Antes que a algún momio de la Iglesia Católica peruana se le ocurra prohibir o hacer quitar la cinta El crimen del padre Amaro, vaya a verla. Comprobará en su decurso una realidad que se repite a lo largo de Latinoamérica -y especialmente en el Perú- desde hace 500 años. Los curas a veces no logran cumplir su voto de castidad, esa imbecilidad llamada celibato, e incurren en relaciones no siempre exitosas y hasta deplorables, como es el caso de esta película.

Amaro es tentado por una niña bellísima adolescente en flor y se confunden so pretexto de una preparación espiritual para su vocación de monja en un amorío carnal de pasiones juveniles y ardientes. Por casualidad Amaro es vendido en su secreto por el dueño del local clandestino y un cura de mayor edad pretende reprender a Amaro. El problema es que este sacerdote también tenía rabo de dinosaurio porque recibía dinero del narcotráfico y se acostaba con la sanjuanera, dueña de un restaurante de comida saludable y sabrosa.

La niña, luego de cavilaciones mil y recursos fallidos, acepta abortar y se desangra en la operación y muere en los brazos del padre Amaro a quien no alcanza la velocidad de su camioneta para internarla en un hospital verdadero. La tragedia se desata y es culpado un tercero, ex-enamorado de la finada y cuyo único pecado había sido escribir un artículo revelando cómo otro sacerdote bautizaba, por buenos y abundantes dólares, al hijo de un narcotraficante de alto vuelo. Hasta allí la cinta.

Prescindamos de las virtudes cinematográficas de tiempo, diálogos, escenarios y trama. Allende estas circunstancias se muestra un hecho común, desembozado y que repite su insolente presencia en nuestro país. ¿Cuántos hijos o hijas de curas hay en nuestros pueblos? ¡Muchísimos! El celibato, esa castración robótica, les impide manifestarse como hombres y a veces caen en la homosexualidad o en la paternidad escondida. Son ojos claros o colores diversos, como fisonomías inconfundibles, las que revelan el origen biológico de muchos infantes.

Ha poco denuncié la huida del sacerdote colombiano Roberto Riaño, éste se había fugado antes de Camaná, lugar en que trabajaba en la parroquia y en el colegio y donde embarazó a una niña con la que tuvo un hijo. Se las picó de
Camaná y se refugió en Arequipa bajo el protectorado del arzobispo Sánchez Moreno. Denunciado penalmente, tenía prohibido salir del país, pero pareciera que para los curas las leyes terrenales son letra muerta. Y, en efecto, hasta hoy no se sabe a ciencia cierta dónde está Riaño, salvo que existe la convicción que no está más en el Perú. ¿Qué explicación tiene el cómplice de este crimen recientísimo, me refiero al arzobispo Sánchez Moreno?

El poder de la Iglesia Católica es inmenso. Es dueña de bienes muebles e inmuebles y no paga impuestos. Puede prohibir la expresión de prensa a diestra y siniestra. Dos semanas atrás, Canal 2-Frecuencia Latina me buscó para opinar en torno a los fascistas sodálites. Así lo hice, sin embargo, luego que CSF (cuervo, soplón y fascista) Cipriani hablara de las bondades de esta secta, se obliteró cualquier nueva referencia, las expresiones del periodista arequipeño Mario Arenas y de quien esto escribe, quedaron archivadas, prohibidas, refundidas. ¡Esta es la libertad que predica la Iglesia Católica peruana!

El ciudadano Fernando Gerdt ha hecho denuncias de cómo los sodálites a través de sus organismos de fachada y también con descaro, han pretendido robarle su casa en Arequipa en complicidad con el Banco Santander. Un programa en el Canal 4 y otro en Canal 2, hicieron tomas y requirieron detalles. ¡Nada ha salido en la televisión! El temor atávico a reprimendas espirituales y -sobre todo económicas- promueve cobardías a granel y mezquindades repudiables.

El crimen del padre Amaro nos llama a reflexión y nos solivianta porque hay que enterrar los virreinatos del espíritu supérstites, profundamente reaccionarios y cavernarios.

Es hora de romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz.