La palabra revolución, cuando aparece, rompiendo el silencio que impone el poder, siempre encrespa a unos y emociona a otros, los segundos siempre son más.

Ahora escuchamos esta palabra todos los días, aunque vinculada a otra, que la asfixia, le pone límites, la vuelve solo un sonido al viento, le quita contenido. Todos hemos oído sobre la "revolución ciudadana".

Ciudadano es el señor Álvaro Noboa, pero también lo es don Juan Piguave, u Olga Piltaxi, es decir, todos, sin excepción alguna, sin diferencia de clase. La pregunta es: ¿todos quienes ingresan en este difuso concepto de "ciudadano", buscan, quieren, les conviene la revolución? La respuesta es NO.

Por ello, cuando en la actual coyuntura política se piensa, se trabaja, se lucha por el cambio, es obvio que éste debe corresponder a los intereses de esas mayorías populares que quieren, que buscan la revolución. No se pueden equivocar aliados ni blancos políticos en este proceso. No se puede hacer una revolución de academia, de iluminados, al margen de los pueblos, sino una revolución de masas de trabajadores, de pueblos y nacionalidades.

Hemos constatado con asombro cómo en este último período algunos sectores del movimiento PAÍS han apuntado su artillería hacia la izquierda revolucionaria, que si no es calificada de infantilista, trata de ser excluida del rol protagónico que siempre ha jugado en el proceso de cambio.

Una revolución no viene por decreto, sino por una acumulación de cambios cuantitativos que permiten dar, en un momento determinado, el salto cualitativo. No basta entonces, querer que la educación sea similar a la de los países más desarrollados, y para lograrlo, tratar de ponerle parámetros de funcionamiento de esas realidades extrañas. Cuando se les exige excelencia académica a los niños y jóvenes ecuatorianos, a los maestros, hay que mirar si es justa esa exigencia en un contexto socioeconómico absolutamente adverso. Hay que mirar si el Estado ha actuado con suficiente precisión y eficiencia en resolver los problemas del contexto en el que se desarrolla el hecho educativo. Es decir, si hay un Estado que ha generado producción, empleo, salud, seguridad social, vivienda, servicios básicos, acceso a la tecnología, si ha promovido una vigorosa identidad.

Igual cosa sucede con el área de la salud. Hacer la revolución en esta área también implica partir de una realidad existente, no de parámetros aislados, desconectados con el proceso de desarrollo histórico de la sociedad en su conjunto.

El problema a resolver nunca será el síntoma, sino la causa. Y la causa última de todos los problemas en la etapa actual siempre será una: el sistema capitalista. Y sí, hay que hablar de un socialismo de hoy, que en condiciones de calidad supere a lo que fue el socialismo del siglo pasado, puesto que siempre la historia camina hacia delante, y nunca hacia atrás, pero ello no implica ser tan ingenuo como pensar que puede haber un capitalismo socialista, sería como creer en un fuego húmedo, o en un frío caliente. Capitalismo y socialismo son agua y aceite, se excluyen, jamás se mezclan. El socialismo tiene que construirse sobre las ruinas del capitalismo, pero debe oponerse, negar al capitalismo, es decir, debe ser un nuevo sistema, diametralmente opuesto. El entorno internacional hoy nos demuestra qué es el capitalismo en su esencia: anarquía productiva, crisis, hambre, muerte, individualismo, y una serie de males más. Por eso en el Ecuador el único socialismo que debe conquistarse es la antítesis del capitalismo, y debe ser construido por los reales protagonistas de la historia, por los trabajadores.

Hoy que recordamos la gesta histórica del 15 de noviembre, es importante que reflexionemos sobre el significado real de la palabra revolución.