La atmósfera surrealista en la que nos hunde la pandemia de Covid-19 trae a mi mente lo que ‎pude sentir siendo joven en la 84ª división de infantería, durante la batalla de las Ardenas. Hoy, ‎como a finales de 1944, reina esa impresión de estar ante un peligro sobrenatural, que no ‎amenaza a nadie en particular pero que golpea al azar y sin piedad. Pero existía entonces una ‎diferencia importante en relación con nuestra época: la capacidad de resistencia de los ‎estadounidenses se alimentaba de la búsqueda de un objetivo nacional supremo. Hoy en día, en ‎un país dividido, la eficacia y la clarividencia tienen que guiar la acción del gobierno para vencer ‎los obstáculos, sin precedentes por su envergadura y su alcance social. Conservar la confianza de ‎la gente es fundamental para la solidaridad social, para la relación de las sociedades entre sí, ‎la paz y la estabilidad internacionales. ‎

La cohesión y la prosperidad de las naciones se basan en la convicción de que sus instituciones ‎son capaces de prever las catástrofes, de contener sus efectos y de restaurar la estabilidad. ‎Cuando la pandemia haya terminado, las instituciones de numerosos países darán la impresión de ‎haber fracasado. Lo importante no es saber si esa impresión es objetivamente correcta. ‎La realidad es que después del coronavirus, el mundo ya no será como antes. Las actuales ‎discusiones sobre el pasado sólo harán más difícil lo que hay que hacer. ‎

El coronavirus ha golpeado en una escala y con una ferocidad sin precedentes. Su progresión es ‎exponencial: en Estados Unidos la cantidad de casos se multiplica por dos cada 5 días. Mientras ‎redacto estas líneas todavía no existe un remedio para ese mal. El equipamiento médico es ‎insuficiente para enfrentar la afluencia cada vez más importante de enfermos. Las unidades de ‎cuidados intensivos están a punto de verse desbordadas, en muchos casos ya lo están. Los tests ‎no permiten identificar la extensión de la infección y aún menos invertirla. Posiblemente ‎se necesitarán 12 o 18 meses para encontrar una vacuna eficaz. ‎

La administración estadounidense ha trabajado bien para evitar una catástrofe inmediata. ‎La prueba final será saber si es posible detener la propagación del virus e invertirla después ‎de manera y en proporciones que preserven la confianza de la gente en la capacidad de los ‎estadounidenses para gobernarse a sí mismos. El esfuerzo desplegado frente a la crisis, ‎independientemente de su envergadura y necesidad, no debe impedir que se inicie urgentemente ‎una iniciativa paralela para garantizar la transición hacia el nuevo orden postcoronavirus. ‎

Los dirigentes están lidiando con la crisis esencialmente a escala nacional, pero el efecto de ‎desagregación que el virus está teniendo sobre las sociedades no reconoce fronteras. Si bien el ‎impacto sobre la salud de las personas será temporal –al menos eso esperamos–, las sacudidas ‎políticas y económicas que la pandemia ha desatado podrían prolongarse por generaciones. ‎Ningún país, ni siquiera Estados Unidos puede vencer el virus con un esfuerzo puramente ‎nacional. El enfrentamiento de las necesidades del momento debe estar acompañado de una ‎visión y de un programa comunes a escala global. Si no trabajamos en los dos frentes, tendremos ‎que enfrentarnos a lo peor de cada uno de ellos. ‎

Ante las enseñanzas obtenidas en la elaboración del Plan Marshall y del Proyecto Manhattan. ‎Estados Unidos está obligado a asumir un esfuerzo considerable en 3 sectores. Primeramente, ‎hay que fortalecer la capacidad de resistencia global ante enfermedades infecciosas. Triunfos de ‎la ciencia médica, como la vacuna contra la polio y la erradicación de la viruela, así como la ‎naciente maravilla estadístico-técnica del diagnóstico médico basado en la inteligencia artificial, ‎nos han llevado a un peligroso exceso de confianza. Tenemos que desarrollar nuevas técnicas y ‎tecnologías para el control de infecciones y proporcionar vacunas a grandes poblaciones. ‎Ciudades, Estados y regiones deben prepararse sistemáticamente para proteger sus poblaciones ‎contra las pandemias apertrechándose, cooperando en planificación y exploración en los confines ‎de la ciencia. ‎

En segundo lugar, habrá que restañar las heridas de la economía mundial. Los dirigentes del ‎mundo han aprendido importantes lecciones de la crisis financiera de 2008. La crisis económica ‎actual es más compleja: por su velocidad y su envergadura global, la contracción provocada por ‎el coronavirus no se parece a nada de lo que se había visto antes en la historia. Y las ‎indispensables medidas de salud pública, como el distanciamiento social y el cierre de las escuelas ‎y los negocios, están agravando el sufrimiento económico. Habrá que pensar también en ‎programas que atenúen los efectos del caos inminente sobre las poblaciones más vulnerables del ‎mundo. ‎

En tercer lugar, hay que salvaguardar los principios del orden liberal mundial. El mito fundador del ‎gobierno moderno es una ciudad amurallada protegida por gobernantes poderosos, a veces ‎despóticos, a veces benevolentes, pero que siempre son lo suficientemente fuertes como para ‎proteger al pueblo ante un enemigo externo. Los pensadores del Siglo de las Luces restructuraron ‎ese concepto, argumentando que el objetivo del Estado legítimo es garantizar las necesidades ‎fundamentales del pueblo: seguridad, orden, bienestar económico y justicia. Los individuos ‎no pueden garantizar tales cosas por sí solos. La pandemia ha dado lugar a un anacronismo, ‎nos trajo nuevamente al concepto de la ciudad amurallada en una época en la que la prosperidad ‎depende del comercio global y de la circulación de la gente. ‎

Las democracias del mundo deben defender y mantener los valores que heredaron de las Luces. ‎Una renuncia global al equilibrio entre poder y legitimidad causaría la desintegración del contrato ‎social tanto a escala doméstica como internacionalmente. Pero esta cuestión milenaria de la ‎legitimidad no puede resolverse al mismo tiempo que el esfuerzo para resolver la crisis del Covid-‎‎19. Todas las partes deben dar prueba de contención –tanto en materia de política doméstica ‎como en diplomacia internacional. Hay que establecer prioridades. ‎

Desde la época de la batallas de las Ardenas hemos evolucionado hacia un mundo prosperidad ‎creciente y hacia una mejor dignidad humana. Hoy estamos en un periodo de viraje. Para los líderes, ‎el desafío histórico consiste en manejar la crisis y construir a la vez el futuro. El fracaso podría ‎incendiar el mundo. ‎

Fuente
Wall Street Journal (Estados Unidos)