Por Alessandro Pagani

Se forma en Austria un gobierno de claras tendencias nacionalistas. Pero no es todo: una parte muy conspicua de las fuerzas políticas que lo integran se destaca por la pertenencia a la muy variada galaxia de la extrema derecha y neofascista, empezando por el Partido de la Libertad de Heinz-Christian Strache. El suceso denota la dirección que una parte siempre más amplia de Europa está tomando.

El escenario es muy complejo. Algunos políticos austriacos llaman a extender la ciudadanía de este país a los ciudadanos italianos de habla alemana y que viven en la región italiana fronteriza con Austria Trentino-Alto Adige (la mayoría de éstos viven en las pequeñas ciudades de Bolzano y Brunico). Las declaraciones levantan no pocas dudas e inquietudes. No sólo porque estos últimos hacen parte de una minoría lingüística y cultural bien protegida por las políticas de los gobiernos italianos y por la Constitución de la República Italiana, sino también porque la intención de reconocer a los ciudadanos de otras naciones la ciudadanía propia, bajo el nombre de una comunidad de raíces “étnicas”, va más allá de las fronteras de un país. Tal pretensión pone en duda la discusión la soberanía de otras naciones y recuerda fantasmas recientes.

Al hacer paralelismos históricos, y sin establecer ecuaciones históricas inmediatas, hay que mencionar que toda la política de expansión de Hitler en la década de 1930 se basaba en la reivindicación de un “espacio vital” para las poblaciones de habla alemana, como también de la búsqueda de vías de unificación territorial entre Alemania y las minorías alemanas ubicadas en Europa, sobre todo en las regiones orientales y fronterizas con Rusia.

Cómo olvidarnos de la cuestión de los “sudetos”, la minoría alemana que vivía en los Sudetes, una parte de la Checoslovaquia de ese entonces, país que en 1938 fue –al comienzo– amputada de una parte de sus territorios y por fin fragmentada. Este hecho representa por cierto un precedente histórico, más que un paralelismo. Los “Sudetendeutche”, unos 4 millones, vivían alrededor de la región de los montes Sudetes, y en las áreas fronterizas de la actual República Checa, así como en las llamadas “Sprachinseln”, los territorios lingüísticos de las regiones históricas de Bohemia y Moravia. Las fuertes reivindicaciones de Hitler fueron aceptadas, en esa época, por parte de naciones y clases dirigentes cómplices de las políticas revanchistas, nacionalistas, fascistas y reaccionarias que estaban tomando el control en Europa.

Mussolini y Hitler sabían que el sistema de acuerdos diplomáticos y equilibrios geopolíticos establecidos al fin del primer conflicto mundial tenía los días contados. Por eso jugaban muy fuerte a levantar el precio, hasta llegar a una guerra. Hoy no tenemos que enfrentarnos a dictadores, pero el enemigo es aún más complejo.

Hoy enfrentamos en la Unión Europea el proyecto hitleriano de una Europa económica y políticamente bajo el yugo de la burguesía imperialista alemana. Una Unión Europea que hubiera debido gestionar –como institución colectiva– los procesos de integración y globalización a favor de los Estados-naciones que hacen parte y que, hoy en día en la crisis estructural en la cual se encuentra, sacan afuera los viejos fantasmas del nacionalismo que en esta región ha provocado una hecatombe de muertos, si pensamos a la Primera y Segunda Guerra Mundial.

Un precedente histórico no muy lejano lo encontramos también en los caminos de disgregación política y etnonacionalista en la antigua Yugoslavia. Frente a los movimientos de segmentación de los territorios, como ya había pasado en 1914 y luego en entre 1939 y 1940, se notaba desde las regiones de los Balcanes los intereses por parte del imperialismo europeo y estadunidense de soplar sobre las reivindicaciones nacionalistas.

Alemania in primis, había llevado adelante sus propios intereses, obstaculizando los débiles intentos de una recomposición negociada, y luego fortaleciendo los movimientos de independencia. Esto también es un inquietante y peligroso precedente histórico que nos hace pensar en lo que ya analizamos a detalle en la serie de artículos publicados bajo el título “La guerra sin límites”.

Italia –obviamente– fue cómplice de estas políticas. En 1994, con la adopción de leyes sobre la ciudadanía relacionada con los exciudadanos italianos que, luego del acuerdo de paz de París del 1947 seguían viviendo en los territorios que hacían parte ya de la Croacia yugoslava (en la regiones de la Istria y Dalmatia), se le permitió a éstos adquirir nuevamente el pasaporte italiano, manteniendo la doble ciudadanía. Pero estamos hablando de personas que fueron italianas o que sus padres eran italianos y que tenían sus residencias en Italia, por lo menos, de 3 años.

Por lo tanto, es muy diferente la actual propuesta austriaca, que parece más similar con el proyecto llevado adelante en los años pasados por parte de la Hungría de Viktor Orban, si pensamos en sus políticas respeto al “majarismo”, considerado también como una raíz étnica profunda que va más allá de las fronteras nacionales. Así como también en Polonia y, en general, en los países del “grupo Visegrad” (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia), aquí la alianza diplomática se caracteriza siempre más por sus posiciones revanchistas, nacionalistas y xenófobas en el ámbito político, institucional y civil.

Por lo tanto, ¿qué está pasando? ¿El fascismo está retomando el poder en Europa? Vayamos por partes. Empecemos por comprender cuáles son los ejes de mutación política que se están dando en Europa.

Un primer dato es que temas y organizaciones de tipo “populista”, término bajo el cual aglutinan pluralidades de partidos y grupos, obtienen buenos resultados electorales en casi todo este Continente. La mayoría no llegan a ser gobierno, pero sí se les premia con un fuerte reconocimiento de votos electorales.

Sus dirigentes políticos no forman parte del Poder Ejecutivo, sin embargo constituyen auténticas fuerzas de “oposición”. Ya no lo hacen sólo como actores marginales, o en las plazas, sino sobre todo en los parlamentarios, con un fuerte y masivo respaldo de la opinión pública de sus países.

De hecho, la extrema derecha europea está dictando una parte de la agenda política colectiva, orientando a los sectores populares y radicalizando aquellos objetivos que desde siempre ha representado. Además instalando aquellos temas de los movimientos neofascistas en Europa: rechazo a la inmigración, presentada como una invasión; la aversión a los grupos solitarios y dirigentes tradicionales, acusados por ser “traidores de los pueblos”; la hostilidad contra de las instituciones democráticas, presentadas como incapaces para solucionar los problemas actuales; la exaltación de una pertenencia étnica con un destacado arraigo racista y xenófobo y que niega la raíz la ciudadanía moderna, basada en la injusticia capitalista.

Esta derecha, que –al parecer– se presenta como antiliberal y antidemocrática, que se presenta como la que salvará para siempre los “pueblos” del “mundialismo”, palabra con la cual se estigmatiza los efectos de los procesos de globalización. En realidad su objetivo es transformar el conflicto social, la lucha de clases, o sea, la verdadera confrontación entre intereses materiales y económicos contrapuestos, en un conflicto etnonacionalista.

También por esta razón es que nace la obsesión no sólo para las fronteras, los muros, las líneas de división para levantar contra las “invasiones”, sino sobretodo la exaltación del vínculo étnico, la delirante fantasía según la cual no existen derechos si no se pertenece al mismo “pueblo”. Dicha pertenencia va entendida exclusivamente como estirpe. Por lo tanto, como raza. Ése es el discurso de la extrema derecha austriaca en el poder. Así va interpretada la política sobre Trentino-Alto Adige y las minorías lingüistas alemanas en esa región italiana.

Algo similar ha pasado, haciendo todas las distinciones del caso y que la historia nos impone, en los años obscuros del siglo pasado. Lo decimos tomando con cautela nuestro juicio, para evitar alarmismos. La fortaleza de esta “nueva” derecha, hoy en día, es capitalizar a su favor el malestar de las poblaciones. Su objetivo es simular contraponerse a las tecnocracias, pero que por lo contrario acompañan el desarrollo del sistema tardo capitalista.

Otro elemento importante es que los electores y los que sostienen este heterogéneo frente de fuerzas no se encuentran sólo y necesariamente en los que más han pagado el precio de la crisis. El caso de Austria es, desde este punto de vista, muy significativo. No existe, por lo tanto, una ecuación inmediata entre malestar socio-económico y decisión electoral. De lo contrario, lo que estas fuerzas logran captar y traducir en eslogan es la fuerte sensación de inquietud que una parte muy amplia de la población europea que se suele definir como “mayoría silenciosa” vive frente a una “proletarización” de las condiciones sociales y económicas de una “clase media”. Una situación de este tipo debería hacernos reflexionar sobre lo que está pasando en realidad, ya que nos indica que estos electores, a menudo, hacen parte de un sector medio incómodo porque no se reconocen y no se sienten representados por los partidos políticos.

Así, la afirmación de la extrema derecha también representa una crisis que, en algunos y determinados casos, se vuelve una verdadera debacle para los partidos reformistas, sobre todo los que son parte de la Internacional Socialista y de inspiración socialdemócrata. Estos últimos representan una de las “dos caras” del mismo sistema capitalista, ya que desde hace 2 décadas han aceptado las posiciones neoliberales. Existe una conexión entre el nacimiento, crecimiento y afirmación de las posiciones racistas, xenófobas y revanchistas de la extrema derecha europea con la pérdida de votos de los partidos de la “izquierda” histórica. Las tremendas dificultades de estos últimos, la falta de estrategias políticas contundentes, la abdicación de un papel de dirección en los procesos sociales, la aceptación sumisa de la ideología del “fin de las ideologías y de la historia”, la que dice que el “estado de cosas reales” no hay que cambiarlo y que por lo tanto va aceptado por cómo se presenta, decreta la inutilidad de formaciones políticas que declaran querer aún gobernar lo que, en realidad, aceptan como imposible de modificar.

Se trata de una crisis trasversal que ataca la “vieja” o aparente izquierda, siempre más lejana de los temas sociales sobre el trabajo, la salud y el derecho al estudio, así como contra aquellas formaciones políticas que se suelen definir como “centristas” o “populares”, a su vez, en grandes dificultades, ya que ya no son percibidas como fuerzas de equilibrio.

Además, hoy en día, estos mismos temas basados en conceptos de “estabilidad” o de “moderación” ya no tienen ningún valor, como sí lo tenían hace 1 década. Los electores están insatisfechos e inquietos, sus posiciones se radicalizan: no sólo sus palabras sino, sobre todo, sus decisiones; premian a los que saben hacer eco de sus incoherencias y frustraciones hacia un porvenir muy difícil de definir. Casi no sirve nada decir al electorado que un voto de este tipo puede ser ilusorio y contraproducente, ya que la alternativa a esto, es decir, seguir votando por los partidos de siempre, es considerado por no pocos como una trampa: ¿Por qué ofrecer un voto a fuerzas políticas tradicionales que históricamente han demostrado traicionar a los trabajadores al abrazar el revisionismo y que, hoy en día, no saben solucionar la crisis?

El fascismo siempre toma fuerza de la crisis económica, política y social del capitalismo; de ahí se alimenta, como falsa alternativa, como respuesta ilusoria, banalización y simplificación de la crisis capitalista. Simula representar un nuevo amanecer, la luz bajo el túnel, cuando en realidad constituye la tumba de la humanidad y del porvenir. No es la solución al capitalismo y al neoliberalismo, sino su “brazo derecho” al confundir la “lucha de clase” con un “choque de civilizaciones”. La verdadera cuestión de hoy en día son las dificultades actuales, esa sensación de abandono, frente a problemas diarios, que unos cuantos europeos están viviendo, no encontrando un apoyo que no sea aquello que le ofrecen los formaciones neofascistas.

La crisis es también social, y no sólo económica, ya que pone en duda el porvenir mismo de estas sociedades, pero se vuelve también crisis política, cuando el malestar colectivo no encuentra representantes en las clases dirigentes. Ésta es la llave de lectura que los movimientos sociales y de lucha en Europa deberían tomar en cuenta para crear nuevos paradigmas y quitar el electorado a la extrema derecha. La historia no se repite dos veces, pero algunos elementos se presentan aún más en forma trágica. Esta es la lección que nos llega desde las elecciones en Austria con la victoria de la extrema derecha.

Alessandro Pagani es historiador y escritor; maestro en historia contemporánea; diplomado en historia de México por la Universidad Nacional Autónoma de México y en geopolítica y defensa latinoamericana por la Universidad de Buenos Aires