Imagen del film 1984 de Michael Radford, basado en la novela de George Orwell.

En 1949, en momentos en que se desarrolla una guerra fría que pone al mundo al borde de un inminente holocausto nuclear, George Orwell publica su último libro, que sería también su más novela más célebre: 1984. Si bien el título apunta hacia la anticipación, es evidente que el blanco no es otro que la Unión Soviética, representada a través del «Gran Hermano» totalitario que anula toda posibilidad de comunicación al subvertir el lenguaje y mediante la creación de una «neolengua» (newspeak) en cuyo marco todo concepto se convierte en su contrario.
Con la publicación de su novela precisamente en el mismo año de la fundación de la OTAN (la organización militar que se presentaba incluso como defensora de la causa de la moral y la verdad), Orwell aportaba su amable contribución a la campaña de Occidente. No imaginaba seguramente que su denuncia acabaría siendo mucho más aplicable a la descripción de la situación surgida, sólo unos años después de 1984, con el fin de la guerra fría y con el triunfo de Estados Unidos.

Al igual que su superpoderío militar, el superpoderío mediático de Occidente tampoco parece enfrentar obstáculo: la inversión de la verdad acaba de imponerse mediante un bombardeo mediático incesante y omnipresente, de carácter absolutamente totalitario. Eso es lo que puede verse claramente en el marco de la guerra que se está desarrollando en Libia.

Guerra

Efectivamente, allí estamos viendo en acción el aparato militar más poderoso que se haya visto jamás en la historia. Por supuesto, en los bombardeos de la OTAN no faltan las víctimas civiles. Se utilizan armas (de uranio empobrecido) cuyo impacto está destinado a durar por mucho tiempo. Además de Estados Unidos, otros dos países se distinguen en el desencadenamiento de las hostilidades y la conducción de las operaciones militares.

Se trata de Francia y del Reino Unido, países ambos con una larga historia de expansión y de dominación colonial en el Medio Oriente y África. Se trata de un área rica en petróleo y los expertos y medios de información más autorizados ya analizan la nueva organización geopolítica y neoeconómica.

Sin embargo –nos aseguran Obama, sus colaboradores así como sus aliados y subalternos– lo que estamos viendo no es una guerra sino una operación humanitaria destinada a proteger a la población civil y autorizada, además, por el Consejo de Seguridad de la ONU.

La realidad es que la OTAN se toma con la verdad las mismas libertades que con sus víctimas.
En primer lugar, hay que señalar que las operaciones militares de Occidente comenzaron antes y sin la autorización de la ONU. El 20 de marzo, Mike Hamilton revelaba en el Sunday Mirror que hacía ya «tres semanas» que estaban operando en Libia «cientos» de soldados británicos vinculados a uno de los cuerpos militares más sofisticados y temidos del mundo: los comandos SAS [Special Air Service, fuerza de operaciones especiales del ejército británico. Nota del Traductor al español.]. Se encontraban entre esas fuerzas «dos unidades especiales llamadas “Smash” debido a su capacidad destructiva» [1].

O sea, la agresión ya había comenzado, sobre todo teniendo en cuenta que «pequeños grupos de la CIA» ya estaban colaborando con los cientos de soldados británicos, en el marco de «una amplia fuerza occidental que actuaba en la sombra» conforme a los deseos de «la administración Obama» y encargada, siempre «antes del comienzo de las hostilidades el 19 de marzo», de «apertrechar a los rebeldes y desangrar el ejército de Kadhaffi» [2]. Se trata de operaciones que llaman aún más la atención por el hecho de haber sido emprendidas en un país ya frágil de por sí debido a su estructura tribal y a la dualidad que desde hace mucho existe entre la región de Tripolitania y la de Cirenaica.

En segundo lugar, hasta cuando se dirigen a la ONU, Estados Unidos y Occidente siguen reservándose el derecho a desencadenar guerras sin autorización del Consejo de Seguridad. Eso fue lo que sucedió, por ejemplo, en ocasión de la guerra contra Yugoslavia –en 1999– y en el caso de la segunda guerra contra Irak –en 2003. Nadie sensato calificaría hoy de «democrático» un gobierno que dirigiera a su parlamento el siguiente discurso: Os invito a otorgarme vuestra confianza pero, aunque no cuente con ella, seguiré gobernando como mejor me parezca… ¡Son esos los términos que Estados Unidos y Occidente están utilizando cuando se dirigen a la ONU!

O sea que las votaciones que tienen lugar en el Consejo de Seguridad están corrientemente condicionadas por el constante chantaje al que recurren Estados Unidos y Occidente.

En tercer lugar, desde el momento mismo en que le arrancaron al Consejo de Seguridad –gracias al chantaje anteriormente descrito– la resolución que querían, Estados Unidos y Occidente se apresuraron a interpretarla a su manera. La autorización para imponer una zona de exclusión aérea en Libia se convierte entonces de hecho en autorización para imponer una especie de protectorado.

Por muy poderoso que sea, el aparato mediático de los agresores no logra ocultar la realidad de la guerra. La «neolengua» [también llamada en español «nuevahabla». NdT.] se obstina de todas formas en ocultar lo que ya es evidente y prefiere hablar de operación de policía internacional. Es, sin embargo, interesante analizar la historia de esa categoría. En 1904, el presidente estadounidense Theodore Roosevelt retoma la doctrina Monroe, la reinterpreta, la radicaliza y teoriza sobre un «poder de policía internacional» que la «sociedad civilizada» debe ejercer sobre los pueblos colonizados.

Y según él, en el caso de Latinoamérica, ese papel corresponde a Estados Unidos. Regresamos así a la realidad del colonialismo y de las guerras del colonialismo, realidad que la neolengua trata de negar.

En primera línea de la promoción de la neolengua y de la inversión de la realidad encontramos, desgraciadamente, al presidente de la República Italiana, Giorgio Napoletano, más elocuente que nadie en cuanto se refiere a demostrar que lo que estamos viendo en Libia… ¡no es una guerra! Si dejara al menos resurgir sus propios recuerdos de militante comunista, entendería seguramente que el intento de negación de la guerra en realidad constituye una confesión.

Como ya explicó Lenin en su época, las grandes potencias no consideran sus propias expediciones coloniales como guerras, y no sólo por el enorme desequilibrio de fuerzas entre las dos partes que se enfrentan en el terreno, sino también porque las víctimas «ni siquiera merecen el apelativo de pueblos (¿Serán pueblos los asiáticos y los africanos?» [3].

Titular del diario italiano Corriere della Sera del 20 de marzo de 2011: «Benghazi en llamas. Horas de batalla en la ciudad rebelde. Muerte al enemigo. Abatido un avión de los sublevados».

Civiles

La guerra, o sea la operación de «policía internacional» desencadenada contra Libia, tiene como objetivo proteger a los «civiles» de la masacre que planea Kadhaffi. El problema es que la neolengua se ve inmediatamente desmentida por los propios órganos de la prensa encargada de difundirla. En su edición del 20 de marzo de 2011, el diario italiano Corriere della Sera publica la foto de un avión en llamas que se desploma en el cielo de Benghazi.

El pie de foto y el artículo que la comenta, firmado por Lorenzo Cremonesi, explican que se trata de un «caza» piloteado por uno de los «pilotos más expertos» a la disposición de los rebeldes y que fue derribado por «misiles tierra-aire de Kadhafi». Entonces, lejos de estar desarmados, los sublevados disponen de armas y resulta, además, que también han tenido desde el principio la ayuda de la CIA y de otros servicios secretos, de una «amplia fuerza occidental que actuaba en la sombra» y de cuerpos especiales británicos famosos o temidos por su «capacidad destructiva».

¿Serán esos los «civiles»? Ahora, con la intervención de una poderosa fuerza internacional, es más bien el bando de enfrente el que parece bastante desarmado.

Una reflexión posterior puede sin embargo resultar oportuna en el análisis de la categoría que aquí abordamos. Como señala Avishai Margalit, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, el gobierno israelí también incluye el «lanzamiento de piedras» en el listado oficial de «ataques terroristas hostiles». Y, como es sabido, no bastan las medias tintas cuando es cuestión de acabar con los terroristas. En las páginas de la más eminente prensa estadounidense –el International Herald Tribune– podemos leer el relato de «exasperantes escenas de muerte» que tienen lugar «cuando un carro de asalto y un helicóptero israelí abren fuego sobre un grupo de manifestantes palestinos, entre los que se encuentran niños, en el campamento de refugiados de Rafah».

Sí, un niño que tira piedras contra el ejército de ocupación puede ser considerado y tratado como un «terrorista». Leah Tsemel, abogada israelí que trabaja en la defensa legal de palestinos, reporta el caso de «un niño de 10 años que fue muerto cerca de un punto de control a la salida de Jerusalén por un soldado a quien simplemente le lanzó una piedra» [4]. La neolengua celebra aquí su triunfo: un experto piloto que combate al mando de un avión militar es un «civil», pero un niño que lanza piedras contra el ejército de ocupación… ¡no puede ser menos que un «terrorista»!

Justicia internacional

Los campeones de la lucha contra los niños «terroristas» y contra los palestinos pueden dormir tranquilos, pero los que se opongan a los «civiles» en Libia tendrán que comparecer ante la Corte Penal Internacional. Y los militares y políticos que toman las decisiones en el aparato militar no serán los únicos que pudieran tener que comparecer, y ser condenados. No, se trata de un grupo mucho más amplio el que se convierta en blanco.

Ya el 25 de febrero de 2011, en el diario británico The Guardian, Patrick Wintour y Julian Borger explicaban: «Oficiales británicos están poniéndose en contacto con personal libio de alto rango para plantearle la disyuntiva: abandonar a Muhammar el-Kadhafi o ser juzgados junto a él por crímenes contra la humanidad» [5]. Los gobernantes de Londres y de Occidente no dejan de insistir en ese punto. Ven la Corte Penal Internacional como la Cosa Nostra, o sea como un «tribunal» de la mafia. Pero es otro el aspecto más importante y repugnante: los que están siendo amenazados con verse encarcelados por el resto de sus días son funcionarios libios que no han cometido ningún delito.

O sea, luego de haber intervenido en una guerra civil, que probablemente provocaron y que por lo menos alimentaron, luego de haber desencadenado una intervención militar mucho antes de la adopción de la resolución de la ONU, Obama, Cameron, Sarkozy, etc. siguen violando las reglas del derecho internacional y siguen amenazando con aplicar su vendetta y su violencia, incluso después del fin de las hostilidades, a quienes no se rindan inmediatamente ante la voluntad de poder, de dominación y de saqueo que está expresando el más fuerte. Y la neolengua actualmente en vigor transforma a las víctimas en responsables de «crímenes contra la humanidad» y a los responsables de crímenes contra la humanidad los convierte en artífices de la «justicia internacional».

Es indudable. Al mismo tiempo que un aparato de destrucción y muerte sin precedentes en la historia, impera también la neolengua, o sea el lenguaje del Imperio.

Traducido al español por la Red Voltaire a partir de la traducción al francés de Marie-Ange Patrizio.

[1«Crack SAS troops hunt Gaddafi weapons inside Libya», por Mike Hamilton, Sunday Mirror, 20 de marzo de 2011.

[2«C.I.A. Agents in Libya Aid Airstrikes and Meet Rebels», por Mark Mazzetti y Eric Schmitt, The New York Times, 30 de marzo de 2011.

[3Lenin, Obras completas, vol. 24, p. 416-17 de la edición italiana.

[4Ver Il linguaggio dell’Impero, por Domenico Losurdo, Laterza, Roma-Bari, 2007, capítulo I, § 13

[5«Libya: UK officials tell Gaddafi loyalists to defect or face war crimes trial», por Patrick Wintour u Julian Borger, The Guardian, 25 de febrero de 2011.