«A partir le la fecha se proíbe a los bisitantes y familiares alojarse en el ryo (edifio) dé Morimachi, deviendo retronar a sus domisilios a más tardar las 11 de la noche».

Así rezaba, en un español apenas comprensible, el aviso que nuestro contratista había colocado a la entrada del edificio que había alquilado. Morimachi es un distrito de la ciudad de Osaka y el ryo es un edificio construido por las compañías para alojar a sus trabajadores, el cual es muy utilizado porque soluciona los problemas de vivienda.

Ilustración tapa del libro

Este lugar se compone de un gran número de habitaciones, generalmente de tipo unipersonal. Ahí vivíamos los latínoameric anos que trabajábamos en diferentes fábricas de los distritos adyacentes al centro de operaciones de la compañía.

Este aviso había sido un intento más del desesperado contratista para controlar la bola de fuego en que se había convertido el ryo de Morimachi. Este lo había alquilado en un intento de solucionar el problema de apartamentos para sus trabajadores, evitarse el pago de las garantías -muy altas en Japón- y encima embolsicarse una gran cantidad de dinero, al ahorrarse la compra de artefactos para viviendas individuales o dobles.

En suma, nuestro contratista había planificado obtener una gran ganancia ahorrando en ese tipo de gastos y, adicionalmente, colocando en un cuarto individual a dos o tres personas, pero cobrándoles la misma cantidad por concepto de vivienda. Negocio redondo por donde se le mire, pensaron él y su grupo.

Pero todo su proyecto comenzaba a naufragar. El contratista y sus lugartenientes vivían una pesadilla y el tiro les estaba saliendo por la culata. Ya antes habían hecho otros intentos, para frenar el caos y el desorden imperante en esa «Torre de Babel» en que se había convertido el ryo de Morimachi, todos ellos infructuosos.

La historia comenzó con la llegada de los peruanos al Japón. Como tantos otros empresarios japoneses, debido al incremento de la producción, se habían visto en la necesidad imperiosa de contratar trabajadores extranjeros. Llegaron los primeros peruanos a la fábrica y los directivos quedaron impresionados por su eficiente trabajo. En su pésimo español empezaron a indagar por el salario que recibían los trabajadores del contratista.
Sacaron cuentas, en relación a lo que pagaban ellos, y llegaron a la conclusión que era buen negocio convertirse, ellos también, en contratistas. Echando mano a sus relaciones empresariales, se conectaron con las agencias de viaje en el Perú y, de la noche a la mañana, apareció en Japón a principios de los años noventa un nuevo contratista.

Al comienzo la gente llegaba de a pocos y no hubo mayor problema para conseguir apartamentos, pagar las garantías y comprar los artefactos básicos indispensables -en la tienda de segunda, por supuesto-, que eran entregados al trabajador sin costo alguno como parte del contrato. Si el trabajador se retiraba antes de cumplir el año de contrato, los descontaban como si fueran nuevos. Ellos nunca perdían.

Pero continuaba la demanda de mano de obra y los directivos japoneses empezaron a pedir, a los mismos trabajadores, que avisaran y trajeran a sus amigos y familiares. Ellos pagarían los pasajes, que después serían descontados en cuotas mensuales, y ubicarían a los trabajadores en las fábricas de sus amigos, pertenecientes a la misma rama manufacturera. En estas fábricas el trabajo era kitanai (sucio), kiken (peligroso) y kitsui (pesado) y en las que los japoneses jóvenes no querían trabajar.

El problema del alquiler de apartamentos se hizo álgido. Se empezó a gastar una fortuna en el pago de garantías y aprovisionamiento de artefactos. Los directivos le dieron vueltas al asunto y decidieron alquilar un edificio de tres pisos. El lugar fue, en una época, el alojamiento de una fábrica que se había mudado a otro lugar. Éste cumplía a la perfección los requerimientos tradicionales, para el Japón y para los japoneses, claro está, pero para los peruanos ni vuelta que darle.

Tenía un primer piso con una gran cocina y un comedor que a la vez era sala de estar, además de servicios higiénicos para damas y caballeros. En el segundo y tercer piso estaban los dormitorios. En ellos se podían acomodar hasta dos futones (colchoneta que se usa en Japón para dormir), disponiendo cada habitación de un closet, una mesa y dos sillas. Sólo sobraba el espacio suficiente desplaza por la pieza sin irse de narices contra la pared. Al común en Japón, donde las viviendas son verdaderas conejeras.

Los primeros inquilinos fueron acomodados uno en cada cuarto. Pero con la llegada de más trabajadores, poco a poco, el contratista fue colocando dos y hasta tres personas por habitación, produciendo un hacinamiento increíble. Él, feliz de la vida. Continuaba descontando la misma cantidad por alojamiento y, de esta tres entradas. Sin embargo, las cosas se empezaron a complicar por el uso de los servicios higiénicos.

Había una empleada que hacía la limpieza de los baños una vez al día pero, con tanta gente en el lugar, a la media hora ya estaban hechos una mugre. Los atoros y la pestilencia se empezaron a hacer cotidianos y, como siempre en estos casos, nadie se quiso hacer responsable. El asunto era un asco total. Un grupo, al que llamamos los «tizas», decidió que las cosas no podían seguir así y se apropiaron de un baño. Compraron los implementos necesarios y colocaron un candado. Ellos mismos se encargaban de limpiar «su baño» y nadie, que no tuviera la llave y fuera parte del grupo de «los limpios», podía entrar. En resumidas cuentas, solucionaron su problema pero jodieron al resto, porque la cantidad de servicios disponibles disminuyó.

El uso de la cocina era otro enredo de marca mayor. Algunos ingenuos compraban, al principio, su leche, jugo y gaseosas, a los que colocaban sus nombres y luego dejaban en la refrigeradora común. Pero, al ir a buscarlos al día siguiente, sólo encontraban los recipientes vacíos.

Otros compraban comida preparada para las noches, pero, como siempre, no faltaban los entusiastas que decidían cocinar. La cosa era por puesta de mano y a la gana gana, porque había una sola cocina y pocos utensilios. Como individualmente la cosa no funcionaba, tuvieron que juntarse en grupos y sortearse los turnos.
Sin embargo, el útimo de ellos lo hacía con suerte a las 11 de la noche, luego de haber tenido que lavar todos los trastos que otros habían utilizado. Es decir, todo un desastre. Nadie se hacía cargo de la limpieza de la cocina, del piso, ni de los utensilios, y al cabo de unos meses la cocina, y todo lo que ésta tenía, era para llorar a causa de la inmundicia en que se había convertido. Las mujeres se cansaron de tratar de organizar las cosas, ésa era tierra de nadie.

Los avisos referentes al orden y la limpieza, eran un adorno más en las paredes. Al final, la refrigeradora permanecía siempre vacía, porque los pocos entusiastas que continuaban cocinando, compraban sólo para el día, evitándose así el problema del saqueo de víveres.

Las visitas al cuarto de las chicas fue otro problema que obligó al contratista a acudir donde un medico, en varias oportunidades, para chequear sospechosos retrasos en las menstruaciones. En vista de la situación, este optó por dejar únicamente a los hombres en el ryo y trasladar a las mujeres a residencias individuales.

Pero el asunto más problemático eran las borracheras, las cuales solían adquirir, comúnmente, niveles de bacanal. Como todos los inmigrantes, los residentes de Morimachi tenían amigos y familiares que, aprovechando los fines de semana, los visitaban con regularidad. Así, desde los viernes en la noche y a la voz de «¡vamos a Morimachi!», comenzaba la invasión de parientes y conocidos -armados de un gran arsenal de alcohol-, al ya de por. sí caótico ryo.

En el clímax de su apoteosis etilica, el lugar solía albergar entre cuatro y seis personas por habitación, cada una improvisada como cantina. Otros se iban de tour, revoloteando borrachos de cuarto en cuarto, recargando combustible en cada parada. Mientras tanto, las delgadas paredes bailaban con el loquerío de los equipos de sonido a todo volumen tocando salsa, chicha, baladas, cumbia, huaynos y uno que otro vals hacia la madrugada, según el gusto y la procedencia.

Allí podías encontrar, juntos, a los «bacanes» de La Victoria y Chimbote con su salsa, y a los «serranos» y «boliches» con su chicha.
Cada uno con la música de su preferencia al máximo volumen, como si los demás no existieran. Todo el mundo continuaba el vacilón y la juerga hasta la madrugada para, al día siguiente, cortar la resaca con más alcohol y seguir la huasca en el comedor, porque los cuartos ya quedaban chicos.

Los sábados llegaban otras visitas, y la alegría, bien macerada en licor, continuaba, para los más resistentes, hasta el domingo en la tarde. Así transcurría el fin de semana. Claro, siempre que no llegase antes, a eso de las dos o tres de la mañana, la policía. Y como ahí la gente ni en su sano juicio entendía el japonés -menos lo iban a hacer de borrachos-, no había otro remedio que llamar al contratista.

Por supuesto que los vecinos, al encontrarse de buenas a primeras en medio de monumental escándalo, se quedaron pasmados, sin atinar a hacer nada frente a ese hecho sin precedentes en su ordenada vida japonesa. No podían entender que, de la noche a la mañana, hubiera nacido en plena madrugada y frente a sus narices, un chupódromo con fachada de edificio. Pero pronto entraron en acción y al menor indicio de ruido en el ryo los fines de semana, llamaban a la policía.

Ésta llegaba al edificio, hablaba en japonés, y pese a que algunos compañeros ya empezaban a hablar en otra lengua de tan mamados que estaban, nadie le entendía una sílaba a los oficiales, por lo que sólo quedaba llamar -nuevamente- al contratista. Sin embargo, mientras esperaban su llegada, la tranca seguía, aunque a bajo volumen a causa de la policía. Después de una hora, el contratista o alguno de sus lugartenientes aparecía con cara de aún estar en medianoche. Acto seguido, se tiraba al piso pidiendo disculpas al por mayor por causar tantas molestias. Una vez hecho esto, los policías se retiraban, el contratista ponía orden y,- por si acaso, se quedaba dando vueltas por el lugar hasta que la cosa volviera a la normalidad.

Pero a la semana siguiente todo volvía a ocurrir. Primero llegaban las visitas y luego empezaba la borrachera con la música a todo volumen. Luego hacían su aparición las fuerzas del orden y éstos a llamar al contratista, que muy avergonzado pedía disculpas por milésima vez.

Todo se había vuelto un círculo vicioso. A los habitantes del ryo el asunto les resbalaba y para el fin de semana todo el mundo caía en Morimachi, porque había corrido la voz que ahí se armaban unas grandes borracheras. La vigilancia comenzó entonces. A las cinco de la tarde llegaba el contratista y se relevaba con alguno de sus empleados hasta la medianoche. Hasta esa hora el edificio era un cementerio.

La gente miraba la televisión o se entretenía con juegos de mesa o conversando, mientras tomaban refrescos, todos muy educados. Pero apenas se iba el vigilante aparecían, como por embrujo, las chelas y otros tragos. Total que a las tres horas el contratista tenía que estar regresando, casi en pijamas, a pedir las disculpas del día a los tombos, mientras trataba de explicarse cómo el tranquilo lugar, que había dejado hace momentos, se había transformado en una pollada estilo Cinco Esquinas.

El contratista instaló entonces su centro de observaciones a la entrada del edificio. Con el aviso de «Proibida (sic) la entrada de licor al edificio» bien grande en la puerta, se puso a revisar las mochilas, maletines y bolsos de inquilinos y visitantes. Asimismo, para evitar aprovisionamiento s previos, realizaba «batidas" y operativos de rastrillaje en todos los cuartos.

Por supuesto que nadie traía licor utilizando esos medios. El contrabando ingresaba a través de canastas que, desde el segundo y tercer piso, arrojaban los amigos y que subían cargaditas del líquido elemento en viajes ininterrumpidos hasta completar una buena provisión. Pero apenas el contratista se echaba a descansar feliz y contento, a eso de la medianoche las voces se empezaban a levantar, la música comenzaba a sonar más fuerte y de nuevo a pedirle disculpas a la policía.

Ya los directivos japoneses no sabían lo que era un fin de semana, para descansar o para estar con sus familias, porque todos esos días tenían que estar relevándose para evitar las grandes borracheras en el ryo Morimachi. No les entraba en la cabeza cómo los peruanos podían consumir tanto licor o seguir bebiendo toda la noche, y en su desesperación se pasaban vigilando el ryo todo el fin de semana espantando a las visitas.

Hasta habían convencido a los dueños de las tiendas de licores de los alrededores para que no nos vendieran nada después de las once de la noche, que es lo usual y establecido por ley. Pero ante el gran negocio que vieron en sus manos, los dueños de las licorerías se estaban haciendo de la vista gorda y dejaban las maquinas dispensadoras funcionando toda la noche. Supongo que nunca en su vida habrán vendido más cerveza y ganado más plata, que en los meses que estuvo habitado el edificio de Morimachi con los latinos.

Los vecinos ya habían hecho un memorial solicitando el cierre del edificio y el contratista había querido prohibir las visitas, pero los peruanos lo amenazaron con denunciarlo por violar los derechos humanos: «Que cómo era posible que se les quisiera prohibir el beber, si ellos no tenían otra forma de divertirse; además trabajaban como burros toda la semana y había que botar el stress. Ni que se pusieran a tomar con los japoneses, porque de qué cosa iban a hablar, si los japoneses no entendían el español ni ellos el japonés y que encima los japoneses con dos tragos ya estaban chatos. Que es nuestro estilo chupar con la música a todo volumen y, por último, estamos chupando con nuestra plata y a la mierda».

Así de consistentes y sesudos eran nuestros argumentos, que dejaron al contratista y a sus lugartenientes al borde de la histeria.

El asunto estuvo en un tira y afloja hasta que llegó el detonante final. Un peruano, que era músico y que había ido al Japón para juntar plata y poder comprar los instrumentos para su orquesta, había llegado con su trompeta bajo el brazo. Todos lo conocían como «el trompetista». A toda reunión que iba cargaba con el dichoso instrumento y bastaba que bebiera un par de copas para arrancarse a tocarlo. Todos le pedían que tocase bajito y así, una vez satisfecho su apetito musical, el hombre quedaba tranquilo.

Estando él con otros amigos en Morimachi, en un día de semana que no había mucho control, por el hecho de que la gente debía trabajar al día siguiente, empezaron a tomar. A eso de las once de la noche llegó el contratista y se quedó conversando con un grupo que estaba viendo televisión. Viendo al contratista en el edificio los amigos decidieron despachar rápido al trompetista, que ya entre Pisco y Nazca les reclamaba por no dejarlo despedirse con una tonadita.

Ya rumbo a la salida los amigos le decían que tranquilo, que se parara derecho, porque si el contratista los veía zampados, seguro que armaba un escándalo. Nuestro músico no comprendía por qué tanto alboroto y se decidió a sacarse el clavo de todos modos, así que bajando las escaleras nuestro hombre decide olímpicamente saltarse las advertencias y satisfacer a su fanaticada. Entonces cogió su trompeta y, con todas sus fuerzas, atacó nostálgico las primeras notas del Himno Nacional.

Pero, llegando al primer piso y antes de llegar al «Somos libres...» le dió cuenta que alguien se estaba retorciendo en el suelo a sus pies. Era el contratista, que luego de haber recibido esa descarga de peruanidad, a mansalva y sin advertencia en pleno rostro, ahora daba espasmos en el suelo mientras se tomaba el pecho y no precisamente para darle solemnidad al asunto. Rápidamente fue llevado al hospital, donde le diagnosticaron un preinfarto.

Confiscada la trompeta, se realizó una reunión de emergencia del grupo contratista. La decisión, por el bien de la salud del jefe de la compañía, fue cerrar el ryo de Morimachi.

Ver entrevista al autor del libro.

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