En el mundo tradicional -público y promiscuo- no había lugar para la soledad o debía ser un estado difícil de conseguir y mantener. No era respetada la intimidad puesto que era una cualidad desconocida e inconcebible de la existencia. Sin embargo, el espacio y la frontera que ocupaba una persona en el acto de leer y de escribir era considerado sagrado e inviolable, dando a entender con ello que esas actividades eran privadas y que su lugar no podía ser franqueado por nadie. De tal modo que el acto de leer y escribir era el único modo tradicional de manifestar a los demás que uno quería estar solo. Como Hamlet deambulando por los pasillos de Elsinore con un libro en la mano y simulando leer para alejar a los importunos. La lectura y la escritura, como único placer estético trascendente, estuvieron unidas a la soledad hasta hoy mismo y Fernando Pessoa nos lo recuerda cuando afirma: «Ser poeta no es una ambición mía: es mi manera de estar solo».

Con la modernidad apareció la multitud y, con ella, la soledad primordial. Es entre la multitud, esa masa de seres anónimos e indocumentados, donde puede gozarse la soledad y donde la soledad se manifiesta en todas sus consecuencias: en que todas las soledades son la misma y todas recíprocas. Baudelaire, el poeta de la muchedumbre solitaria, sólo podía concebir la soledad en el rostro de la multitud y en la vorágine urbana, como Laforgue o T. S. Eliot. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo entre la multitud: en ella cada uno puede ser muchos, tantos como los rostros sin identidad que se desplazan por los escenarios anónimos de la metrópolis. Sin embargo, para gozar de una tal experiencia, es necesario el gusto por el disfraz y la máscara, el odio del domicilio y la pasión del viaje.

A pesar de que la multitud no puede considerarse una comunidad, ambas mantienen la perfecta identidad de sus miembros y la mutua participación en un destino común, de ahí la idea de la modernidad como un proceso de homogeneidad, de uniformidad y de igualación, y así fue, ciertamente. Sin embargo, la segunda modernidad, o ultramodernidad, se ha liberado definitivamente de las formas tradicionales de la socialización y ha dado lugar a la individualización que, reivindicada por la modernidad, aparece aquí en su forma definitiva, es decir, como la capacidad y la autonomía del individuo para construir su propia identidad, de producir su biografía y planificar el curso de la vida sin necesidad de recurrir a los medios sociales y morales de la primera modernidad.

Las exigencias de la vida en sociedad, el compromiso civil y la responsabilidad familiar y laboral que en la primera modernidad se suponían los rasgos característicos de la vida humana y hacían posible la institucionalización del curso de la vida, van siendo modificados y sustituidos por otros modos de vivir que surgen de las particularidades de cada uno, de la evolución del propio desarrollo y tratan de realizar sus objetivos más allá de las relaciones normales del tiempo de trabajo. A la homogeneidad del primer modernismo viene sucediendo la diversidad del segundo. El individuo ya no es el resultado de una formación que determina un modo de vida determinado por el trabajo retribuido y los sistemas de seguridad; frente al modo de vida previsto por las instituciones aparece la biografía como un proceso de formación más autónomo del guión biográfico pautado por un grupo. Cabe la posibilidad de transformar los vínculos tradicionales y llevar una vida adecuada a los propios deseos y necesidades y construir una nueva identidad en la que reconocerse y de reconstruir la propia biografía. La individualización supone la disolución de los vínculos tradicionales y ofrece al individuo más libertades, pero puede que exija otras responsabilidades que en la modernidad primera. La soledad no se manifiesta en el recogimiento interior ni entre la multitud solitaria, sino en un cerco que aísla al nuevo sujeto, libre ahora de las sujeciones de la tradición: sin un entorno doméstico y familiar, sin unas relaciones normales de trabajo, sin una cultura de clase, sin responsabilidades sociales, sin proyecto o azar común y sin complicidad con lo otro que no sea una extensión de sí mismo, sin ninguna de las imposiciones de la tradición moderna, emerge una nueva soledad, o una nueva dimensión de la soledad, donde lo que importa es la perspectiva orientada hacia el sujeto y una casi exclusiva atención a la subjetividad de cada uno y a sus modos de expresión. Esa nueva dimensión de la soledad acontece entre las dificultades y los obstáculos que se interponen entre la necesidad de liberarse de las relaciones tradicionales y la perentoriedad de realizar y afirmar la propia biografía que no defiende un objetivo valioso y socialmente aceptable, sino una búsqueda de un modo de vida independiente de la percepción del tiempo laboral.

Muchas de las diversas expresiones artísticas contemporáneas vienen dando noticia de esta nueva dimensión de la soledad que, manteniendo sus vínculos con la soledad en que acontece la experiencia de la escritura y la que se da entre la multitud, se manifiesta, paradójicamente, en el centro nodal de la cultura de la comunicación. Cindy Sherman, como en una búsqueda imposible de la identidad femenina, se autorretrata siguiendo las diversas pautas culturales desde donde se ha considerado a la mujer. Laurie Anderson, artista multimedia que combina la música electro-acústica con la performance, que utiliza los recursos de comunicación electrónica e ironiza sobre sus paradójicos resultados. Los diarios íntimos que tienen su origen en la íntima soledad de la escritura muestran en el soporte fotográfico la soledad doméstica y tenebrosa de Natacha Merritt, Nan Golding o Araki.

Un sujeto desvinculado y frío

El hedonismo, la autocontemplación y el narcisismo son, posiblemente, las primeras consecuencias de esta nueva soledad que pretende demostrar el grado de libertad realizado y sus consecuencias, la dificultad de su sostenimiento y la indiferencia frente a lo logrado; desde un solipsismo radical, desconocido en la sociedad de Occidente, la nueva soledad se manifiesta en la renuncia y en la expectación. Los personajes de los filmes de Jarmusch o de Kar-Wai recorren la pantalla en un paisaje tan indiferente como lo son ellos mismos a todo aquello que no sea su propia persona e impasibles frente a toda circunstancia. El dandi, el revolucionario, el inadaptado, el criminal o el loco son antecedentes embrionarios e ingenuos de ese perfil del sujeto ultramoderno, desvinculado y frío y con una serena y áulica altivez. El lema común de esa nueva soledad, o de ese nuevo sujeto, es la afinidad electiva desapasionada, es decir, la exclusiva selección de todo aquello -trabajo, amistad, entretenimiento, gusto y compromiso- que únicamente se avenga a las exigencias de un individualismo que atiende, sobre todo, a la libre y autónoma manifestación de lo que le distingue y le identifica, eludiendo cualquier énfasis sentimental.

Adultos en perpetua evolución

Al contrario de otros tipos históricos vinculados a movimientos juveniles, ese sujeto ultramoderno trasciende los límites de cualquier edad, y, a pesar de que en una considerable mayoría es un joven adulto, permanece en un estado de perpetua evolución, como si nunca llegara a la madurez y mantuviera las mismas expectativas de la adolescencia en el precario proceso de búsqueda de la propia identidad. No hay modelos, ni referentes que puedan ayudar en la formación del yo, ni la madurez es un grado más alto de conciencia, ni la experiencia acumulada evita la misma caída en la misma piedra: es necesaria la construcción individual de la realidad para la creación de la propia biografía.

Gerhard Schmidtchen en su estudio sobre la juventud alemana, «Wie weit ist der Weg nach Deutschland?» afirma: «Uno quisiera ser independiente, estar libre de miedos, pero también de presunción. Por eso se vuelven comprensibles la resistencia a la adopción sin examen de normas, a instituciones que prometen escasa cogestión, la rebelión contra las falsas subordinaciones, contra decisiones políticas que no son evidentes. La persona está en contra de lo que la limita y trata de deformarla (...). Lo que más me impresiona es el anhelo moral de la gente joven, la pureza del esfuerzo por alcanzar la probidad personal, el deseo general de hallar sentido de la vida en el desarrollo de la propia personalidad (...). Este modelo de base es comparable al del Renacimiento». El espíritu crítico tiene por ello ahora como objetivo considerar los vínculos del sujeto con las instituciones para determinar los grados de sujeción y de renuncia de los valores individuales que impiden el pleno desarrollo de la biografía y, ciertamente, prevalecen algunos rasgos renacentistas y la soledad del nuevo individuo es semejante a la de Hamlet, príncipe del nihilismo, puesto que ambos confirman la transformación constante de todo y de que todo varía de acuerdo con el sujeto.

Son diversos los tipos de esa reciente individualidad, pero todos ellos tienen en común el que sus manifestaciones se realizan a través de categorías estéticas, es decir, formales; como si sus expresiones fueran la apariencia externa de su vida interior; metáforas o analogías de una subjetividad que exige mostrarse a través de emblemas capaces de simbolizar un modo de vivir en el que no se reconoce ningún valor estable y duradero que garantice la permanencia de la identidad. Como le ocurre a Hamlet, ya no es necesario el desaliño indumentario, ni la longitud, ni el color, ni la forma del cabello, ni la indiferencia, ni la crueldad, ni la ferocidad del gesto, ni la edad, ni la autoridad, ni la categoría. Es suficiente la imagen de autonomía -la física y la moral-, de libertad de decisión y de seguridad en el lenguaje de los símbolos, con las ineludibles referencias a tecnologías avanzadas en comunicación electrónica, cibernética y audiovisual.

Si los movimientos juveniles de las décadas anteriores eran esencialmente antitecnócratas y escépticos frente a la visión científica del mundo, el nuevo sujeto confía en la alta tecnología como la única capaz de solucionar o de paliar su denominada desorientación. Muchos de ellos nacieron con la democratización cibernética, con la diminuta mano digital y la precisión de la alta tecnología, de la que conocen todas las posibilidades y están persuadidos de la insignificancia de sus limitaciones. La tecnología se ha adecuado a sus exigencias y a sus necesidades, sin embargo no es un emblema simbólico de lo adquirido, es una herramienta capaz de ofrecerle todos los recursos necesarios mientras construye las evoluciones de su identidad. De ahí uno de los rasgos pertinentes de la soledad ultramoderna: el monólogo entre la mano y su prótesis como si fuera un diálogo entre dos seres absolutos considerando la fragilidad de sus naturalezas.