El presidente boliviano Evo Morales (a la izquierda) y el ahora presidente electo Luis Arce, ‎entonces ministro de Economía y Finanzas.‎

El 20 de octubre de 2019, el presidente Evo Morales había ganado la primera vuelta de la ‎elección presidencial con 47,08% de los votos, frente al 36,51% que obtenía Carlos Mesa, su ‎adversario proestadounidense y prooccidental. La Constitución boliviana estipula que cuando un ‎candidato obtiene más del 40% de los votos válidos y un margen de 10 puntos de ventaja sobre el ‎segundo candidato con más votos, el candidato que encabeza la votación resulta electo en la ‎primera vuelta. Por consiguiente, el Tribunal Supremo Electoral había proclamado vencedor a Evo ‎Morales. ‎

Como hacen a menudo cuando pierden –recientemente en Bolivia, en Venezuela y ‎en Bielorrusia–, los candidatos prooccidentales, con el respaldo de los Estados-padrinos que ‎componen la «coalición occidental», encabezados por Estados Unidos, vociferan entonces que ‎hay un fraude electoral y tratan de invertir el resultado de las urnas mediante desórdenes ‎callejeros, con el apoyo, y la injerencia política, mediática, diplomática y a veces militar de ‎Estados Unidos, la Unión Europea y del trío infernal del mal llamado Consejo de Seguridad de ‎la ONU, el trío que con sus acciones injerencistas siembra el caos en el planeta: ‎Estados Unidos, Reino Unido y Francia.

Esto es lo que púdicamente suele designarse ‎en Occidente como operaciones de «cambio de régimen», «revoluciones de colores» o ‎‎«primaveras». ‎

Estas operaciones de «cambio de régimen» no siempre salen bien –como en Venezuela ‎y Bielorrusia, por ejemplo– pero a veces funcionan y fue eso lo que sucedió en Bolivia ‎en octubre de 2019. La corrupción de las altas jerarquías militares, policiales y judiciales ‎bolivianas bastó a los minoritarios para obligar a Evo Morales –quien había ganado muy ‎ampliamente la elección– a dimitir y exilarse en Argentina. Una senadora de los perdedores, ‎Jeanine Áñez, se autoproclamó entonces presidente interina, con el reconocimiento inmediato de ‎Estados Unidos, que de esa manera asumía su apoyo a los golpistas y mostraba claramente ‎su injerencia. La Unión Europea y Francia, sin el menor comentario, se limitaron a «tomar ‎nota» de la dimisión (bajo presión) de Evo Morales y de la toma del poder por parte de los ‎minoritarios.‎

Para evitar el regreso del reelecto presidente Evo Morales –muy popular– el gobierno interino (y ‎minoritario) lo acusó inmediatamente nada más y nada menos que de «terrorismo y genocidio» ‎y retrasó lo más posible la realización de nuevas elecciones, abrigando la esperanza de que el ‎pueblo boliviano acabaría cambiando de opinión y votaría por la minoría golpista. Ese gobierno ‎interino también aprovechó su llegada al poder para perseguir judicialmente a todos los responsables de la formación política mayoritaria [el Movimiento Al Socialismo, MAS] y a sus ‎aliados políticos tratando así de decapitar toda oposición. ‎

Esta farsa “democrática”, que claramente era un golpe de Estado prooccidental premeditado y ‎organizado, llegó a concretarse con la complicidad activa de Estados Unidos y con la complicidad ‎pasiva de la Unión Europea y Francia. ‎

Pero la revancha llegó finalmente este 20 de octubre de 2020 con una brillante victoria del partido ‎de Evo Morales. Al no haber sido autorizado a volver a ser candidato, el presidente derrocado ‎vio a su ex ministro de Economía y Finanzas, Luis Arce, ganar la elección en la primera vuelta con ‎el 52,4% de los votos válidos y 21 puntos de ventaja sobre su principal rival proestadounidense, ‎Carlos Mesa, en un desenlace feliz, aunque tardío. ‎

Conclusiones:

‎1 – Lo sucedido en Bolivia en octubre de 2019 fue, efectivamente, un golpe de Estado ya que el ‎resultado de la elección de 2019 acaba de repetirse en 2020. Aquel golpe de Estado tuvo éxito ‎gracias al apoyo de Estados Unidos, la colaboración de una alta jerarquía militar, policial ‎y judicial boliviana corrupta y la complicidad de la prensa y de los círculos financieros… y ya ‎sabemos quién los controla, tanto en Bolivia como en otros países. El golpe prosperó con la ‎anuencia silenciosa de la Unión Europea y de Francia. ‎

‎2 – Si quiere mantenerse, el nuevo gobierno del presidente Luis Arce tendrá que proceder a una ‎limpieza y destituir lo más rápidamente posible a todos los traidores que participaron en la ‎organización del golpe de Estado de 2019, llevarlos ante la justicia y lograr que sean condenados ‎para evitar que reincidan. Esa limpieza tendrá que ser profunda, en varias capas de la alta ‎jerarquía, ya que los traidores evidentemente han favorecido la promoción de sus seguidores, que ‎podrían ser los golpistas de mañana. El nuevo poder también tendrá que ocuparse de recuperar ‎el control de las instituciones financieras y de prohibir por ley toda concentración del aparato ‎mediático en manos de un pequeño grupo de individuos a veces (¿a menudo?) ‎mal intencionados. ‎

‎3 – El resultado de esta nueva elección boliviana es una bofetada para Occidente, siempre ‎dispuesto a dar lecciones y a inmiscuirse en los asuntos de países soberanos invocando la ‎democracia a geometría variable que dicen promover. También pone en evidencia la hipocresía y ‎los métodos poco democráticos de Occidente en acontecimientos recientes, como el golpe ‎de Estado de la plaza Maidan en Ucrania; la elección presidencial brasileña, donde se manipuló ‎la justicia, para impedir la participación del candidato más popular [Luis Inacio (Lula) da Silva]; ‎las elecciones presidenciales realizadas en Venezuela y en Bielorrusia, países donde Occidente ‎reconoce de manera explícita o implícitamente como vencedores a candidatos muy minoritarios, ‎reconocimiento que Occidente les otorga únicamente porque son prooccidentales; la elección ‎presidencial realizada en Siria, donde las potencias de Occidente no reconocen al presidente ‎Bachar al-Assad, a pesar de su amplísima victoria, simplemente porque no les conviene… o ‎más bien porque no conviene al Estado de Israel. ‎

‎4 – Los pueblos de los grandes Estados occidentales deberían interrogarse sobre el estado de ‎sus propias democracias y sobre el papel que desempeñan el dinero, la prensa y los jueces que ‎acaban de falsificar los resultados electorales en su propio país. Basta observar hoy las campañas ‎electorales estadounidenses de 2016 y 2020 para darse cuenta de que la mentira, los golpes ‎bajos y el aparato judicial favorecen diariamente que se manipule la opinión pública y que ‎se manipule al elector, principal objeto de dichas manipulaciones. Basta también con haber ‎vivido la elección presidencial francesa de 2017, en la cual la prensa y los jueces –decidiendo a ‎quién se le entrega el trono– utilizaron los mismos métodos de manipulación para poner en ‎el poder al elegido de los grupos de presión de la finanza. ‎

‎5 – Antes de apresurarse a dar lecciones de cómo gobernar y de moral a los demás, como hace –‎por ejemplo– el presidente francés [Emmanuel Macron] con Siria, Ucrania o Bielorrusia, ‎los ejecutivos de los grandes Estados occidentales deberían interrogarse sobre el carácter ‎democrático de las decisiones que toman ellos mismos. La adopción [en Francia] del Tratado de ‎Maastricht, mediante un truco del entonces presidente francés Nicolas Sarkozy [que lo convirtió ‎en Tratado de Lisboa], en contradicción con el clarísimo resultado del referéndum realizado ‎en 2005, o el abandono del proyecto para la construcción de un aeropuerto en Notre-Dame des ‎Landes, decisión de abandono tomada por el presidente Macron contradiciendo la opinión ‎favorable al proyecto expresada por más del 55% de los participantes en un referéndum, tendrían ‎que hacer reflexionar al elector [francés] sobre la honestidad de los dirigentes, cada vez menos ‎votados, que lo gobiernan. ‎

La bofetada del pueblo a los dirigentes occidentales es por ende bienvenida. Esa bofetada ‎recuerda a dichos dirigentes que, en la democracia, el derecho debe emanar del pueblo y que ‎el pueblo acabará, tarde o temprano, sacándolos del poder si gobiernan en contra de él. ‎