La derrota de Hillary Clinton es, en primer lugar, la derrota del presidente Barack Obama quien, después de haberse lanzado en una intensa campaña a favor de ella, ahora ve como el electorado cuestiona su propia presidencia, cargo que él mismo había alcanzado prometiendo –en 2008– que no respaldaría solamente a Wall Street sino también al «Main Street», o sea al ciudadano medio.

A pesar de aquella promesa electoral, durante los dos mandatos de Obama, la clase media estadounidense ha visto empeorar su situación y aumentar la tasa de pobreza mientras que los ricos se hacían cada vez más ricos. Ahora, presentándose como el paladín de la clase media, es el outsider millonario Donald Trump quien acaba de conquistar la presidencia.

¿Qué cambia este relevo en la Casa Blanca en cuanto a la política exterior de Estados Unidos? Ciertamente, no cambia el objetivo estratégico fundamental de Estados Unidos, que es seguir siendo la potencia mundial dominante, una posición cada vez más tambaleante. Estados Unidos está perdiendo terreno en el plano económico, e incluso en el terreno político, ante China, Rusia y varios «países emergentes» y es por eso que está poniendo su espada en la balanza, lo cual explica la serie de guerras en las que Hillary Clinton desempeñó un papel protagónico.

Como puede leerse en su autobiografía autorizada, fue la señora Clinton quien –en sus tiempos de «first lady»– convenció a su marido-presidente para desatar la guerra que arrasó Yugoslavia, dando así inicio a la serie de «intervenciones humanitarias» contra «dictadores» acusados de «genocidio».

Como puede verse en sus correos electrónicos, también fue la señora Clinton quien –como secretaria de Estado– convenció al presidente Obama para que desatara la guerra que acabó con Libia y para que iniciara una operación similar contra Siria. También fue la señora Clinton quien promovió la desestabilización interna contra Venezuela y Brasil y el «pivot to Asia» estadounidense con intenciones anti-chinas. Y fue igualmente la señora Clinton quien, utilizando incluso la Fundación Clinton, preparó el terreno en Ucrania para el putsch de la plaza Maidan, que inició la escalada de Estados Unidos y la OTAN contra Rusia en Europa.

Dado el hecho que todo lo anterior no ha bastado para frenar la pérdida de influencia de Estados Unidos, ahora le tocará a la administración Trump corregir el tiro, tratando de alcanzar el mismo objetivo. Es irrealista la hipótesis de que Trump tenga intenciones de abandonar el sistema de alianzas creado alrededor de una OTAN a las órdenes de Washington, aunque sí es muy probable que dé un puñetazo en la mesa para lograr que los aliados incrementen sus compromisos, sobre todo en materia de gasto militar. También podría tratar de llegar a un acuerdo con Rusia, incluso para tratar de separarla de China, país hacia el que ha anunciado la adopción de medidas económicas, posiblemente acompañadas de un ulterior incremento de la presencia militar de Estados Unidos en la región Asia-Pacífico.

Ese tipo de decisiones, que ciertamente conducirán a nuevas guerras, no dependen del temperamento belicoso de Donald Trump sino de los centros de poder a los que la Casa Blanca se somete.

Esos centros de poder son los colosales grupos financieros que controlan la economía –hay que recordar que sólo el valor de las acciones de las empresas cotizadas en la bolsa de Wall Street es superior a todo el ingreso nacional de Estados Unidos.

Son las transnacionales, cuyas dimensiones económicas sobrepasan las de Estados enteros, las que prefieren “deslocalizar” la fabricación de sus productos para realizarla en los países que ofrecen la fuerza de trabajo más barata, ocasionando así el cierre de fábricas en Estados Unidos, con el subsiguiente aumento del desempleo, que a su vez empeora la situación de la clase media estadounidense.

Son los gigantes de la industria bélica los que se benefician con las guerras.

Es el capitalismo del siglo XXI, cuya máxima expresión es precisamente Estados Unidos, el que crea una creciente polarización entre riqueza y pobreza. Un 1% de la población mundial posee más riquezas que todo el 99% restante.

Y a esa clase de súper ricos pertenece el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, a quien el primer ministro italiano Matteo Renzi ya ha jurado fidelidad, como antes hizo con el presidente Obama.

Fuente
Il Manifesto (Italia)

Traducido al español por la Red Voltaire a partir de la versión al francés de Marie-Ange Patrizio