El 73% de los electores milenaristas –o sea, los que creen en la inminencia del fin del mundo– condenan al candidato republicano Donald Trump. El 68% de esas personas ven a la candidata demócrata Hillary Clinton como la más apta para defender a las clases medias, el 64% cree que domina mejor los temas de política exterior y el 61% que es la mejor en economía.

A lo largo del año de campaña electoral estadounidense que acabamos de vivir, se ha producido un profundo cambio en la retórica y un profundo abismo ha surgido entre los dos bandos. Al principio, los candidatos hablaban de temas netamente políticos –como la distribución de la riqueza o la seguridad nacional– pero hoy hablan principalmente de sexo y dinero.

No son los temas políticos sino este discurso lo que ha provocado la explosión del Partido Republicano –cuyos principales líderes acaban de retirar su apoyo al candidato de su propio partido–, convirtiéndose el factor que ahora recompone el tablero político haciendo resurgir un viejísimo diferendo civilizacional. Por un lado, la señora Clinton se presenta como políticamente correcta mientras que Donald Trump hace saltar en pedazos la hipocresía de la ex «First Lady».

Por un lado, Hillary Clinton promueve la igualdad entre hombre y mujeres, aunque ella misma nunca vaciló en atacar y ensuciar la imagen de las mujeres que revelaron las infidelidades de su marido/presidente; ella misma se presenta además no en base a sus cualidades personales sino como esposa de un ex presidente y tilda a Donald Trump de misógino porque es un hombre que no oculta que le gustan las mujeres.

Mientras tanto, Donald Trump denuncia la privatización del Estado y el hecho que la Fundación Clinton hacía pagar a quienes trataban de obtener una cita en el Departamento de Estado; denuncia que el ObamaCare no fue creado en interés de los estadounidenses sino para beneficiar a las firmas de seguros médicos. Y, por si fuera poco, Trump comete además el imperdonable pecado de poner en duda la sinceridad del sistema electoral estadounidense.

Estoy perfectamente consciente de que la forma de expresarse de Donald Trump de hecho estimula el racismo. Pero no veo que sea eso lo que anima el debate electoral, a pesar del realce que dan a ese tema los medios de prensa pro-Clinton.

No es irrelevante el hecho que, en el momento del escándalo Lewinsky, el presidente Bill Clinton haya presentado excusas a la Nación y que reuniera a varios pastores para que rezaran por su salvación. La actitud de Trump fue muy distinta: al ser acusado por hechos similares –por cierto, no demostrados– luego de la difusión de una grabación de audio, Donald Trump presentó sus excusas a las personas que podían considerarse heridas, pero sin recurrir al respaldo de ningún clérigo.

Lo que estamos viendo es un resurgimiento de los valores de católicos, ortodoxos y luteranos frente a las creencias de los calvinistas, principalmente representados en Estados Unidos por presbiterianos, bautistas y metodistas.

Si bien ambos candidatos crecieron y fueron educados en el seno de la tradición puritana –Hillary Clinton como miembro de la iglesia metodista y Donald Trump como presbiteriano–, la señora Clinton regresó a la religión a raíz del fallecimiento de su padre y hoy participa en el grupo de plegaria de los jefes del estado mayor conjunto –conocido como The Family– mientras que Trump practica una forma de espiritualidad más interiorizada y no frecuenta los templos.

Por supuesto, nadie vive prisionero de los esquemas con los que fue educado. Pero, cuando se actúa sin reflexionar, se tiende a reproducir esos esquemas de forma inconsciente. La cuestión del entorno religioso puede convertirse entonces en un factor importante.

Para entender lo que está en juego, hay que retroceder hasta la Inglaterra del siglo XVII. Después de derrocar al rey Carlos I de Inglaterra, Oliver Cromwell quiso instaurar una República y purificar el alma del país. Decapitó al ex soberano, creó un régimen sectario inspirado en las ideas de Calvino, masacró a los papistas irlandeses e impuso el puritanismo como modo de vida. También concibió el sionismo, llamó a los judíos a venir a Inglaterra y fue el primer jefe de Estado del mundo en reclamar la creación de un Estado judío en Palestina. Aquel sangriento episodio de la historia del Reino Unido se designa hoy en día como la «Primera Guerra Civil Británica».

Luego de la restauración de la monarquía, los puritanos de Cromwell huyeron de Inglaterra. Se instalaron en los Países Bajos y desde allí algunos –los hoy llamados «Padres Peregrinos»– se fueron a América a bordo del Mayflower. Otros fundaron la comunidad afrikaaner en África austral. En el siglo XVIII, la guerra de independencia de Estados Unidos fue un resurgimiento del enfrentamiento de los calvinistas contra la monarquía británica y es designada como la «Segunda Guerra Civil».

En el siglo XIX, la Guerra de Secesión enfrentó a los Estados del sur –cuya población se componía principalmente de colonos católicos– con los Estados del norte –poblados esencialmente por colonos protestantes. La versión histórica de los vencedores presenta aquel enfrentamiento como una guerra por la libertad, contra el esclavismo. Pero esa explicación es pura propaganda ya que los Estados del sur abolieron la esclavitud cuando concluyeron una alianza con la monarquía británica. De hecho, se reprodujo entonces el enfrentamiento de los puritanos contra el trono inglés y algunos historiadores incluso lo llaman la «Tercera Guerra Civil británica».

Ya en el siglo XX, este enfrentamiento interno de la civilización británica parecía haber quedado atrás, exceptuando el resurgimiento de los puritanos en el propio Reino Unido con el movimiento de los «cristianos no conformistas» del primer ministro David Lloyd George, que dividieron Irlanda y se comprometieron a crear el «Hogar Nacional Judío» en Palestina.

En todo caso, Kevin Philipps, uno de los consejeros de Richard Nixon, dedicó al tema de las guerras civiles una larga tesis donde demuestra que esos conflictos no resolvieron ninguno de los problemas planteados y anuncia un cuarto enfrentamiento [1].

Los adeptos de las iglesias calvinistas, que durante 40 años votaron masivamente por los republicanos, hoy apoyan a los demócratas.

No dudo que la señora Clinton se convierta en la próxima presidente de Estados Unidos. Tampoco dudo que si Donald Trump llegara a ser electo, sería rápidamente eliminado. Pero estamos viendo, en pocos meses, una redistribución del voto en un contexto de evolución demográfica irreversible. Las iglesias surgidas de la tendencia puritana no totalizan más que un 25% de la población estadounidense y se han pasado al bando de los demócratas. Pero el modelo que construyeron aparece ya como un accidente de la historia: desapareció en África del Sur y tampoco podrá sobrevivir por mucho tiempo más en Israel, ni en Estados Unidos.

Más allá de la elección presidencial, la sociedad estadounidense tendrá que evolucionar rápidamente, so pena de sufrir un nuevo cataclismo. En un país donde la juventud rechaza masivamente la enorme influencia de los predicadores puritanos, no es posible escapar a la cuestión de la igualdad. Los puritanos hablan de una sociedad donde todos los hombres sean iguales, pero no equivalentes. Lord Cromwell quería una República para los ingleses… después de masacrar a los papistas irlandeses. Hoy en día, en Estados Unidos, todos son iguales ante la ley, pero –en nombre de esos mismos textos– los tribunales condenan sistemáticamente a los negros mientras que siempre aparecen circunstancias atenuantes para los blancos que cometen crímenes o delitos equivalentes. Y en la mayoría de los Estados de la Unión, cualquier condena de orden penal, incluso por un simple exceso de velocidad al conducir, se condena con la privación legal del derecho al voto. Pero el caso más ilustrativo de esta forma de pensamiento es la «solución de los dos Estados» que se propone para Palestina: dos Estados iguales, pero nunca equivalentes.

Fue el pensamiento puritano lo que llevó las administraciones del pastor James Carter, de Ronald Reagan y de los dos Bush (tanto George Bush padre como George Bush Jr. son descendientes directos de los «Padres Peregrinos», así como las administraciones de Bill Clinton y de Barack Obama a respaldar el wahabismo –en total contradicción con los ideales que Estados Unidos dice defender– y a apoyar actualmente el Emirato Islámico (Daesh).

En el pasado, los «Padres Peregrinos» fundaron en Plymouth y Boston comunidades idealizadas en la memoria colectiva de los estadounidenses. Pero los historiadores señalan firmemente que aquellas comunidades pretendían ser el «Nuevo Israel» y que optaron por la «Ley de Moisés». En sus templos no pusieron cruces sino las Tablas de la Ley. Eran cristianos, pero daban más importancia a las escrituras judías que a los Evangelios, obligaron sus mujeres a cubrirse la cabeza y reinstauraron los castigos corporales.

[1The Cousins’ Wars, Kevin Philipps, Basic Books, 1999.