad de expresión…

En tal escenario ganar elecciones es importante, aunque difícil, pero insuficiente. Porque las cosas cambian cuando la gente común se organiza y se moviliza, cuando la clase trabajadora se organiza y lucha. ¿La lucha de clases es una antigualla? Pues no, cuando uno de los más destacados miembros de la clase dominante, el estadunidense Warren Buffet, uno de los cuatro o cinco hombres más ricos del mundo, asegura desde hace años “que por supuesto hay lucha de clases, pero es mi clase, la clase rica, es la que va ganando”.

Y se trata de que pierdan. Considerable tarea, por cierto. Por eso no cabe desesperar si los resultados electorales próximos no son los soñados. ¿O acaso alguien cree que el Índice Bursátil Español 35 va a permanecer impertérrito ante un avance electoral popular? Tienen dinero y poder para comprar todo lo comprable. Por eso, el cambio profundo, político, social y económico no es una carrera de velocidad ni cuestión de unas elecciones, sino un maratón en el que hay que medir fuerzas y administrar energías. Además de organizarse y aumentar la conciencia colectiva crítica y transformadora.

Fuente
Contralínea (México)