La tendencia es alarmante. Entre 1980 y 2008 el número total de personas con sobrepeso u obesidad ha crecido en 890 millones (de 571 a 1 mil 461). Pero este problema ha recaído con mucha más fuerza sobre los hombros de los países pobres (donde se ha multiplicado por tres) que sobre los de ingreso alto (donde ha aumentado un 70 por ciento). La dieta media en China, por ejemplo, no sólo ha crecido de los 852 a los 2 mil 109 gramos por persona al día, sino que su composición ha variado notablemente: el consumo de productos animales se ha multiplicado por 11, el de azúcar por tres y el de vegetales por cuatro. El patrón se repite en grandes países en desarrollo como India, Tailandia, Egipto o Perú.

El primer problema es de salud pública. La evolución cuantitativa y cualitativa de estas dietas está directamente relacionada con la proliferación de las llamadas “enfermedades no transmisibles” como la diabetes, las patologías cardiovasculares o el cáncer. The Economist recordaba hace unos días que en 2012 el 57 por ciento de los diagnósticos oncológicos se produjo en el mundo en desarrollo, donde hoy se producen dos de cada tres fallecimientos derivados de las patologías cancerígenas (más víctimas de las que provocan el sida, la malaria y la tuberculosis juntos). Cuando todavía no se ha cerrado la herida, abierta por las consecuencias de las reglas de propiedad intelectual en el acceso a medicamentos contra el VIH-sida, la posibilidad de extender este conflicto a las enfermedades no transmisibles es la pesadilla de muchos. El derecho a la salud de los nuevos pobres exige tratamientos que, de acuerdo con el modelo actual de innovación y acceso a medicamentos, resultan simplemente inalcanzables.

La otra perspectiva que aborda el informe es la de los efectos de este proceso sobre la evolución de la demanda agraria y los precios de los alimentos. Al fin y al cabo se ha establecido entre académicos y políticos la idea de que las crisis alcistas de precios de 2008 y 2011 se debieron tanto al incremento lento de la demanda en las grandes economías emergentes como a la presión ejercida por las políticas energéticas (producción de biocombustibles) y la alteración de la producción media como consecuencia del clima y los desastres naturales. Pues bien, de acuerdo con la investigación encargada por el ODI a los expertos de International Food Policy Research Institute (un centro de referencia mundial en este ámbito), el aumento de la demanda de productos ricos en grasa incrementará el precio mundial de la carne, pero no necesariamente el del grano o el de otros alimentos básicos. La razón está en que –incluso considerando la evolución de la población– prevén una transformación en la dieta de los países de ingreso alto que reduzca los niveles de consumo de carne por debajo incluso de los actuales. Una revolución similar a la que se ha logrado en el campo del tabaquismo.

Las implicaciones de cada una de las cuestiones planteadas arriba son extraordinarias. El incremento del sobrepeso y la obesidad entre las poblaciones más pobres del planeta nos obligará a enfrentarnos a complejos dilemas políticos que afectan a la salud pública, la estructura de los mercados agrarios y la capacidad de las instituciones para influir ambos. Y lo haremos al mismo tiempo que luchamos contra una inseguridad alimentaria que en este momento determina la vida de cerca de 850 millones de personas. Como recuerda el informe de ODI, tenemos razones más que suficientes para reconsiderar los patrones de consumo y producción en este sistema alimentario roto.

Fuente
Contralínea (México)