Mi amigo Máximo, un pata bien buena gente, que en su otra vida e identidad era tombo en el Perú, me dijo: «...y si no me renuevan la visa, caballero nomás, me tendré que regresar al Perú a seguir metiendo palo. Para qué tanto hacerse las víctimas si al final nosotros somos bambas...»

Ilustración de la tapa del libro

El contratista me enseñó una partida de nacimiento con multitud de correcciones, sellos, firmas, resoluciones judiciales y un sinfín de rectificaciones al texto original propiamente dicho. Había tenido la desafortunada idea de traducir las partidas de nacimiento que los inmigrantes le presentaban con el fin de demostrar, papeles en mano, que eran descendientes de japoneses.

El hombre estaba loco, porque no sabía ni por dónde empezar y, buscando en el diccionario esas extrañas expresiones como «rectificación judicial» o «anúlese lo actuado», se dio cuenta que no tenían una traducción exacta al japonés. Sin embargo, eso era algo mínimo, en comparación a la infinidad de perlas que encontró en su oficio de contratista y ante las cuales, en un principio, ponía el grito en el cielo o no lo podía creer, pero a las que, después -poderoso caballero es don dinero, dice el dicho-, se acostumbró o aceptó con complicidad, a pesar de ser japonés; porque lo que a él le interesaba era ganar dinero haciendo el servicio de contrato.

Sin embargo, era claro que el pob re contratista no tenía ni la menor idea sobre los alcances, la profundidad, la capacidad, la sutileza y todas las cualidades -buenas y malas- que nos podamos imaginar del llamado ingenio criollo. El mismo que, dicho sea de paso, no tiene traducción exacta en diversidad de lenguas.

Lo cierto es que el dorado Japón abrió sus puertas a los descendientes de los inmigrantes japoneses, y como la tentación hace al ladrón, también a los que no lo eran, pero que podían demostrar que sí lo eran. Un caso ante el cual ni un genio hubiera encontrado una manera fácil de resolverlo, pero que para los peruanos era pan comido. Es decir, falsificando los documentos. Ahí fue cuando apareció el lado oscuro del llamado ingenio criollo y, de la noche a la mañana, miles de peruanos que antes se apellidaban Pérez, Campos, Pizarro y Vargas terminaron convertidos en Higas, Suzukis, Satos y Yamasakis, casi como por arte de magia.

La clave del asunto era, definitivamente, conseguir el koseki. Éste era el documento madre, el más importante, que probaba la filiación y descendencia japonesa. Lo demás era papayita, pues quién no sabe que en el Perú, y no es novedad ni ofensa, todo se puede conseguir gracias a las buenas movidas o los buenos billetes.

Así empezaron a arribar al Japón los nisei (segunda generación) y los sanseí (tercera generación). Pero los que llegaban en avionadas -en Perú diríamos camionadas, pero al Japón sólo se llega en avión-, eran los bansei o generación bamba. Terminología nacida, también, a la luz del ingenio criollo. Es decir, que eran aquellos que habían sido adoptados, reconocidos, rectificados y etcétera, ya en su mayoría de edad generalmente, y que, por lo tanto, tenían libreta militar y electoral nuevecitas, además de un pasaporte nuevecito.

En el aeropuerto de Lima -en este país de las grandes oportunidades, especialmente para los vivos y para un vivo otro más vivo-, si se quería saber quién era quién; es decir, «firme» o «bamba», sólo se necesitaba pedir al apurado viajero otro documento de identificación, aparte del pasaporte «sólo para comprobar su identidad». Lo que venía después ya es cosa conocida. Si el documento de comprobación era nuevo, lo único que quedaba era «matricularse» o perder el avión.

Además no se podía descartar una posible denuncia por falsificación de identidad. Y teniendo en cuenta todo lo que mucha gente había sacrificado -prestándose dinero para los pasajes y los documentos-, por ir en busca de una esperanza o de una ilusión que, es triste decirlo, su propio país le negaba y no se sabe hasta cuándo se las seguirá negando, ese era un riesgo muy grande. Lo cierto es que todo el mundo trataba de aprovecharse de la situación.

Pero una vez en el Japón, los flamantes Tanakas no podían explicar por qué no habían aprendido japonés, por qué no sabían comer con palitos y que, a fuerza de tener que demostrar que eran descendientes legítimos, empezaban a balbucear sus primeros arigatos, konnichiwas, ohayos y kanpais. Así como trataban de dar las más estrambóticas explicaciones cuando los japoneses, intrigadísimos e ingenuos ellos, no podían comprender por qué los hermanos Kawasaki no se parecían en absoluto; uno era alto, el otro bajo, uno moreno y ondulado y el otro blanco y lacio, siendo lo peor de todo que no tenían un pelo de parecido a un descendiente de japonés.

Un amigo, que hablaba un poco de japonés, me contó que una vez acompañó a otro compatriota a la oficina de migraciones para ayudarle con los trámites. Luego de revisar los papeles, el oficial decidió otorgarle la ansiada visa por tres años pero un poco para tantear el asunto le hizo la pregunta ¿eres nisei o sansei? Como el amigo no tenía la menor idea de lo que era eso respondió sansei, pero de acuerdo a los papeles -gran sorpresa-, era nisei. Por supuesto que le negaron la visa.

Durante los primeros años de la inmigración, las visas se concedían con bastante facilidad y familias, barrios y, sin exagerar, hasta pueblos enteros se venían al Japón con documentos arreglados. Algunos tenían suerte y conseguían la visa. En otros casos la documentación estaba tan mal hecha o caían en contradicciones tan flagrantes y cosas tan ¡lógicas que el otorgamiento de la visa era imposible.

Se presentaban casos tan inverosímiles como el de un hermano que había nacido seis meses después de otro _¿cuánto tiempo demora el embarazo en el Perú?, preguntaba confundidísimo el contratista-, o aquél de una senora que había dado a luz a los 60 años -¿hasta qu edad pueden tener hijos las mujeres en Perú?, volvían a preguntar los despistados contratistas. Varias tenían hasta 18 hijos, de los cuales todos habían venido al Japón, por supuesto. Y así un rosario de casos de hermanos, primos, apellidos y lugares comunes que se repetían hasta el cansancio y que sólo a los pícaros peruanos se les podía ocurrir.

Tuve la oportunidad de trabajar con un peruano al cual le ofrecieron un viaje al Japón, por una determinada cantidad, se entiende, aparte de lo que costaba normalmente el pasaje, para arreglar los papeles. Con gran esfuerzo, como era de condición muy humilde, logró juntar la cantidad convenida y aceptó el viaje viendo ahí una salida a su precaria situación. Apenas llegó al aeropuerto le presentaron a su «esposa». Una dama que también había sido enganchada para el viaje y con la cual se había casado, en papeles, aclaremos. Los flamantes esposos llegaron al Japón, y como es natural, el contratista, al ver los papeles de matrimonio, les dio un departamento para los dos. Ante la incómoda situación, no les quedó otro remedio que aclarar que su matrimonio era sólo de mentiritas y que ellos no eran nada entre sí; que el matrimonio era sólo formal y que, por lo tanto, no podían vivir juntos, porque antes de encontrarse en el aeropuerto nunca se habían visto en su vida.

El contratista se j alaba los pelos de desesperación; no porque en Japón no hubieran matrimonios arreglados, que los hay y a montones, sino por la forma en la que se iban acumulando los casos de Ripley, y frente a los cuales debía guardar cómplice silencio ante las autoridades migratorias. Lo único que atinaban a decir con resignación era: perujin uso bakkari (los peruanos pura mentira).

Pero tanto va el cántaro al río que termina por romperse. Los oficiales de migraciones, que al inicio daban las visas con relativa facilidad, empezaron a ponerse avispados, cruzando información, datos, fechas y lugares de nacimiento, matrimonios, residencia, apellidos y lugares comunes. Al cabo de un tiempo, como era lógico, empezaron a aparecer los extraños casos que sólo ocurrían en los países sudamericanos.

En otras palabras, saltó la liebre y, de la noche a la mañana, los inmigrantes nos vimos sometidos a un chequeo inmisericorde de nuestra documentación por parte de los oficiales de inmigración, que en la práctica no tenían un pelo de tontos, a pesar de lo que creían los peruanos.

En una rápida secuencia de hechos, primero se empezó a solicitar nueva documentación, luego cartas de legitimación. Acto seguido, vinieron las deportaciones de aquellos a los que se les comprobaba la tamaña trafa.

Se empezaron a hacer famosos los interrogatorios del temido oficial Kondoo en el séptimo piso de la oficina de migraciones de Osaka. Éste solía escuchar primeramente tu descargo, luego del cual te hablaba en un claro español mientras te iba sacando al fresco. Sólo por citar un caso, te podía decir: «... Tú te llamas Ricardo Vargas tienes 3 hermanos que se llaman Carlos, Juan y Pedro y que acá en Japón se llaman Carlos Nakandakari, Juan Takahashi y Pedro 0karnoto.
Tus papás se llaman Fernando y Margarita y has nacido el 12 de febrero de 1960». Total que este Kondoo se había averiguado la vida y milagros de toda la gente. Los traductores, que te acompañaban a hacer los trámites, se quedaban cojudos viendo cómo hacía llorar y pedir perdón a los peruanos, presentándoles evidencias tan contundentes. El personal de migraciones ya se había desplazado al Perú y había hecho las averiguaciones correspondientes.

El paso final fue suspender unilateralmente, por parte de Japón, se entiende, el convenio bilateral por el cual peruanos y japoneses podían hacer turismo en sus respectivos países sin necesidad de visa.

Ahora, y no se sabe hasta cuándo, se necesita visa para entrar a Japón. Los que tienen que tramitarla, en las oficinas del Consulado japonés en Perú, cuentan que les hacen jurar, ante la foto de las tumbas de los emperadores japoneses fallecidos, que no se quedarán en Japón. El trámite es tedioso y requiere una paciencia de santo, y los que han conseguido la ansiada juran que, por nada del mundo, volverán a hacer ese trámite; por lo que no pueden contener un grito de alegría cuando les entregan el pasaporte con el sello respectivo. Es cierto, hoy obtener una visa para Japón es como sacarse la lotería.

Habrá que esperar algún otro milagro económico en el mundo. Si el mismo ocurre en el África, cosa poco probable, hay que adelantar, ya nos encargaremos nosotros de convertirnos, aún habiendo nacido en el ande, en descendientes auténticos de los africanos que llegaron al Perú, para poder ir a trabajar a la tierra de los ancestros.

Queda demostrado que, sin importar la raza ni el color -pero vía documentos absolutamente auténticos-, los peruanos podemos demostrar que descendemos hasta de la Reina Isabel de Inglaterra. Total, para nosotros no hay nada imposible, porque... somos vivos, pues, compadre.

Ver entrevista al autor del libro.

Sí, mi abuelo era japonés

Adolfo Lanyi nos explica las increíbles aventuras de los emigrantes peruanos en el Japón contadas en crónicas en su libro.